Nelly Arenas 18 de febrero de 2016
No
todo liderazgo carismático es necesariamente populista, pero los liderazgos
populistas son casi siempre carismáticos. Por su forma de apelar al pueblo,
prometiendo la salvación, el populismo requiere de una jefatura extraordinaria
capaz de encarnar esa promesa. Aunque la relación entre populismo y carisma no
ha sido trabajada suficientemente, por lo general las aproximaciones al
populismo incorporan el carisma como característica regular. Esa asociación
entre ambos fenómenos se entiende mejor cuando constatamos que, para el
populismo, el orden político no es asumido como producto de un vínculo
racional-legal, sino como derivado de un «orden revelado», según ha puesto de
manifiesto Loris Zanatta, quien ha intentado establecer la conexión entre el
populismo y el ethos religioso1. El carisma, esa cualidad extraterrenal que,
según Max Weber, permite al líder que lo posea ser percibido como enviado de
Dios, viabiliza la ruptura populista. En el caso venezolano, el liderazgo de
Hugo Chávez, provisto de un extraordinario carisma, impulsó tal ruptura2. El
inicio y el curso de la Revolución Bolivariana son tributarios de ese
liderazgo. Una vez desaparecido su portador, el proyecto se ha enfrentado a la
necesidad de mantenerse de la mano de un sucesor, designado por el mismo Chávez
antes de su fallecimiento. El escogido, Nicolás Maduro, está lejos de portar
esa gracia que los prosélitos reconocen y corroboran, lo que otorga legitimidad
a la autoridad carismática. Teniendo como respaldo las contribuciones
weberianas en la materia, este artículo se propone indagar sobre el tipo de
populismo que encarna el presidente venezolano, así como sobre los costos que
parecería tener para la Revolución Bolivariana una dirección política con poco
ascendiente sobre las masas. El interrogante clave es si un populismo
desprovisto de carisma, como el que personifica Maduro, es capaz de mantener en
pie el tinglado, material e ideológico, sobre el que descansa el proyecto
socialista erigido por Chávez.
Chávez: populismo y carisma
Si
algún líder latinoamericano de última generación encajó cómodamente en los
moldes de un populismo anclado en el carisma, ese fue Chávez, quien logró
revitalizar la práctica política populista a través de un discurso fuertemente
emocional.
Siguiendo
a Carlos de la Torre, convenimos en que el populismo es «una estrategia para
llegar al poder y gobernar basada en un discurso maniqueo que polariza la
sociedad en dos campos antagónicos: el pueblo contra la oligarquía»3. Como
escribió Ernesto Laclau, para que se produzca una «ruptura populista», es
necesario que un conjunto de demandas sociales diferenciadas e insatisfechas
alcancen un «momento equivalencial» a partir de un «significante» que logra
representar la cadena de demandas como totalidad4. El fenómeno Chávez
materializó claramente esta fórmula conceptual. Su nombre condensó un conjunto
de aspiraciones presentes en la sociedad venezolana, potenciado por su
formidable carisma. Como nos recuerda Weber, la legitimidad de este tipo de
autoridad reposa en el reconocimiento y la corroboración de tales cualidades
por parte de sus seguidores. De allí que si el portador de la gracia llegare a
faltar, su sucesión se convertiría en un problema si este modo de dominación
aspirara a institucionalizarse con horizonte de permanencia. El riesgo de que
Chávez desapareciera enfrentaba al cuadro gobernante a la necesidad de asegurar
la perdurabilidad de la revolución. El problema fue resuelto por el propio
presidente. A mediados de 2011, el mandatario comunicó al país su problema de
salud; un año y medio más tarde, transmitió su decisión sucesoral. El 8 de
diciembre de 2012, en su última aparición pública, un Chávez suplicante diría:
«Si algo ocurriera (…) que obligara a convocar (…) de nuevo a elecciones
presidenciales, ustedes elijan a Nicolás Maduro como presidente (…) Yo se los
pido desde mi corazón».
El
anuncio sorprendió a todos. Sin haber adelantado debate alguno en el seno de su
partido, el presidente celebraba una transferencia «hierúrgica» de su autoridad
al escogido. Según Weber, empero, cuando se trata de una dominación
carismática, no puede hablarse de una «libre elección» de quien sucede, sino
«de un reconocimiento de que existe el carisma en el pretendiente a la
sucesión»5. La selección del sucesor, en este caso, no estuvo mediada por esta
exigencia. Maduro carece de esa gracia divina que rubrica a toda personalidad
carismática. Su designación pasó por alto tal carencia.
El delfín insospechado
«Cuando
Chávez decidió que fuera Maduro, yo lloré muchísimo. Qué prueba tan difícil nos
pusiste (…) Si el comandante dice que es él, es él y lo sigo como un soldado»6.
Una mezcla de insatisfacción resignada con lealtad incondicional hacia el líder
desaparecido se aprecia en este testimonio de una militante del partido
oficialista. Es que, antes de su nombramiento, Maduro era, para el común de los
ciudadanos, uno más de los hombres de confianza de Chávez. Tenía una desventaja
de entrada: no formó parte del núcleo de oficiales que había protagonizado la
asonada militar de febrero de 1992. A pesar de este hándicap, el ex-chofer del
Metrobús logró escalar importantes posiciones dentro del gobierno. Según Roger
Santodomingo, él era una especie de recipiente pasivo del verbo presidencial:
«Maduro no hablaba, escuchaba. [Chávez] era su mundo, sin él no había otra
Venezuela que recordar ni que imaginar»7. Ser escucha rendido del presidente
sería, sin embargo, solo uno de los ingredientes que compactarían, con el
tiempo, la predilección del mandatario por su acólito. Maduro contaba también
con otras cualidades que inclinaron la balanza a su favor. Así, en funciones de
canciller, impulsaría lo que para el líder era uno de sus mayores sueños
bolivarianos: la integración de los pueblos latinoamericanos. Este factor se
sumaba al más importante acaso: Maduro era un socialista de los «duros». Fue
militante de un pequeño partido radical, la Liga Socialista; había recibido
entrenamiento del Partido Comunista cubano y, sobre todo, gozaba de la
confianza y el aprecio de los hermanos Castro, particularmente de Fidel, una
verdadera deidad para Chávez8.
1.
L.
Zanatta: «El populismo entre religión y política. Sobre las raíces históricas
del antiliberalismo en América Latina» en Estudios Interdisciplinarios de
América Latina y el Caribe vol. 19 No 2, 2008, pp. 29-44.
2.
M.
Weber: Economía y sociedad, FCE, México, DF, 1992.
3.
C. de
la Torre: «El populismo latinoamericano: entre la democratización y el
autoritarismo» en Nueva Sociedad No 247, 9-10/2013,
disponible
en www.nuso.org.
4.
E.
Laclau: «Populismo: ¿qué nos dice el nombre?» en Francisco Panizza (comp.): El
populismo como espejo de la democracia, FCE, Buenos Aires, 2009.
5.
M.
Weber: ob. cit., p. 858.
6.
Héctor
Briceño, José Luis Hernández et al.: Informe de grupos focales. Expectativas de
los ciudadanos, Caracas, 2015, mimeo.
7.
R.
Santodomingo: De Verde a Maduro, Debate, Caracas, 2013, p. 22.
8.
José
Emilio Castellanos: «¿Por qué Nicolás Maduro es el hombre de los hermanos
Castro?» en Análisis Libre, 4/1/2013.
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