IBSEN MARTÍNEZ 9 DIC 2014
Venezuela era un país
pacífico, democrático, plural, laico y solidario donde el petróleo obraba como
gran amortiguador de las inequidades. Nadie intuyó que Hugo Chávez lo
convertiría en una distopía militarizada
Qué hay, verdaderamente, de Hugo Chávez
en Podemos? ¿Es posible concebir a Pablo Iglesias como un “topo” a sueldo, regido desde
ultratumba por Hugo Chávez a través de Nicolás Maduro, su cada día más patético e impecune vicario
en la tierra? De ese amasijo doctrinal hecho de teología bolivariana, máximas
redistributivas, de un marxismo que Eric Hobsbawm despacharía como “vulgar”, desoeces fulminaciones contra sus adversarios, de ditirambos
a Fidel Castro y exhortaciones a la unidad latinoamericana que Chávez predicódurante más de
tres lustros mientras deliberadamente llevaba a la ruina a un país petrolero y conculcaba todas sus libertades, ¿qué reclama Podemos como
préstamo — o legado— que resulte viable en la España de hoy?
No puedo saberlo. Por eso este artículo
discurrirá solo sobre parte del pasado que Podemos invoca como inspiración: el
pasado reciente de Venezuela. Y esto con la relativa autoridad que me otorga
ser venezolano, uno más de los millones que padecen una cruenta y tiránica
disfuncionalidad llamada socialismo del siglo XXI. Inquieto, también, por
la certidumbre con que en España escucho decir muy seguido: “Esto es Europa,
capullo; no somos Costaguana”, “tenemos instituciones”, “existe Bruselas”,
etcétera; todo ofrecido, por cierto, con una europea condescendencia hacia nuestras
violentas excentricidades latinoamericanas.
Hace casi 20 años, imaginar una
Venezuela sin el bipartidismo inaugurado por Acción Democrática (AD, socialdemócrata) y COPEI
(democracia cristiana), que se había alternado en el poder durante cuatro
décadas a raíz de la caída del dictador Marcos Pérez Jiménezen 1958, resultaba para la mayoría de
los venezolanos sencillamente imposible. A principios de 1998, apenas comenzaba
la carrera hacia las elecciones de diciembre de aquel año, en las que Hugo
Chávez sacaba ya muchos cuerpos de distancia a los partidos de la castacriolla,
publiqué en El Universal de Caracas un artículo titulado ¿Por
qué no me asusta Chávez?, menos por mortificar las alarmas y
aprensiones de los lectores más conservadores de ese matutino que por encarecer
la candorosa idea que por entonces me hacía yo de la inmutabilidad del sistema
político venezolano que nos había regido durante 40 años.
Hallaba esa idea, en verdad, muy
tranquilizadora, y por eso la saqué a dar una vuelta para sosegar a las buenas
personas que consideraban abismalmente aterradora la sola perspectiva de una
Venezuela donde no gobernasen ni AD ni COPEI. Mi idea se formulaba, en
espíritu, así:
“Tranquilícense. No importa cuán
extemporáneas y retrógradas luzcan ahora las posturas de Chávez, ni cuán
fundadas sus críticas al sistema político ni cuán radicales sus consignas en
materia social, ni mucho menos cuán arrolladora fuese la simpatía del
comandante que reflejan los sondeos. Tengan en cuenta que la lidia con las
masivas e imponentes realidades de un país tan complejo como el nuestro, pero,
al cabo, un país hecho a los usos democráticos y, todo hay que decirlo, hecho
también a las artimañas moderadoras del munificente petroestado, habrá de
apaciguar al exgolpista trocado en gobernante.
¿No hay en esto mismo, en el solo hecho
de que, derrotado Chávez en toda la línea como conspirador jefe de una logia
militar golpista, no haya tenido más remedio que entrar por el aro del juego
democrático, al grado de lanzarse como candidato a la presidencia, una
demostración de la salud y la supremacía moral de nuestra democracia? Créanme:
Chávez no pasará de ser el pintoresco y dicaz mandatario de un populista,
clientelar y corrupto país caribeño. Chávez ganará las elecciones, quién lo
duda, y el chavismo, sea lo que fuere, habrá llegado para quedarse y muy
posiblemente mutará en endemia, como el peronismo. Será algo traumático y quizá
bochornoso de ver, pero nunca tan catastrófico como se piensa. Fracasará,
amigos; por descontado habrá de fracasar. Entonces volverá el desencanto cual
torna la cigüeña al campanario: en un par de quinquenios el electorado dará una
segunda oportunidad a los partidos de antaño que, con seguridad, habrán
aprendido la lección.
Dejen la alharaca, señores, y sírvanse
otro whisky. Alternancia es el nombre del juego. Todavía tenemos petróleo en el
subsuelo. Volverán lluvias suaves. ¡Compórtense! Esto no es ninguna tragedia”.
Me apresuro a decir que no era yo el
único en pensar que, de llegar Chávez a la presidencia, la agreste realidad
completaría la educación requerida por un inquieto oficial de paracaidistas,
pobre, provinciano, ignorantón, bienintencionado pero de mostrenca formación
política, para convertir al epígono venezolano de Fidel Castro en un
insuficiente mandatario en guayabera. Poca gente tal vez, pero la suficiente,
pensaba igual que yo.
Los ricos de Caracas también pensaban
así. Los barones de la prensa y el arrogante mundo de los altos ejecutivos de
la petrolera estatal, convencidos estos últimos de su imprescindibilidad, solo
veían en Chávez un accidente de fin de siglo, un poquitín retrógrado, pero
acccidente al fin.
Solo algunos de los proverbiales poderes
fácticos gesticulaban alarmados, pero, llegado el momento, ninguna de las
Venezuelas sauditas dejaría de ofrecer desayunos en la sala de redacción, ni de
costear viajes, de allegar compañía femenina y oportunidades para buenos
negocios, tratando de despertar a Chávez de su extático sueño de torcer el
rumbo de la historia planetaria desde un pequeño país sudamericano y apaciguar,
así, su fogosidad antisistema.
La pachorra con que el paquidérmico
funcionariado de uno de los petroestados más antiguos y burocráticos del
planeta cumpliría sus órdenes, asintiendo con una risita, arrastrando los pies
y acatando sin obedecer, acabaría por amansar los arrestos revolucionarios de
Hugo Chávez. Nada costaba ser ecuánimes: el bipartidismo corrupto y cleptómano
se había ganado a pulso la anunciada derrota electoral con su indignante
descaro y su criminal insolidaridad hacia los pobres. Se merecía una
tonificante derrota electoral que habría de concretarse cuando el 56% del
universo votante posible votó por Chávez en 1998.
En cuanto a lo que vendría luego, mi
artículo declaraba fe en una opiácea superchería que he vuelto a escuchar en
Madrid por estos días. Enérgicamente difundida por politólogos e historiadores
de mucho predicamento en Venezuela, la superstición intelectual de que hablo
rendía culto a una presunta singularidad venezolana.
“Somos únicos —rezaba la versión más
legible—; no somos violentos como los colombianos ni adoradores perpetuos de
Eva Perón; nuestro apenas imperfecto bipartidismo es, sin duda, alternativo y
no se parece en nada a la dictadura perfecta del PRI; somos la democracia más
antigua y sólida de la región”. La última batalla de nuestras guerras civiles
se había librado en 1903; el país era pacífico, democrático, antimilitarista,
plural y solidario. Laico hasta lo profano, mamador de gallo, aficionado al
béisbol y a los concursos de belleza. ¡Ah!, y el petróleo, ¡cómo olvidarlo!,
obraba como gran amortiguador de las inequidades.
El corolario de aquella tranquilizadora
martingala sobre la singularidad venezolana era este: lo que se nos venía
encima no era más que un cambio de elenco —así lo llamábamos—, ruidoso, cierto;
zafio y cuartelario, cómo negarlo. Pero fatalmente destinado a fundirse con la
élite social hasta entonces dominante. Nadie pudo ni quiso siquiera contemplar
la posibilidad de dejar de ser un petroestado insolidario —polvo de estos
lodos— y convertirnos en la anómica y sangrienta distopía militarizada, para
colmo satélite de Cuba, que hoy es Venezuela.
Tranquilizaba pensar que, de tiempo en
tiempo, solían venir estos radicales relevos, cabalísticamente en años
terminados en ocho: la guerra federal en 1858, el fin del llamado liberalismo
amarillo en 1898, la irrupción de la generación del 28, el derrocamiento de
Rómulo Gallegos en 1948, la caída del dictador Pérez Jiménez en 1958. Otro
elenco, el de Chávez, estaba llamado a hacerse presente en 1998, pero la sangre
no llegaría al río porque éramos, como llevo dicho, democráticos, pacíficos,
antimilitaristas, igualitarios viajeros frecuentes a Miami.
Nuestra religión laica era el populismo
redistributivo y la democracia representativa; nuestro santo y seña: la
movilidad social que deparaba el petróleo. ¿Otro cambio de elenco? ¡Bienvenido!
Las élites se encargarían de cooptarlo. ¿Una dictadura narcomilitar de extrema
izquierda? Difícil de creer. A la Venezuela de hace 15 años le venía como un
guante el título de una novela de Sinclair Lewis: Eso no puede pasar aquí.
? ok
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