Mijaíl Alexandrovich Bakunin y Karl Marx. |
PEDRO CAMPOS 31 de enero de 2016
El
gran error de la izquierda en el siglo XX y en lo que va del XXI ha sido
confundir estatalismo con socialismo, con la idea que sería el Estado el
encargado de desarrollar la nueva sociedad libre y democrática.
Su
origen puede estar en la discusión entre Marx y Bakunin durante la Primera
Internacional. En términos generales, Marx consideraba que el Estado se
extinguiría en el socialismo y Bakunin abogaba por su disolución inmediata.
Primó la corriente marxista y los anarquistas quedaron en minoría.
Tras
la muerte de Marx, corrientes de izquierda, como la socialdemocracia o el
comunismo, terminaron resaltando la importancia del control del Estado: para
los primeros como Estado de bienestar y para los segundos como dictadura del
proletariado.
La
esencia marxista del socialismo, el cambio en la base económica y en las
relaciones de producción que caracterizarían al socialismo y liberarían a los
seres humanos de todas sus ataduras, pasó a un segundo plano. Lenin llegó a
decir que no era marxista quien no reconociera la dictadura del proletariado,
mientras que la socialdemocracia consideraba que la contradicción entre el
capital y el trabajo las resolvería el Estado de bienestar, compartido entre la
burguesía y el proletariado.
Tanto
la corriente socialdemócrata como la comunista-estatalista se desviaron del
objetivo final del socialismo: la abolición del trabajo asalariado, la
liberación del trabajo de sus ataduras al capital y el desarrollo de una nueva
sociedad sustentada en un nuevo modo de producción distinto y superior al
asalariado: el de los trabajadores libres, asociados o privados, de tipo
autogestionario.
Para
socialdemócratas y comunistas, el Estado, de ser un medio pasó a ser un fin en sí
mismo. La historia demostró una vez más que los fines son genéricamente iguales
a los medios, y que cuando un método, un medio, se impone llega a determinar
sobre los fines.
Mientras
más democracia, menos Estado. Son dos conceptos inversamente proporcionales. Y
tanto socialdemócratas como comunistas se casaron con un Estado fuerte. Los
socialdemócratas al menos apostaron por la democracia, pero los comunistas lo
hicieron por la "dictadura" dizque del proletariado.
Para
los comunistas, la clase obrera -una clase subordinada al capital- sería la
encargada de la liberación social, de alcanzar la libertad y la democracia
plenas, la desenajenación de la sociedad. Error: la clase obrera no porta
nuevas relaciones de producción. Solo cuando los obreros rompen sus ataduras
con el capital, participan de la propiedad y las ganancias y crean sus propias
empresas cooperativas, autogestionarias, se convierten en revolucionarios.
Por
tanto ni el Estado ni el trabajo asalariado podrían ser abolidos por decreto,
sino producto de un periodo relativamente prolongado de empoderamiento popular
en el cual los trabajadores libres, particulares o asociados, crearían sus
propias empresas, manejadas democráticamente en forma autogestionaria o
cooperativa hasta que las mismas predominaran en la economía y llevaran la
democratización de la sociedad de sus formas representativas a las más
directas.
Pero
el fortalecimiento y la llegada al poder de las corrientes socialdemócratas y
comunistas en el siglo XX terminaron por hacer creer a casi toda la izquierda
internacional que el socialismo se alcanzaría controlando el Estado y
construyendo la nueva sociedad desde arriba. Grave error que ha traído nefastas
consecuencias y atraso en vez de avances del socialismo.
El
resultado más inmediato fue la estructuración de enormes aparatos burocráticos
por los gobiernos populistas controlados por ambas tendencias, que mantuvieron
la explotación asalariada y se dedicaron a hacer la "justicia social"
sobre la base de una "mejor distribución de la renta nacional".
Olvidando ambos que el socialismo no está en las relaciones de distribución
sino en las de producción.
Los
estatalistas de todas las tendencias, quizás sin saberlo, han trabajado para
fortalecer el capitalismo, unos "resolviendo en el Estado" las
contradicciones entre patrones y asalariados y otros desarrollando el Estado
monopolista capitalista que al fracasar ha servido para que la gente sienta más
rechazo por el "socialismo".
Fueron
los estatalistas del siglo XX las versiones modernas de Robin Hood: quitar a
los más ricos para dar a los más pobres, desde el poder, alcanzado
democráticamente o por la fuerza, pero igualmente equivocados.
Por
esa gran confusión sobre el papel del Estado y a la subestimación de las relaciones
de producción, surgieron gobiernos de "izquierda" que mantuvieron la
explotación asalariada en defensa de la cual reprimieron y establecieron
dictaduras como las de Stalin y sus posteriores seguidores de igual signo, más
o menos represivos como el cubano o el del mismo Chávez en Venezuela. Todos
igualmente fracasados.
Hoy,
en el seno de las izquierdas, especialmente en Cuba y Venezuela, ante el
fracaso de las variantes estatales de socialismo que se han intentado, los
socialistas democráticos hablamos del socialismo como de un proceso de
democratización de la política y socialización de la economía, desde abajo, y
reconocemos el desastre ocasionado por ambos gobiernos.
Los
socialistas democráticos no tememos al liberalismo clásico. Es más compartimos
ideas sobre la libertad individual, la libertad de mercado y la democracia,
solo que deseamos que esos principios no se restrinjan bajo ninguna
circunstancia, no sirvan para tratar de ocultar las nuevas formas de esclavitud
del trabajo, permitan el libre desarrollo de las formas autogestionarias de
producción, sean asociativas o particulares y se extiendan para favorecer la
plena liberación del ser humano de todos las ataduras económicas, políticas,
sociales, regionales, raciales, religiosas, sexuales, etarias y de todo tipo,
generadas por las sociedades divididas en clases.
Ojala
que lo que ha ocurrido en Cuba y Venezuela sirva a la izquierda internacional
para acabar de sacudirse del estatalismo y del espíritu de Robin Hood y
entender que el papel principal de los socialistas no es la toma del poder para
hacer el socialismo desde arriba, desde el Estado, sino luchar por crear las
condiciones económicas y políticas para el amplio desarrollo de las nuevas
relaciones de producción socialistas de tipo autogestionarias, asociadas o privadas
y su nueva clase revolucionaria de los emprendedores que rompen con el trabajo
asalariado.
Por
eso deben ponerse en primer plano la lucha por la plena democratización de la
sociedad y el desarrollo de nuevas formas democráticas que empoderen a los de
abajo, como la democracia participativa con sus presupuestos locales, los
referendos y la plena libertad de elección y voto para elegir a los
representantes públicos a todos los niveles. Y, segundo, la lucha por las
libertades económicas que posibiliten el pleno desarrollo de todas las formas
de producción, especialmente las formas de trabajo libre de explotación y de
vínculos de subordinación al capital privado o estatal.
Con
esos objetivos debemos ser capaces de forjar alianzas políticas con otras fuerzas
democráticas, a menor o mayor plazo, que nos permitan ir avanzando, sin
comprometer nuestras metas socialistas finales.
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