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viernes, 23 de diciembre de 2011

EL NACIMIENTO DE JESÚS

Fernando Mires en el Blog POLIS


“Desde el nacimiento de Cristo sólo existe el presente” (Franz Rosenzweig, “Der Stern der Erlösung” –“La estella de la redención”)

1.
Entre los historiadores que han dedicado su tiempo a escribir acerca de la vida de Jesús, hay pocos tan rigurosos como Geza Vermes, profesor de las universidades de Newcastle y Oxford y, uno de los más acuciosos interpretes del Qumram, los manuscritos del Mar Muerto, los que arrojan nuevas luces acerca del entorno histórico de Jesucristo.

Geza Vermes no es cristiano. Cuenta el autor en el prólogo a su libro “El nacimiento de Jesús, historia y leyenda” que sus padres, judíos/ húngaros, no impedían a su pequeño celebrar la Navidad junto con sus amigos siguiendo incluso el pagano rito de los regalos que en la Budapest de la pre-guerra no portaba Santa Claus ni Papá Noel sino el mismo Jesucristo (Jésuska). La relación del niño Geza con Jesucristo, como casi siempre ocurre en los niños, fue mágica, y por eso mismo, muy positiva. Algo de esa mágica atracción debe haber permanecido en el corazón del Geza Vermes adulto, como mágica es la atracción que ejerce en muchos niños el establo, el pesebre, y los animalitos que rodean al recién nacido los que, por lo demás, no aparecen en ningún Evangelio. La verdad sea dicha: tales imágenes tienen más que ver con Walt Dysney que con los apóstoles; y eso tampoco es malo.

El acercamiento de Vermes a Jesús no es, por supuesto, mágico. Tampoco confesional. Pero, sí, y en el más adulto sentido del término: científico. A Geza Vermes no guía otro propósito que descubrir la verdad del “Jesús histórico”, tarea muy difícil dada la escasez de fuentes que permitan estudiar la vida de Jesús antes de que hiciera su aparición frente a Juan el Bautista, en el río Jordán, cuando tenía algo más de treinta años de edad.
A través de la vida de Jesús, Vermes quiere descifrar claves de uno de los periodos más tumultuosos del pueblo judío dentro del cual Jesús fue uno de sus participantes más activos. Siguiendo ese propósito, Vermes recurre a las dos principales fuentes primarias que son los Evangelios de Mateo y Lucas. Como es sabido, ni Marcos ni Juan se ocuparon en sus respectivos Evangelios de la infancia de Jesús. Ausencia muy importante a la que luego me referiré.

Muy pronto Geza Vermes llegaría a la misma conclusión de algunos teólogos protestantes, entre varios, Peter Antes, a saber, que en los evangelios de Mateo y Lucas con relación a la infancia de Jesús no sólo hay diferencias de fecha y de lugar sino, además, son muy contradictorios entre sí, constatación que hizo decir a Vermes que “es más fácil convertir un círculo en un cuadrado que lograr la unidad entre los evangelios de Mateo y Lucas”.

Efectivamente, el llamado Nuevo Testamento es tan poco riguroso con los lugares y las fechas como el Antiguo. Pero Vermes, como ocurre con los buenos historiadores, es obsesivo en su propósito de revelar hechos exactos. Esa es quizás la razón por la cual los historiadores fracasan frente a materiales bíblicos. Vermes no fracasa, por cierto, cuando demuestra las inexactitudes neo-testamentarias, afirmando con ironía que Jesús nació a. C. o d. C. Pero sí fracasa cuando intenta descubrir lugares y fechas exactas, o donde y cuando ocurrieron hechos que relatan el nacimiento e infancia de Jesús. No obstante, ese fracaso que el mismo autor reconoce de modo implícito en las frases finales de su libro, es la base que induce a una reflexión acerca, no sólo de la Biblia sino, además, de la gran mayoría de los textos religiosos.

2.
Digámoslo desde un comienzo: un texto religioso no es un texto histórico.
Un texto religioso puede ser material insustituible para entender la historia de un periodo, pero el propósito de un texto religioso no es dar cuenta de los hechos tal como ocurrieron, ni registrarlos de acuerdo a coordenadas del tiempo vertical; que son las que vivimos.

El tiempo histórico no es igual al religioso. En este último -si no fuera así, no sería religioso- prima la noción de eternidad por sobre la temporalidad. Ahora, desde la perspectiva del tiempo eterno, que es la religiosa, los hechos no se ajustan a una lógica causal sino siguiendo el curso de intervenciones que proceden desde un “más allá” (supuesto o real, no viene al caso) e irrumpen en el mundo del “más acá”. No quiero afirmar empero que el texto religioso carece de lógica. Lo que sí afirmo es que la lógica religiosa no puede ser la igual a la historiográfica, de tal modo que suele ocurrir que cuando un historiador enfrenta con criterio historiográfico un texto religioso, lo encuentre, naturalmente, ilógico.

A fin de entender la palabra neo-testamentaria hay que tomar en cuenta que las tareas que impone la exégesis resultan de una lógica más similar a la poética que a la científica. Y si hablamos de poesía hay que hablar también de la lógica onírica pues tanto en la poesía como en los sueños los significados surgen disociados de sus significantes social y culturalmente acordados. Lo sabemos desde Freud quien, no por casualidad, trabajó intensamente los mitos judeo-cristianos.

Por cierto, no hay que recurrir a Freud para saber que ningún significante da cuenta total de un significado, habiendo siempre un exceso de significación que escapa a todo significante. La poesía, el arte en general, y en cierta medida la religión, buscan dar cuenta –sabiéndose de antemano que será una batalla perdida- de aquello que está más allá de nuestra lógica; de lo que no se puede decir con palabras; de lo que sabemos que existe, mas nunca alcanzaremos (¿Lo “Otro” de Lacan?) Pues lo que buscamos, lo que deseamos conocer (ver, tocar, amar) está más allá de nuestras vidas: en otros tiempos y en otro lugares que nunca sabremos donde están.
Hay por lo tanto entre la narración histórica y la religiosa una tensión no superada. Eso no quiere decir, por supuesto, que la narración histórica no necesita de la religiosa, ni la religiosa de la histórica. Ambas se buscan y se requieren con insistencia y avidez. Pero nunca una será igual a la otra; de ahí la tensión. Desde el punto de vista religioso, el Jesús de la fe necesita del Jesús histórico: del que nació, vivió y murió. A la vez, el Jesús de la historia, necesita de documentos religiosos para orientarse, buscar rastros y signos que ayuden a encontrar “la verdad de los hechos”. Luego, para entender a Jesús necesitamos ambos relatos. Y como ha sido insinuado, el de Geza Vermes es un prototipo acabado del relato histórico. Pero existe, además, el otro extremo: el del Jesús puramente teológico.

No sé si fue causalidad o destino que después de haber leído el libro de Geza Vermes me entregara a la lectura del profundo “Jesús” de Rudolf Bultmann, cuya teología ha sido permanentemente impugnada por Joseph Ratzinger (Benedicto XVl), lo que para mí al menos, hacía más interesante su lectura
Rudolf Bultmann, durante el periodo de pre-guerra amigo de Martin Heidegger y maestro de la entonces muy joven Hannah Arendt, nos muestra en su libro “Jesús”, un nazareno incorpóreo, sin materia, fuera de tiempo y lugar, un Jesús casi heideggeriano, más allá de la historia, espíritu total, consumación definitiva del ser con su más allá; un Jesús que no sangra ni sufre, en fin: un Jesús sin Cristo y un Cristo sin Jesús. Ese Jesús puramente teológico (o filosófico) no es, de acuerdo a Ratzinger, el Jesús que necesita el cristiano.

El Hijo del Hombre que es el Jesús histórico y el Hijo de Dios que es el Jesús teológico son, de acuerdo a Ratzinger, una sola persona; y ninguna puede existir sin la otra. No se trata por supuesto de levantar al Cristo de la Pasión como alternativa al Jesús de su infancia, como casi lo logra una sangrienta película protagonizada por Mel Gibson. Pero sí de entender la unidad que se da entre ambos. Ahora, esa unidad solamente puede ser entendida a partir de una lectura que descifre no sólo los significados de la vida de Jesús sino atendiendo a su sentido.

La diferencia entre significado y sentido la debemos a Gotlob Frege, uno de los fundadores de la semiótica moderna. Según Frege casi nunca el significado corresponde con el sentido de la palabra de modo que cuando decimos que alguien habla sin sentido no quiere decir que usa palabras sin significado. El sentido de la palabra, afirma Frege, siguiendo una tesis de Saussure, sólo podemos percibirlo después de haber conocido el texto en donde cada palabra va inserta. El texto, en este caso los Evangelios, dan sentido a las palabras que los constituyen. Y bien, esa diferencia entre sentido y significado es la misma que lleva a Ludwig Wittgenstein a formular la tesis relativa a la imposibilidad de entender el lenguaje de acuerdo a una lógica formal, algo que saben muy bien los poetas y los psicoanalistas. Así, el sentido puede prescindir del significado. Por ejemplo, podemos “sentir” el Oratorio de Navidad de J. S. Bach sin necesidad de seguir un curso de alemán.

Pero, ya lo hemos dicho, Geza Vermes es un historiador y su tarea, aunque casi imposible, es lograr el máximo acercamiento entre las palabras y los hechos. Esa es quizás una razón por la cual Vermes, maestro en el desciframiento de significados, no pudo captar el sentido de las contradicciones inter-evangélicas. Ratzinger, después Benedicto XVl, teólogo y no historiador, conoce sin duda esas contradicciones –por lo demás, uno de los temas preferidos de la teología protestante- y es por eso que comienza su libro “Jesús de Nazaret” no siguiendo a Mateo o a Lucas, pero sí a Marcos y a Juan; esto es, no con el nacimiento, pero sí con el bautismo de Jesús.

El bautismo de Jesús según Benedicto XVl es el hecho que da sentido al nacimiento, y además, a la propia crucifixión en tanto la anticipa con las palabras de Dios “Éste es mi hijo amado; yo lo he decidido” (Mt. 3:17). “Es el cordero de Dios que quita el pecado del mundo” (Juan 1:29) En otros términos, el bautismo, para Marcos, Juan y, mucho después, Benedicto XVl, es el significante que torna teológicamente inteligible la vida de Jesús en tanto permite reinterpretar el sentido de su nacimiento y de su muerte.

Por lo demás, cuando recordamos el curso de nuestras vidas ¿lo hacemos en sentido cronológico o de acuerdo a los momentos significantes que han dado sentido a lo vivido? El sentido de las cosas –parece que no hay otra alternativa- se descubre después que éstas han sucedido. A veces, recién al borde de la muerte, descubrimos el sentido que tuvo la vida que vivimos. “El origen se encuentra al final, no al comienzo” (Heidegger).

El final de los Evangelios, es decir, la muerte y resurrección del Cristo, sobre-determina sus comienzos. De ahí que el sentido (y no el significado) del bautismo de Jesús anticipa su muerte y, por lo menos para dos apóstoles, Mateo y Lucas, “anticipa” su nacimiento. O en otras palabras: sólo frente a la muerte violenta de Jesús y su posterior resurrección percibimos el sentido de su nacimiento y de su bautismo.

Si leyéramos, por ejemplo, el evangelio de Lucas sin conocer nada de la historia de Jesús nos preguntaríamos acerca de cual es el sentido de que al comienzo de su relato aparezca una mujer madura llamada Isabel esposa del sacerdote Zacarías y pariente (no sabemos sí lejana o cercana) de María (Lc.1: 26-38). Isabel era estéril, mas, por decisión de Dios, quien se había anunciado frente al incrédulo esposo, al igual que María después, daría luz a un hijo a quien pusieron como nombre Juan. Ahora bien, el sentido de la visita de Isabel a María aparece mucho después, cuando el asceta Juan el Bautista, hijo de Isabel, bautiza a Jesús, acto sacramental que dará origen a la apasionada vida evangélica del Cristo. El bautismo da así sentido a la visita de Isabel a María y luego, según Lucas, a la de María a Isabel. Es sólo un ejemplo entre tantos.

3.
Muy importante para indagar el sentido evangélico en Mateo y Lucas es el esfuerzo que realizan ambos para demostrar la filiación “noble” del recién nacido en tanto descendiente de la “Casa de David”, representada en el larguísimo árbol genealógico de José, el “padre adoptivo” de Jesús. El esfuerzo encuentra justificación en la creencia judía de que el “salvador” (liberador) debería provenir de la “prole” de David.

Con aguda mirada Geza Vermes percibe dos detalles que pueden ser formulados en las siguientes preguntas. ¿Cuál es la intención que guía a ambos narradores en su afán de demostrar la aristocrática procedencia de Jesús si es que por otro lado afirman que Jesús es hijo de Dios? ¿No existe una competencia entre la descendencia divina de Jesús y su descendencia nobiliaria? La respuesta lógica debería ser: si el linaje de Jesús es divino, su linaje familiar ha de carecer de toda importancia; y así lo estimaron Marcos y Juan.

Vermes, conocedor del por los cristianos llamado Antiguo Testamento, afirma, además, que la Biblia está llena de árboles genealógicos, de tal modo que Mateo y Lucas no hacían más que cumplir con la tradición establecida. Pero, por otra parte, hay que tener en cuenta que hasta el nacimiento de Jesús no hay ningún otro personaje bíblico a quien le fuera atribuida no sólo una descendencia directa de Dios sino la propia representación de Dios “hecho hombre”. Así se explica porqué Marcos eliminó de su narración la ascendencia terrenal de Jesús y Juan, de acuerdo con los dictámenes paulinos decide de una vez por todas hacer aparecer a Jesús como descendiendo directamente de Dios, sin ninguna otra mediación.

De los cuatro evangelistas Mateo es, sin duda, quien está más cerca del pueblo y como tal vio a Jesús no sólo con los ojos de un discípulo sino como miembro del pueblo. Marcos, breve, conciso y a la vez muy poético, se limita a escribir lo que vio. Lucas era el historiador y como tal, completó su testimonio con narraciones de contemporáneos de Jesús, es decir: fue a las fuentes. El misterioso teólogo Juan no vio nunca a Jesús, pero quizás, por lo mismo, entendió el sentido (teológico, filosófico) de su representación. Los extremos narrativos son Mateo y Juan.

En Mateo anidaba la misma contradicción no resuelta del pueblo que “vivió” a Jesús, y que a la vez era un dilema: ¿Era Jesús un líder político o espiritual? Mateo y Lucas no resuelven la contradicción. El testimonio de Mateo, a su vez, es el más político de los cuatro. No negando la ascendencia divina de Jesús, concede mucha importancia, quizás demasiada, a su linaje. El Cristo de Mateo es el hijo de Dios venido del cielo a reivindicar los derechos del pueblo judío; así lo vio al menos Passolini en su legendario, pero también ideológico film.

No escapará a la observación de Vermes que en el árbol genealógico de Mateo figuren antepasados de Jesús que no eran judíos, lo que no ocurre en Lucas, cuyo árbol genealógico es bastante más largo. En ese breve matiz observamos, sin embargo, una diferencia: el pueblo de Mateo es más social que nacional y el de Lucas es más nacional que social. La diferencia no carece, por supuesto, de cierta importancia histórica, la que para no desviarme de los objetivos trazados no abordaré en este trabajo.

De los cuatro evangelistas Marcos es el único que no aporta filiación. Juan, a su vez, deja de lado cualquiera filiación y comienza su Evangelio con esta frase:“En el principio fue la Palabra y la palabra estaba con Dios, y la palabra era Dios” (Juan.1). Vale la pena entonces detenernos algunos segundos en esa magistral formulación.
La palabra es el Logos griego, que no sólo es la palabra de la letra oral o escrita. También es el saber, el pensamiento, y no por último, la lógica.

El Logos de Juan no sólo precede a la Gnosis (el conocimiento) Además, la hace posible. El Logos es el Ser que está antes de cada ser pero que sólo puede ser conocido en su lógica por medio de la palabra: en ese “yo soy el que soy” pronunciado por Dios frente a Moisés. “Soy el que soy” es el ser que no tiene más límites que su propio ser, el principio y el final, lo que es, ha sido y siempre será. Frente a “ese ser que es”, María y José no son para Juan más que simples intermediarios quienes para la comprensión del Dios hecho hombre, que es Cristo, carecen de toda significación y sentido, hasta el punto que apenas los nombra. En fin, de acuerdo a Juan, Jesús no es hijo de María y José sino de Dios, pero no hijo en sentido biológico sino en su filiación, a saber, como el Dios mismo que desciende desde su absoluta y total ascendencia a mostrarnos “el camino, la verdad y la vida” (Juan 14:6)

4.
Después del profundo prólogo teológico de Juan, uno casi no se atreve a volver a las terrenales visiones de los sinópticos. Sin embargo, hay que hacerlo pues ellos –personas rudas, humildes, pobres- vieron a, y vivieron con, ese Jesús “existente y real” que no vio Juan; con ese “Hijo del Hombre” quien fue formado desde el vientre de la muy joven María y que como tal, nació, murió y, según los cuatro evangelistas, resucitó entre los muertos. Ese, “el que una vez nació” es, por supuesto, el que interesa al historiador Geza Vermes.

Siempre recurriendo a los testimonios de Mateo y Lucas (sus “testigos de cargo”) Vermes continúa descubriendo diversas discordancias entre los dos narradores. Entre ellas llama la atención las razones que llevaron a María y José a Belén.

Según Mateo, María y José llegaron a Belén escapando de las persecuciones de Herodes (Mt. 2:7-8) Según Lucas, en cambio, María y José, al igual que muchos galileos, llegaron a Belén escapando de un censo que había mandado a realizar el emperador César Augusto para que fueran inscritas todas las tierras habitadas (Lc. 2: 1-7). Del mismo modo, según Mateo, María, José y el niño emprendieron después el viaje desde Belén a Egipto huyendo de los esbirros de Herodes, enviados por el tirano a asesinar a todos los niños de la región (Mt. 2:13). Pero según Lucas, María, José y Jesús, regresaron a Nazaret.

La verdad es que tanto de uno como de otro relato hay sólo muy leves indicios, de modo que no podemos saber cuál es más verdadero, más aún si tenemos en cuenta que ambos no se excluyen totalmente, como supone Vermes. Aquello que sí quisiera destacar es que el imaginario cristiano, sin desechar el relato de Lucas, ha hecho suyo gran parte del relato de Mateo. Seguramente hay ciertas razones estéticas: el relato de Mateo acerca del niño visitado por tres magos de Oriente quienes siguen la luz de la estrella de Belén, no sólo es bellísimo; además, es dramático, es decir, es más digno de un “hijo de Dios” que el relato de Lucas en donde María y José aparecen como un matrimonio que huye para no pagar impuestos. Pero Vermes destaca otra razón, a saber, que el relato de Mateo es una recreación del mito mosaico.

Como ocurrió en el caso de Moisés, salvado de las aguas durante las matanzas a niños ordenadas por el faraón, Jesús escapó del holocausto a los niños ordenado por Herodes. Enseguida, si Moisés emprendió el éxodo con su pueblo desde Egipto, el Jesús de Mateo fue llevado por sus padres a Egipto. Eso significa: Jesús cierra el ciclo de Moisés dando origen, de acuerdo a la narrativa de Mateo, a un nuevo capítulo de la historia del pueblo judío. De tal manera Mateo deja el camino libre para que años después, Jesús, desde una montaña (¿nuevo Sinaí?) reivindique mediante el Sermón, a la ley mosaica, aunque acentuando el amor al prójimo por sobre el cumplimento formal de la ley escrita. De este modo, así como de acuerdo al Evangelio de Juan, Jesús es el “nuevo Adán”, de acuerdo al de Mateo, es “el nuevo Moisés”.

A los argumentos de Geza Vermes podrían agregarse otros. Entre ellos, que las imágenes del nacimiento que surgen del Evangelio de Mateo tienen un enorme poder simbólico del que carece el de Lucas. Si Freud hubiera analizado el nacimiento de Jesús según Mateo, se habría dado, sin duda, un gran festín.
 
Por de pronto, la estrella. Es evidente que se trata de la estrella de David, la “estrella de la redención”. Pero, además, es la estrella que brilla entre las tinieblas. Es entonces, también la luz (platónica) que vence a la oscuridad, mito helénico que ya había impregnado al judaísmo de los tiempos de Jesús. La estrella judía-griega brilla sobre Belén, sobre la cuna del niño judío, pero además guía, atrae y conduce a los representantes de otros pueblos, los “magos”. Es decir, a través del niño judío, el judaísmo abre sus puertas al mundo y es por eso que los “magos”, agradecidos, obsequian al niño y a sus padres con regalos: mirra, incienso, oro. Más aún, el niño ha nacido pese a las amenazas de muerte que vienen de la dictadura de Herodes. Eso significa que gracias al nacimiento de Jesús, la vida ha vencido a la muerte. El niño que nace es la esperanza de una vida que, al fin, terminará imponiéndose sobre la muerte.

Puede que el nacimiento según Lucas haya sido más fidedigno ¿quién sabe?  Lo único que sabemos es que “el pueblo cristiano” (como lo llama Benedicto XVl) que sumaba en sus comienzos a los judíos cristianos y a los “prosélitos” (casi todos griegos) hizo suya las escenas de Mateo, escenas que continuaron re-inventándose a través del mundo con árboles invernales, heréticos viejos pascueros, copos de algodón, serpentinas, papel de aluminio, luces digitales y otros paganos ornamentos, para celebrar, en el nacimiento de ese niño, la natalidad humana. La Navidad: la natividad: el día del nacimiento.

5.
He dejado para el final el tema de “la virginidad de la virgen” (redundancia intencional) no porque tenga un interés demasiado grande en la monótona polémica inter-cristiana librada en el pasado reciente, sino porque pienso que la simbología de la virginidad trasciende lejos las absurdas discusiones entre “biologistas” y “milagristas”.

Siguiendo por última vez a Geza Vermes, hay que señalar que de acuerdo al riguroso (a veces un tanto rígido) método historiográfico por él escogido, el tema de la concepción divina de Jesús distaba de ser un despropósito para los contemporáneos de María y José. En efecto, el Antiguo Testamento abunda en anuncios relativos a mujeres embarazadas sin mediación masculina. De las misma manera, otras fuente del cristianismo, la mitología griega, contiene innumerables episodios que narran deslices fálico-celestiales de dioses que descienden a satisfacer apetitos poco divinos con mujeres de esta tierra. De tal modo, tanto Mateo como Lucas escriben de acuerdo a la tradición establecida, y en estricta continuidad con su legado religioso pues, hay que decirlo, ni Mateo ni Lucas imaginaron que alguna vez sus relatos iban a formar parte de algún “nuevo testamento”. No fue, esa, en todo caso, la intención de Jesús.

Quizás hay que repetirlo hasta el cansancio: Jesús fue un judío ortodoxo que nació, vivió y murió siguiendo a su religión, la judía. La palabra de Cristo, además, fue -por lo menos hasta el siglo tercero D.C. – predicada al interior de las sinagogas. De tal modo, Mateo y Lucas escribieron en continuidad con las tradiciones religiosas –y literarias- del tiempo que vivieron, tradiciones judías y en menor medida, helénicas.

Volviendo al tema del nacimiento, vale la pena destacar otra diferencia importante entre Mateo y Lucas. En Mateo, el ángel Gabriel dio la noticia de la inmaculada concepción al atribulado José (Mt. 1: 18-23). En Lucas, en cambio, el ángel anunció directamente a María la buena nueva, dejando de lado a José (Lc. 1: 26-33). En Lucas, por lo tanto, la relación entre la divinidad y María fue directa, sin mediación patriarcal, como en Mateo. De acuerdo a Lucas, entonces, María es la interlocutora de Dios a través del ángel. La “mariología”, parte insustituible del cristianismo católico, encuentra así sus antecedentes remotos en el Evangelio según San Lucas.

Ahora bien ¿tiene alguna importancia teológica o histórica la virginidad de María? Desde el punto de vista teológico, no hay duda que la tiene, pues la descendencia divina de Jesús queda así materialmente asegurada, aunque siempre habrá teólogos que sostengan que no hay ninguna contradicción en el hecho de que Jesús sea Dios y su concepción sea humana. Desde el punto de vista historiográfico no tiene en cambio ninguna importancia, salvo aquella de dar cuenta de la discusión teológica como parte de la historia del cristianismo. Sin embargo, en este texto he sostenido que más allá de discusiones teológicas e historiográficas, hay una tarea que desde una perspectiva filosófica es imposible soslayar y esa no es otra que la de descifrar símbolos.

Quiero decir simplemente que más allá de la discusión inter-teológica acerca de María, es decir, no negando pero tampoco aceptando su virginidad, esa virginidad aparece en el espacio de las visiones colectivas como algo cuya representación simbólica es imposible negar. Eso significa que estando de acuerdo o en desacuerdo con la tesis de la virginidad, María nunca será “simplemente María” sino siempre, aún para muchos no cristianos, “la virgen”. Los pueblos, las oraciones, la liturgia, la música de Bach, el poderoso arte renacentista, incluso el moderno, la reconocen y la reconocerán siempre como “la virgen”. Ni la más acuciosa investigación histórica, ni el más agudo argumento teológico, ni la más racional de las argumentaciones, podrán quitarle ese rango que le otorgaron millones de habitantes de la tierra, sobre todo los más pobres y humildes: la madre virgen del niño Dios.

María es, ha llegado a ser, la representación universal de La Madre. Eso quiere: ella ha sido y es virgen no tanto por haber sido virgen sino por ser madre ¿Se entiende la idea? Ese es el sentido no biológico y no teológico de la virginidad de María: la representación del amor de madre. El amor de madre al recién nacido como fase superior del amor, amor que aún no siendo divino es el que más se acerca al amor divino. El amor de madre que no pide nada y está dispuesto a darlo todo, amor sin condiciones, amor que siempre perdona. Amor que se emancipó del amor como deseo, amor siempre dispuesto a la renuncia y al sacrificio. Amor que limpia y purifica, es decir, amor que convierte en virgen a cada madre.

Quiero así destacar: desde la visión de los pueblos no es la virginidad de María la que hace posible el nacimiento de Jesús sino al revés: el nacimiento de Jesús hizo de su madre una virgen. Y así como no hay amor más verdadero que el amor de María, que es el amor de todas las madres, no hay dolor más terrible en este mundo que el dolor de madre frente a su hijo muerto. Y quien no me crea, vea, mire La Pietá de Miguel Angel. Vea, mire, aunque sea una simple reproducción. En la María que sostiene el cuerpo inerte del hijo amado está el dolor de todas las madres del mundo. Ese dolor hizo y hace de ella “la virgen”. Nadie podrá quitarle ese título: es suyo; y para siempre.

María, como toda madre, es la mediación simbólica y real entre la vida y la muerte.
Cada  nacimiento, cada natividad es, en cierto modo, si no una resurrección, un re-nacimiento, uno desde la oscuridad hacia la luz, un triunfo de la vida frente a la muerte. Es, en fin, la vida que vuelve a la vida. O, para decirlo en clave reflexiva: a veces pienso que antes de cada nacimiento hay una muerte.
 
A veces pienso que aún nuestro calendario, el cristiano, no ha podido evitar esa “otra” relación temporal. Quizás no es casualidad que en ese mismo calendario la muerte de Jesús, incluyendo su resurrección, vale decir, la Semana Santa, se encuentre antes de la Navidad. Y entre la pasión de Jesús y su nacimiento hay un periodo de aproximadamente nueve meses: el periodo de la gestación. Puede ser entonces que aún sin saberlo, en cada Navidad no sólo celebramos un nacimiento. También celebramos un regreso. ¿Será así?

Referencias:
Antes, P. Jesus, eine Einführung, Panorama, Wiesbaden, sin fecha
Benedikt XVl. Jesus von Nazareth, Herder, Freiburg, Basel, Wien 2007
Bultmann, R. Jesus, UTB, Tübingen 1988
Frege. G. Über Sinn und Bedeutung, en Berners Chr. Sprachphilosophie, Friburg, Münich 1999
Mires, F. El pensamiento de Benedicto XVl, La Araucaria, Buenos Aires 2008
Rosenzweig, F. Der Stern der Erlösung, Suhrkamp, Frankfurt 1988
Vermes, G. Die Passion, Primus, Darmstadt, 2006
Vermes, G. The Nativity. History and Legend, Penguin Books, New York 2006
Wittgenstein, L. Philosophische Gramatik 4, Suhrkamp, Frankfurt 1988

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