Carlos Raúl Hernández 01
de febrero de 2016
Y
quién encabeza el golpe?”-, pregunté al general Ítalo Alliegro, sentado con
otro oficial en las butacas aledañas a la entrada principal del Senado. – “Un
paisano tuyo, un teniente coronel Chávez Frías… ¿lo conoces?”, -me respondió.
Era el 4-F de 1992, día que cambió la historia y había sesión urgente de las
cámaras legislativas. Desde meses atrás todo el mundo esperaba el golpe entre
paellas y tintos devorados para intercambiar información: nadie debía temer.
Era sólo contra Carlos Andrés Pérez y sus ministros. Los juramentados se
reunieron con políticos “honestos” y “antineoliberales” de diversos partidos
-arcadas nuestras por cada una de esas dos palabras- que junto con los
golpistas, serían funcionarios del gobierno de Rafael Caldera dos años después.
Era para tranquilizarlos y pedirles neutralidad. Pérez intentaba una reforma que
venía con éxito desde Den hasta Cardoso, pasando por Felipe en España.
Pero
se necesitaba una élite político-cultural-económica no tan limitada para
entender y apoyar semejante cambio. Los plumíferos no pasaban de hacer chistes
fáciles sobre el ministro Rodríguez, el “neoliberalismo” y los “tecnócratas sin
corazón”. Esa mañana en el Congreso las fracciones rechazaron el golpe. El MAS
presentó una decente posición, que produjo la ira de J. I. Cabrujas, ocurrente
costumbrista convertido en conciencia filosófica de las élites, una especie de
Savater autodidacta, que nos dejó un artículo memorable sobre “ese hombrón”,
Chávez (EDC: 6/2/92). Esa mañana llegaban noticias frescas sobre la lealtad de
las FFAA, el coraje de Carratú y el de Pérez al salir estilo Bond en medio de
una lluvia de plomo en La Casona, donde quedaba al frente doña Blanca. Habían
quebrado el intento.
Triunfo
político, derrota militar
Morales
Bello lanzó su apasionado grito que acto seguido los sicarios culturales
satirizaron. Pese a la valiente actitud de Eduardo Fernández en TV esa
madrugada, sobre líderes parlamentarios de Copei pesará la grave
responsabilidad de haber convertido al Congreso en un infierno de
seudodenuncias y desestabilización. Pérez derrota la logia que quería fusilarlo
junto con los ministros, imponer un régimen revolucionario con los “decretos”,
disolver las instituciones representativas, las organizaciones civiles y
establecer justicia sumaria. Pero en pleno descalabro militar, el conato
obtiene dos inesperados triunfos políticos: la entrevista en directo del “por
ahora”. Y que en el crispado ambiente parlamentario, Caldera, uno de los
fundadores del orden, justificó las razones de un golpe de Estado que dejó su
roja estela en las calles.
Lo
hizo a nombre de la pobreza, incompetencia, corrupción del gobierno, que el
suyo posterior llevó al paroxismo, igual que el siguiente. Churchill le dijo a
Attle que “nada tan peligroso como un político con buenas intenciones”.
Incierto que Caldera se hubiera encumbrado en las encuestas gracias “al
discurso”. Ya estaba ahí gracias a la incapacidad de los otros precandidatos
para hacer sinapsis frente al programa de reformas económicas. Y
autodenominados partidos y grupos de cambio, extrañamente apoyaron a un
octogenario que añoraba volver al pasado ante tres candidatos menores de
cincuenta años. En los albores del Pacto de Punto Fijo, Copei abrazó al
gobierno de Betancourt (59-64) para enfrentar la insurrección e impulsar
reformas económicas, y salvó “el experimento democrático”. Esta segunda vez se
lanza a la desestabilización en vez de sostener la democracia y las reformas,
que hubieran llevado el país al desarrollo.
Dos
conspiraciones se unen
AD
estaba atolondrada. Sus principales dirigentes, para la fecha han dado más de
cien declaraciones contra Pérez y luego realizan la insólita ordalía de
entregar la cabeza del Presidente -y con ella al sistema- sólo para cebar la
fiera. El 4F se alimentó de dos conspiraciones paralelas que confluyen en una
célebre reunión en casa de Arturo Uslar. La sempiterna y aburrida de las
izquierdas, en este caso la institucional y la revolucionaria. Y la de la
derecha tecnocrática siempre enemiga de los partidos políticos. Gerentes,
figuras de medios, empresarios, políticos aficionados, estaban convencidos de
que al liquidar los partidos saldría su loto, que naturalmente no salió. Los
cegaba la frustración (y la sandez) de eternos precandidatos presidenciales de
pantalones cortos, niños eternos como Kirsten Dunst en Entrevista con el
Vampiro.
Los
notables, capitostes culturales envenenados, cebaron el tigre. Todo se derrumbó
y las aguas se tragaron las ambiciones de los “relevos” destinados a heredar el
sistema. Una telenovela calumniaba en tiempo real a los dirigentes, igual que
titulares falsos de primera plana (“miles de millones gasta el Congreso en
llamadas calientes”). Hoy los responsables vagan a tientas con las manos
extendidas, luego de haber arruinado su poder, status y hasta sus propias
vidas. Recuerdan el lamento de los condenados en el Réquiem de Wolfgang
Amadeus, Confutatis maledictis: Venimos rechazados, malditos, condenados a las
crueles lenguas de fuego. Tengo el corazón hecho cenizas. Humildemente te
suplico, llámame, sálvame de este final. También el latín traducido al barinés
ayudaría a comprenderlos: cachicamo trabaja para lapa (“dasypur sabanícola
trabaja para agouti paca”)
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