Por Alexis Alzuru
Ningún juez del TSJ quisiera
ser procesado bajo los criterios de parcialidad y opacidad con los que ese
tribunal decide los asuntos de la república. No por casualidad Eladio Aponte
Aponte y Franklin Nieves huyeron del país. Es cierto que estos célebres
personajes tuvieron distintas motivaciones para escaparse; pero también lo
hicieron porque conocían que el poder judicial está viciado. Al igual que todos
los ciudadanos, entendieron que en Venezuela la justicia no se administra para
preservar los derechos o establecer beneficios y castigos con equidad sino para
colocar grilletes a las libertades individuales y colectivas.
Por lo demás, los
magistrados del TSJ no hacen ningún esfuerzo por modificar esa percepción; al
contrario, sin esconderse deciden con arbitrariedad. Incluso, han dejado claro
que están listos para bloquear cualquier resolución parlamentaria que
contravenga los intereses de los jefes del gobierno y del PSUV. Para ellos lo jurídicamente
correcto es lo que ordena la elite oficial.
Igual que en la Alemania nazi,
en Venezuela el edificio jurídico está al servicio del poder político. Porque
los magistrados del TSJ están comprometidos con el modelo que Maduro preside
buscan acorralar en un laberinto legal al pueblo y a quienes desde la Asamblea
pudieran ayudar a torcer el rumbo del gobierno.
El TSJ es una de las columnas
en las que el Estado rojito afinca su estabilidad. De allí que hay una
contradicción insalvable entre la visión de los magistrados y la que tienen los
diputados de oposición. Esa incongruencia es lo que permite afirmar que la
mayoría parlamentaria estará obligada a legislar por convicción democrática;
pero su mayor esfuerzo tendría que centrarlo en la construcción de un nuevo
contrato social. Después de todo, cualquier venezolano está en capacidad de
entender que el poder de la Asamblea rendirá mayores frutos si se utiliza para
investigar, presionar y avanzar hacia una transición antes que para mantener un
duelo con el TSJ.
A lo mejor corresponde que los
diputados opositores dejen un poco las tribunas y micrófonos de la Asamblea y
salgan a preparar con la gente la transición. El momento es para acompañar y
posicionar la voz de la multitud; entre otras cosas porque lo probable es que
los ciudadanos se movilicen para reclamar la renuncia de Maduro cuando
experimenten que sus deseos y opiniones son igualmente compartidos por sus
amigos y vecinos. No se puede perder de vista que los vínculos emocionales
entre familiares, amigos y vecinos son la mecha que prende los movimientos de
cambio social.
Es en el terreno comunitario,
local y regional en el que hay que ubicar el debate y la publicidad sobre el
cambio. Ahora bien, colocar a la población en la primera línea del combate es
algo más que invitarla a marchas, mítines o al activismo de calle; tampoco es
convocarla para que vote cada vez que haya elecciones. Cuando la participación
se reduce a la presencia en actos proselitistas en algún sentido el ciudadano
percibe que se degrada el poder de lo que quiere y puede aportar. La idea misma
de participación tiene una fuerza moral que necesita canalizarse: Quienes
terminan resteándose por el ideal de cambio son aquellos que al calor de la
participación política en sus comunidades y organizaciones renuevan su
autovaloración, autorespeto y, por supuesto, la autoconfianza.
El reto que tiene la oposición
es convertir al pueblo en protagonista del cambio. Después de lo ocurrido en
estos primeros meses del año, nadie debería tener dudas de que cualquier
fórmula para desplazar al gobierno implicará que la alianza de partidos que
representa la MUD se transforme en un acuerdo amplio y plural; esto es, en un
pacto nacional para la transición.
19-02-16
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