lunes, 12 de diciembre de 2011

El olvidado siglo XX


Por Jan-Werner Mueller, 02/12/2011

Pasaron 20 años desde la disolución de la Unión Soviética, que para muchos historiadores marcó el verdadero fin del “siglo XX corto” -un siglo que comenzó en 1914 y estuvo caracterizado por conflictos ideológicos prolongados entre el comunismo, el fascismo y la democracia liberal, hasta que esta última pareció haber surgido plenamente victoriosa-. Pero algo extraño sucedió en el camino hacia el Fin de la Historia: parecemos desesperados por aprender del pasado reciente, pero no estamos en absoluto seguros sobre cuáles son las lecciones.

Claramente, toda la historia es historia contemporánea, y lo que los europeos, en particular, necesitan aprender hoy del siglo XX tiene que ver con el poder de los extremos ideológicos en tiempos oscuros -y la peculiar naturaleza de la democracia europea tal como se la construyó después de la Segunda Guerra Mundial.

En algunos sentidos, las grandes luchas ideológicas del siglo XX hoy parecen tan cercanas y relevantes como los debates escolásticos de la Edad Media -especialmente, pero no exclusivamente, para las generaciones más jóvenes-. ¿Quién entiende hoy remotamente -para no hablar del problema de intentar entender- los grandes dramas políticos de intelectuales como Arthur Koestler y Victor Serge, gente que arriesgó su vida por y luego contra el comunismo?

No obstante, mucho más de lo que la mayoría de nosotros se atrevería a admitir, seguimos enredados en los conceptos y categorías de las guerras ideológicas del siglo XX. Esto quedó en evidencia de una manera más obvia que nunca en las respuestas intelectuales al terror islamista: términos como “islamo-fascismo” o ” tercer totalitarismo” fueron acuñados no sólo para caracterizar a un nuevo enemigo de Occidente, sino también para evocar la experiencia de las luchas anti-totalitarias que precedieron y siguieron a la Segunda Guerra Mundial.

Esos términos buscan extraer legitimidad del pasado y explicar el presente -de un modo que los académicos más serios del Islam o el terrorismo nunca encontraron muy útil-. La intención de hacer analogías de este tipo parecía más bien reflejar un deseo de volver a librar las antiguas batallas que la intención de agudizar el criterio político sobre los acontecimientos contemporáneos.

¿Cómo deberíamos pensar entonces sobre el legado ideológico del siglo XX? Por un lado, necesitamos dejar de ver al siglo XX como un paréntesis histórico plagado de experimentos patológicos perpetrados por pensadores y políticos trastornados, como si la democracia liberal hubiese existido antes de esos experimentos y sólo era necesario revivirla después de que estos experimentos hubieran fracasado.

No es un pensamiento agradable -y tal vez hasta sea peligroso-, pero la realidad sigue siendo que mucha gente, no sólo ideólogos, depositó sus esperanzas en los experimentos autoritarios y totalitarios del siglo XX y vio a políticos como Mussolini e incluso Stalin como solucionadores de problemas, mientras que los demócratas liberales fueron descartados como fracasos desconcertantes.

Esto no es para brindar algún tipo de excusa -no es cierto que comprender es perdonar-. Por el contrario, toda comprensión apropiada de las ideologías debe tener en cuenta su poder para seducir y hasta convencer genuinamente a quienes poco les importa su atractivo emocional -ya sea para enorgullecerse o para odiar- pero piensan que, efectivamente, ofrece soluciones políticas racionales. Cabe recordar que Mussolini y Hitler, en última instancia, llegaron al poder de la mano de un rey y un general retirado, respectivamente -en otras palabras, élites tradicionales, no fanáticos que se involucran en luchas callejeras.

En segundo lugar, tenemos que apreciar la naturaleza especial e innovadora de la democracia creada por las élites europeas occidentales después de 1945. A la luz de la experiencia totalitaria, dejaron de identificar a la democracia con la soberanía parlamentaria -la interpretación clásica de una democracia representativa moderna en todas partes excepto en Estados Unidos-. Nunca más una asamblea parlamentaria debería ceder poder a un Hitler o a un Pétain. Los arquitectos de la democracia europea de posguerra, en cambio, optaron por cuantos pesos y contrapesos fueran posibles -y, paradójicamente, por conferirle poder a instituciones no electas a fin de fortalecer la democracia liberal en su totalidad.

El ejemplo más importante son las cortes constitucionales -un animal diferente de la Corte Suprema de Estados Unidos, dedicado específicamente a asegurar el respeto por los derechos individuales-. Llegado el caso, hasta los países tradicionalmente sospechosos de un “gobierno en manos de jueces” -Francia es el ejemplo clásico- aceptaron este modelo de democracia restringida. Y prácticamente todos los países de Europa central y del este lo adoptaron después de 1989. Es importante destacar que las instituciones europeas -especialmente la Corte Europea de Justicia y la Corte Europea de Derechos Humanos- también concuerdan con este entendimiento de la democracia a través de mecanismos prima facie antidemocráticos.

Hoy, muchos europeos están claramente insatisfechos con esta concepción de democracia. Muchos tienen la impresión de que el continente está entrando en lo que el politólogo Colin Crouch ha dado en llamar una era “posdemocrática”. Los ciudadanos cada vez más sostienen que las élites políticas no los representan como corresponde, y que las instituciones elegidas de forma directa -en particular, los parlamentos nacionales- se ven obligadas a ceder ante organismos no electos como los bancos centrales. Las masas apasionadas protestan y el resultado es el surgimiento de partidos populistas en todo el continente.

No servirá de nada simplemente reafirmar el modelo europeo de democracia de posguerra, como si la única alternativa fuera el totalitarismo de algún tipo. Pero deberíamos ser claros respecto de dónde venimos y por qué -y sobre que no existió ninguna era dorada de democracia liberal europea ya sea antes de la Segunda Guerra Mundial, en los años 1950 o en algún otro momento mítico.

Los europeos corrientes durante mucho tiempo delegaron el ejercicio de la democracia en manos de las élites -y muchas veces hasta parecieron preferir las élites no elegidas-. Si ahora quieren modificar el contrato social (y asumir que la democracia directa sigue siendo imposible), el cambio debería estar basado en un criterio claro e históricamente fundamentado sobre cuáles son las innovaciones que la democracia europea realmente podría necesitar -y en quién confían verdaderamente los europeos para ejercer el poder-. Esa discusión recién acaba de comenzar.

Publicado por:
http://prodavinci.com/2011/12/02/actualidad/el-olvidado-siglo-xx-por-jan-werner-mueller/

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