THOMAS PIKETTY 5 DIC 2014
La voluntad política puede
ganar la partida al peso de la maldición histórica
En 1865, Karl Marx afirmó que fue
leyendo a Balzac como más aprendió sobre el capitalismo y el poder del dinero.
En 2014 uno tendería a decir lo mismo: basta con actualizar los autores y los
países. En La voluntad y la fortuna, un magnífico lienzo publicado en 2008,
pocos años antes de su muerte, Carlos Fuentes hace un retrato edificante del
capitalismo mexicano y de las violencias sociales y económicas por las que
atraviesa su país, a punto de convertirse en la narconaciónque hoy cubre las
primeras planas de los periódicos.
También nos cruzamos con personajes
pintorescos, con un presidente que se comunica al estilo Coca-Cola y que en
último término no es más que un patético arrendatario del poder frente a aquel,
eterno, del capital, representado por un multimillonario todopoderoso que se
parece mucho al magnate de las telecomunicaciones Carlos Slim, poseedor de la
mayor fortuna del mundo. Unos cuantos jóvenes vacilan entre la resignación, el
sexo y la revolución. Terminarán siendo asesinados por una mujer bella y
ambiciosa que quiere su herencia y no necesita la ayuda de un Vautrin para
cometer su crimen, prueba clara de que el nivel de violencia ha subido desde
1820. La transmisión patrimonial —objeto de deseo para todos los que están al
margen del círculo familiar privilegiado, y a la vez una fuerza destructora de
la personalidad individual para todos los que pertenecen a él— se encuentra en
el corazón de la meditación del novelista.
Vemos también la influencia nefasta de
los gringos, esos estadounidenses que poseen “el 30% del territorio mexicano” y
de su capital, y hacen que la desigualdad sea incluso un poco más insoportable.
Las relaciones de propiedad son siempre relaciones complejas, difíciles de
organizar de manera pacífica en el marco de una misma comunidad política: nunca
es sencillo pagarle la renta a un propietario ni ponerse de acuerdo
tranquilamente sobre las modalidades institucionales que rodean esa relación y
sobre la continuidad de la situación misma. Pero cuando es un país entero el
que le paga rentas y dividendos a otro, aquello se vuelve francamente
complicado. A menudo siguen ciclos políticos interminables que alternan fases
de ultraliberalismo triunfante, autoritarismo y breves periodos de expropiación
caótica, que desde siempre han minado el desarrollo de América Latina.
Y sin embargo el progreso social y
democrático sigue siendo posible en el continente. Más al sur, en Brasil, Dilma
Roussef acaba de ser reelecta por poco gracias al voto de las regiones pobres y
de los sectores sociales más necesitados, que, a pesar de las decepciones y de
los rechazos que sufrieron por parte del Partido de los Trabajadores (en el
poder desde la elección de Lula en 2002), siguen apegados a los avances
sociales de los cuales se han beneficiado y que temían ver suprimidos por el
regreso de la “derecha” (en realidad, el partido socialdemócrata, porque en
América Latina casi todo el mundo dice ser de izquierda, a condición, al menos,
de que no le cueste demasiado caro a las élites).
De hecho, la estrategia de inversión
social adoptada por Lula y Roussef, con la creación de la “bolsa familia” (una
suerte de ayuda familiar reservada a los más pobres), y sobre todo el
incremento del salario mínimo, permitieron una reducción notable de la pobreza
en el transcurso de los últimos 15 años. Estos frágiles logros sociales ahora
están amenazados por factores internacionales que afectan gravemente a la
economía brasileña y la empujan a la recesión (la caída de los precios de las
materias primas, particularmente del petróleo; los avatares de la política
monetaria estadounidense; la austeridad europea), y sobre todo por las enormes
desigualdades que aún lastran al país.
Volvemos a encontrar el peso de la
maldición de la historia de la que nos habla Carlos Fuentes. Brasil fue el
último país en abolir la esclavitud, en 1888, en un momento en que los esclavos
todavía representaban cerca de un tercio de la población, y las clases
poseedoras no han hecho nada para revertir esa desigualdad heredada.
La calidad de los servicios públicos y
de las escuelas primarias y secundarias abiertas a todos sigue siendo baja. El
sistema fiscal brasileño es terriblemente regresivo y a menudo financia gastos
públicos que también lo son. Las clases populares pagan impuestos indirectos
muy elevados, con tasas que llegan hasta el 30% en el caso de la electricidad,
mientras que las grandes herencias pagan un impuesto irrisorio del 4%. Las
universidades públicas son gratuitas, pero no benefician más que a una pequeña
minoría privilegiada. Con Lula se instauraron tímidos mecanismos de acceso
preferencial a las universidades para las clases populares y las poblaciones
negra y mestiza (lo cual causó debates interminables sobre los problemas
acarreados por la autodeclaración racial en los censos y en los documentos
administrativos), pero su presencia en las aulas sigue siendo irrisoria.
Se necesitarán muchos combates más para
romper la maldición de la historia y mostrar que la voluntad política puede
ganarle a la buena y mala fortuna.
Thomas
Piketty, autor de El capital en el siglo XXI (FCE, 2014, presentado ayer en la
FIL de Guadalajara, México), es director de estudios en la École de Hautes
Études en Sciences Sociales y profesor en la École d'Economie de Paris
(piketty.pse.ens.fr).
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