María Denisse Fanianos de Capriles
@VzlaEntrelineas
A mí nunca se me va a olvidar una
historia que leí de la Guerra Civil Española donde un republicano estaba
muriéndose y le pidió a dos soldados nacionalistas que pasaban por ahí: -¡Un
sacerdote, por favor! ¡Un sacerdote! Uno de los soldados le gritó: -¡Púdrete en
el infierno! Pero el otro soldado, compadecido, buscó un sacerdote y se lo
llevó.
Cuando el moribundo vio al cura le
preguntó con mucha ansiedad: -¿Usted es el párroco de este pueblo? Y el
sacerdote le contestó que sí. Total que el hombre se confesó, recibió los
santos óleos y el sacerdote le pidió a los soldados que lo llevaran a un sitio
techado para que no muriera en la calle.
En el trayecto el hombre decía: -¡Me ha
perdonado, me ha perdonado! Y uno de los soldados le dijo: -¡Claro que te ha
perdonado, ese es su trabajo! Pero el hombre señaló: -Es que yo no solamente
maté 16 sacerdotes sino que cuando llegué a este pueblo para matar al cura me
encontré con su padre y su hermano y como no me dijeron dónde estaba, los maté
a ellos. Y este hombre, a quien he matado a su padre y a su hermano, me ha dado
la absolución ¡Me ha perdonado!
Bueno, así es Dios. Dios perdona todo.
Absolutamente todo si estamos verdaderamente arrepentidos. Y eso es algo que a
veces quienes guardan rencor por algo grave que le ha pasado a ellos, a sus
familiares, etc., no pueden comprender fácilmente.
Pero es que las cosas de Dios
definitivamente no son fáciles de entender. Justo ahora que estamos comenzando
el tiempo de adviento es un momento propicio para reflexionar sobre algunas
cosas que no son fáciles de entender.
¿Cómo explicarnos por ejemplo que Dios
se encarnó en una Virgen para venir como un bebé pobre y desvalido a esta
tierra, para salvarnos de nuestros pecados? ¿Cómo entender que Dios haya
mandado a Su propio Hijo para que muriera en una cruz vejado, ultrajado y
despreciado por muchos? ¿Acaso no era más fácil que viniera Todopoderoso, con
rayos y centellas desde lo Alto, para gritarnos que nos arrepintiéramos y que
nos portáramos bien?
Pues no fue así porque Dios nos hizo
libres. Libres para que lo sigamos y lo amemos solo si nos da la gana. Él nos
dejó el camino para seguirlo, y nos lo recordó muchas veces a través de Su Hijo
en muchas parábolas, para que aprendiéramos lo que es el mal y lo que es el
bien.
Jesucristo, quien es infinitamente
misericordioso, vino a esta tierra a reformar el “ojo por ojo y diente por
diente” del Antiguo Testamento pero también vino a decirnos que los
Mandamientos para todos los hombres son los mismos 10 que su padre Dios le
entregó a Moisés.
Y por si fuera poco dejó el sacramento
de la confesión en su Iglesia cuando le dijo a los apóstoles: “Recibid el
Espíritu Santo, a quienes le perdonéis los pecados, les son perdonados; a
quienes se los retengáis, les son retenidos” (Jn 20, 22-23).
Ese sacramento que nos muestra la
infinita misericordia de Dios, que perdona lo que sea a quien se muestre
verdaderamente arrepentido y con disposición a no volver a pecar. ¿Cuántas
veces uno no ha leído ese maravilloso pasaje del Evangelio donde Cristo le dice
a la Magdalena: “Tus pecados te son perdonados; vete y ¡no peques más!?” (Jn
8,11).
¿Cuántos hombres que eran grandes
pecadores, terminaron siendo santos de altar? San Agustín cada vez que pensaba
convertirse le decía a Dios: “Todavía no, Jesús, que a mi me cuesta mucho vivir
la castidad”.
Y así como San Agustín somos muchos
quienes nos hemos dado trancazos en la vida por dejar al Niño Jesús
esperándonos en un rincón. Y no entendemos que Él está ahí en su cunita, con
los brazos abiertos, ansioso para que nos decidamos rápidamente a empezar una
Vida Nueva, una vida que meta a Cristo en nuestros planes.
Esta época de adviento, que la Iglesia
nos regala para que nos preparemos internamente para recibir al niño Jesús, es
un tiempo maravilloso para convertirnos, para convertirnos de corazón. Es un
tiempo maravilloso para acudir al sacramento de la confesión.
No dejemos ese encuentro con Cristo para
la última hora, como lo hizo el republicano o el buen ladrón, porque no sabemos
cuándo Dios nos va a llamar a su presencia.
¡Ojalá aprovechemos mucho este tiempo de
Adviento para prepararnos de la mejor manera y poder recibir a Cristo en
nuestro corazón! ¡Aprovechemos este maravilloso tiempo para centrarnos en lo
importante: Cristo y la salvación; y para no dispersarnos en cosas que nunca
podrán darnos la Paz que sólo Jesucristo nos puede dar!
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