Virginia López Enano 18 de noviembre de 2019
@virlo_
Alix
nació en Venezuela hace 11 años, pero lleva uno y medio viviendo en Perú. Su
familia emigró para subsistir. Ya no tienen problemas para comer, pero su casa
a las afueras de Lima no tiene agua corriente.
EL
PAISAJE parece pintado en blanco y negro. Solo que el blanco es el perla de la
panza de burra que cubre todo el cielo de Lima. El negro, el barro sobre el que
se levantan sus casas desnudas, de ladrillo visto. El resto de colores que
visten sus calles recorren de un extremo a otro bien la escala de grises, bien
la de marrones. De pronto, algunas pinceladas verdes. Otras azules. Y en una de
sus cuadras destaca un trazo rosa al que el polvo no deja lucir como se merece:
la casa en la que viven Alix, de 11 años, y su familia en un distrito al norte
de Lima. Llevan allí desde hace año y medio.
Este
hogar tiene en su interior paredes color pistacho con un pedazo en blanco por
aquí y una grieta por allá. En el dormitorio, un corazón grande a rotulador con
el nombre de Juliana escrito dentro y, cerca de la puerta, el móvil a bolígrafo
del técnico de telefonía. Su decoración es un calcetín navideño de tela, un
globo deshinchado del día de la madre, una bandera de Perú pintada con lápices
de colores y un espejo que muestra más rayones que reflejos. Bien cubierto todo
de polvo. Un único espacio en el que la mitad más cercana a la puerta hace de
recibidor, comedor y cocina. La otra mitad, salón y dormitorio. El resto se
encuentra a la intemperie. Incluido el baño, un agujero en el suelo del patio
cerca del cartel roto de una antigua cevichería.
En
esta casa, el despertador suena antes de las seis de la mañana. Suena para el
padrastro de Alix, que trabaja de albañil, y para su madre, enfermera en una
residencia de ancianos a dos horas en transporte público de su casa. Hace un turno
de 24 horas, así que una de cada dos noches duerme en el centro. Antes de
marcharse, despierta a la mayor de sus dos hijas y, poco después, la alarma
vuelve a sonar a las seis en punto, esta vez para Alix, que ya está espabilada.
Se viste rápido, despierta a su hermana Juliana, de siete años, y le prepara
pan con mermelada y un café. Ella apenas desayuna. Si le da tiempo, bebe un
vaso de leche. Si no, sale de casa con el estómago vacío. Ya lo llenará cuando
llegue al colegio con un pan de yuca y queso y un bote de leche que reparten
allí cada mañana.
Alix
destaca en su aula. Es la segunda más alta. Su piel es la más blanca. Su pelo
castaño, el más claro. Como todos, viste un uniforme que se diría diseñado para
mimetizar a los alumnos con el paisaje del barrio. Como si para la chaqueta
hubieran elegido el color del rastro que deja el polvo sobre las lonas de los
comercios. Para la falda de cuadros, el tono de tierra que cubre calles y
aceras. Y con las zonas húmedas y más oscuras de ese limo parecen rematados los
detalles. Marrón lleva el uniforme, pero para todo lo que no es uniforme, de
mochila a pendientes, ha escogido el rosa. “Pero mi color favorito es el rojo
porque está en la bandera de Venezuela”.
Alix
nació y vivió hasta 2018 en el país sumido bajo el régimen de Nicolás Maduro.
Su familia tuvo que emigrar para subsistir. Apenas les llegaba para comer, así
que la madre de Alix emprendió sola camino a Perú. Tanteó el terreno, buscó
casa, encontró trabajo. Seis meses después, viajó su marido con las niñas. “Nos
empujó a irnos la situación económica. Entre lo que ganábamos mi esposo y yo no
nos alcanzaba para comprar lo básico. El sueldo mínimo allá son 80.000
soberanos y un kilo de arroz cuesta 50.000. Las niñas veían lo que estaba
pasando. Sabían que si almorzaban no tendrían para cenar. Y si cenábamos hoy,
no sabíamos qué íbamos a desayunar mañana. Había carencia, pero ellas siempre
comían, aunque fuera un plato de pasta. A lo mejor de cena hacíamos panquecas
(tortitas), pero como teníamos poca harina salían solo dos. Una era para Alix y
otra para Juliana”. Las dos hermanas siempre llenaban el estómago, aunque no se
quedaran satisfechas. En su nueva vida en Perú han renunciado a muchas
comodidades, pero al menos no pasan hambre.
Alix
y Juliana son las dos únicas venezolanas en un colegio de 1.300 niños, un dato
que no refleja la realidad. En Perú residen 728.000 ciudadanos de esta
nacionalidad, según cifras de 2019 de la Superintendencia Nacional de
Migraciones. Se ha convertido en el segundo país, después de Colombia, que más
venezolanos acoge. El 62% de ellos afirma sentirse discriminado, según el
último informe de la Agencia de la ONU para los Refugiados (Acnur). Alix no
convive con ese rechazo, pero su madre sí lo ha sufrido. “La gente te ataca. Acá
no, pero cuando sales hacia Lima te ofenden, te insultan. El otro día una
señora me lanzó un botellón de agua y me gritó que me fuera a mi país”.
Para
muchos niños el viaje supone sacrificar su educación, ya que más de la mitad no
pueden inscribirse o concluir el año escolar. Y los que se escolarizan, sienten
la presión de un sistema educativo más exigente. “En Venezuela el colegio era
fácil. Acá me chocó porque ya están enseñando matemáticas”. Lo cuenta Alix
sentada en una de las dos camas que tienen en casa. Las juntan y ahí duermen
los cuatro. Como apenas tienen sillas, el colchón hace las veces de asiento. A
su lado, su madre escucha y apunta que en su país no imparten esta asignatura
hasta secundaria. Recuerdan que, al matricularse, Alix realizó una prueba de
nivel. Por su edad, le correspondía entrar en 5º de primaria, pero sus
conocimientos se quedaban en 4º. “De todas formas me dejaron entrar en 5º. El
primer día fue el más nervioso de mi vida. Como mis compañeros son más morenos,
me miraban la piel y a cada rato decían: ‘¡Ah! ¡Si está cruda!’. Me llamaban
blancona, gringa. Todos venían a preguntarme, era fastidioso”. Con el tiempo, a
sus compañeros les quedó la curiosidad satisfecha. Alix logró hacer amigos y
equiparar sus conocimientos a los del resto de la clase.
De
la escuela sale a las 12.45. Los días que su madre trabaja, se encarga de
recogerlas la vecina de enfrente. A veces ella las invita a comer, si no, le
toca a Alix cocinar. Su especialidad son los espaguetis con salsa de tomate,
mayonesa y queso. Siempre que haya en la despensa tomate, mayonesa y queso. Y
las niñas se sientan a la mesa, una superficie de madera estrecha colocada
frente a la ventana. Encajonada entre la encimera, la mesa y el horno, come
Alix. De rodillas sobre una silla de plástico blanco, Juliana le cuenta a su
hermana que un compañero de clase le hace de rabiar. Las niñas pasan solas la
mayoría de las tardes. Juegan. Duermen. Hacen los deberes. Ven la tele. A Alix
le gusta pasar tiempo en su rincón favorito de la casa: una rampa de madera
podrida a la que se sube para mirar por encima del muro del patio y contemplar
desde ahí la vida del barrio. Los días que está su madre, aprovecha para
conectarse a Facebook desde su teléfono. “Hablo con mis amigos de allá. No son
muchos porque aún no los he encontrado. Les hablo de mí, de Perú. Ellos me
explican cómo van allá, la situación… Lo que pasa en mi país es que el
presidente no gobierna bien y no sabe manejar. Eso afecta al país y al pueblo”.
Cuando
llega su padrastro, los cuatro cenan y ven la tele tumbados en la cama. A ella
le gustan las películas de miedo y a veces se queda hasta tarde viendo alguna.
Cuando se le caen los párpados, sueña. Imagina que regresa a Venezuela. Y allí
se reencuentra con su familia y sus amigos. Suele ser un sueño feliz, dice.
Pero, a veces, se convierte de pronto en una pesadilla.
Niños migrantes
- Según datos de
2019, en Perú residen 728.000 venezolanos.
- La inmigración
supone que muchos menores sacrifiquen su educación ya que más de la mitad
no puede inscribirse o concluir el año escolar. Los más afectados por este
problema son los niños de entre 6 y 11 años.
- Las condiciones
del viaje, la ruptura del núcleo familiar y la pérdida de sus redes de
amigos suponen para ellos un alto coste emocional que puede traducirse en
cambios fuertes de humor.
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