Fernando Mires 15 de febrero de 2016
Víctor Orbán y su Fidesz (Partido
Cívico Húngaro) pasarán a la historia como forjadores de una nueva ideología.
Esa es la ideología de la rebelión i - o anti-liberal. El concepto de
i-liberalidad comienza, efectivamente, a hacer escuela entre diversos gobiernos
y movimientos políticos europeos, hasta alcanzar a Rusia e incluso a la propia
Turquía.
El anti-liberalismo proclamado por
Orbán y sus simpatizantes no tiene nada que ver con la economía liberal. El
liberalismo de nuestros días, a diferencia del liberalismo del siglo XlX, es un
liberalismo disociado; y lo es hasta el punto que los liberales económicos han
llegado a ser muy diferentes a los liberales políticos.
La disociación interliberal llegó a
ser ostensible desde el momento en que los liberales económicos descubrieron
que sus “modelos” podían ser impuestos en países regidos por dictaduras,
autocracias o simplemente por gobiernos autoritarios, como son los de la
mayoría que rigen en Europa del Este.
A primera vista la protesta
anti-liberal aparece como reacción frente a las migraciones que provienen desde
el Oriente Medio. Mas, no es así. Antes de la oleada migratoria, Orbán y sus
colegas, en primer lugar el polaco Kaczyinski, pero también los presidentes
“socialdemócratas” de Eslovaquia (Robert Fico) y de la República Checa (Milos
Zeman), habían hecho del nacionalismo una bandera de lucha. Un nacionalismo que
en nombre del amor patrio proclama la negación de “los otros”. Esos “otros”
son, por el momento, dos: los extranjeros islámicos (enemigo religioso) y la
Europa cosmopolita, liberal y laica heredada de los tiempos de la Ilustración
(enemigo político).
“Europa no sabe reconocer sus raíces”
recita con insistencia Orbán. Europa es decadente, repite desde Varsovia,
Kaczyinski. Europa es antes que nada cristiana, corean todos los i-liberales,
como si Jesús hubiera nacido en París o Londres. Por lo mismo no se trata del
cristianismo amoroso de Cristo. Es el cristianismo combativo, cruel y, en gran
medida, inquisitorial de las iglesias medievales.
Marine Le Pen ya lo venía anunciando
al oponerse con piadosa furia al matrimonio igualitario. La misma cantinela
proclama Putin –perseguidor implacable de homosexuales- rodeado de fanáticos
monjes ortodoxos. No deja de ser irónico que toda esa nueva generación de
políticos ultra-cristianos asuman en nombre del anti-islamismo los modelos
teocráticos que proclaman los gobiernos islamistas.
Pero no se piense que estamos frente
a fanáticos religiosos como Franco quien mandaba a matar con deleite en nombre
de Dios. Ninguno de los nuevos gobernantes apostólicos posee una biografía
religiosa: por el contrario, si no vienen del laicismo, rindieron culto al más
riguroso ateísmo. Putin antes que nadie. La nueva religiosidad que dicen
practicar es una simple jugada instrumental.
Autócratas y dictadores –no solo en
Europa, en América Latina también- han descubierto que, si bien la religión no
es una ideología, puede ser usada como ideología.
Por ejemplo, si analizamos los
modelos de dominación que proponen Orbán en Hungría y Erdogan en Turquía,
veremos que son muy parecidos: un ejecutivo personalista, fuerte y autoritario;
una limitación estricta a la libertad de información; un rechazo sin
concesiones a la EU. En ese último punto, las nuevas derechas político
religiosas no están solas. Reciben, además, el apoyo de “nuevas” izquierdas,
como Syriza en Grecia (aplaudida por la Le Pen) y Podemos en España.
A quien mejor ha convenido la
ideología de Orbán es a Putin. Razón que explica las relaciones empáticas
establecidas entre ambos mandatarios.
Putin no había podido hasta ahora
hacerse de una cosmovisión ideológica similar a la que poseyó el imperio
soviético, una que sirviera de legitimación a sus mal disimulados proyectos de
expansión territorial. Ahora, en cambio, tomando a préstamo la creación
ideológica del presidente húngaro, Rusia ha pasado a ser parte de una comunidad
de naciones religiosas y “patrióticas” opuestas a la Europa liberal. A partir
de esa premisa, Putin ha iniciado desde Siria una “cruzada” en contra del
Islam, retomando la hegemonía que una vez tuvo la URSS en esa región. Ha ganado
incluso simpatías en Europa Occidental donde no pocos lo ven como el héroe que
salvará al mundo de las hordas del ISIS.
Los besos que se estamparon el papa
Francisco y el patriarca ortodoxo ruso Kiril en la Habana, poniendo fin a
discordias milenarias entre ambos cristianismos, facilitan indirectamente las
ambiciones de Putin. Con una cristiandad unificada comienzan a darse las
condiciones para que, en nombre de una ideología única, la Europa cristiana y
anti-liberal establezca su hegemonía sobre la Europa laica y pluralista.
En otros términos, al igual que durante
la ex URSS y sus partidos comunistas, Putin ha logrado montar caballos de Troya
en los países de Europa Occidental. Así podrá continuar la senda de los
bolcheviques. Que esa senda sea recorrida en nombre de la revolución mundial o
en nombre del cristianismo universal, le da lo mismo. Lo importante es levantar
una ideología unitaria: un polo ideológico de atracción. Se quiera o no, los
anti-liberales de derecha o de izquierda han llegado a ser peones de Putin en
el tablero europeo.
La Europa liberal en cambio, no fue
el resultado de una ideología o programa. Como puntualizó Ralf Dahrendorf (“En
defensa de la Unión Europea”, Tecnos, 1976), surgió de la realidad de
post-guerra de acuerdo a una correlación de fuerzas determinada por la
existencia de fuertes sindicatos, de empresarios corporativamente organizados y
del aparecimiento de gobiernos socialdemócratas y socialcristianos.
Economía de mercado, Estado social y
pluralismo político, fueron, según Dahrendorf, los tres pilares del nuevo orden
europeo. Gracias a esa combinación Europa llegó a convertirse en una
alternativa en contra del mega-proyecto soviético. Las multitudes de refugiados
que venían del Este, precisamente de esos países cuyos gobiernos dan hoy la
espalda a Europa, anhelaban rehacer sus vidas en un ambiente de libertad y
prosperidad. Con la misma esperanza llegan hoy miles de refugiados sirios.
No está escrito que la Europa liberal
será derrotada por sus enemigos. Las reservas democráticas que prevalecen en el
continente son múltiples. Sin embargo, la línea demarcatoria ya ha sido
trazada.
De acuerdo a la lógica de la
estrategia anti-liberal, su victoria definitiva comenzará cuando sean
derribados los tres principales bastiones de la Europa liberal. El primero es
el bastión histórico representado por la Francia laica y republicana. El
segundo es el bastión político representado por la Alemania de Ángela Merkel.
El tercero es el bastión organizativo representado por la UE.
En términos figurados podemos decir
que en Francia está teniendo lugar una batalla política entre las fuerzas
anti-liberales de su máxima líder Marine Le Pen y la nación republicana y
demócrata. Allí ya ha sido trazada una verdadera línea Maginot. Una línea no
militar pero sí política. Si el Frente Nacional logra cruzar esa línea, el
declive de la democracia europea no solo sería material; sería, además, dado el
lugar que ocupa el nombre de Francia en el mundo, una caída muy simbólica.
La Alemania de Merkel, a su vez, ha
llegado a ser tanto desde una perspectiva económica como política la nación
líder de la unificación europea. Ángela Merkel representa a ese liderazgo en
ambas dimensiones razón por la cual el suyo es el gobierno más admirado y a la
vez más odiado de Europa. Ese liderazgo parecía ser hasta hace un par de meses,
incuestionable. Hasta que estalló la crisis migratoria.
Frente a las migraciones Merkel no
tenía tres posibilidades. O acogía a las multitudes que pedían asilo o
levantaba muros de contención como lo hizo sin vacilar Orbán en Hungría. Fiel a
sus principios, Merkel optó por la primera alternativa. Atacada con furia por
los sectores xenofóbicos de su país, incluyendo los de su propio partido,
Merkel está intentando ahora encontrar una solución europea al problema.
Putin, captando que una caída de
Merkel puede abrir un enorme espacio a sus proyectos hegemónicos, se apresuró a
agravar el problema. Con perversa precisión ha comenzado a bombardear sin
piedad a la población civil de Siria (sobre todo en Alepo) aumentando así la
presión en los límites que separan al país con Turquía, y por supuesto, con
Europa. Su esperanza es inequívoca: derribar a Merkel con incontenibles
multitudes de refugiados.
¿Y la UE? Sin Francia y Alemania la
UE solo será un pálido recuerdo.
¿Lograrán Francia y Alemania resistir
las embestidas anti-liberales que vienen desde fuera y desde dentro del
continente? La misma pregunta puede ser formulada de un modo aún más dramático:
¿Logrará Putin lo que no logró Hitler ni Stalin: poner a Europa a sus pies?
Probablemente no. Pero el dañó político e incluso moral puede ser muy grande.
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