Fernando
Mires 19 de febrero de 2016
Cuando
Diosdado Cabello ordenó renovar el TSJ, días antes de que la nueva AN entrara
en funciones, estuvo claro que en Venezuela surgiría una situación a la que en
diversos artículos definimos como de “doble poder dentro del Estado”.
Para
precisar, no se trata de un enfrentamiento entre los poderes legislativo y
judicial, como aparece a primera vista, sino entre el Ejecutivo como
representante del poder instrumental (armas, jueces, servicios secretos,
para-militares, grupos de choques y organizaciones sociales verticales al
servicio del partido-Estado) y el Legislativo, representante de la mayoría
democrática, de la soberanía popular y de la Constitución nacional.
El TSJ
-casi no es necesario decirlo- ya no es un tribunal (nadie que no sea del
gobierno puede acudir a sus servicios), no es superior (ha sido degradado en su
propia sustancia) y no es de justicia (no la imparte). El TSJ es solo una sigla
para designar al brazo judicial del gobierno.
El
enfrentamiento es pues entre el Legislativo y el Ejecutivo.
Es
también el enfrentamiento entre dos lógicas. La del Ejecutivo es una lógica
militar aplicada a la política. La de la AN es política.
Desde
su punto de vista militar (es decir, anti-político) Cabello hizo lo que tenía
que hacer. Sabiendo que el gobierno estaba amenazado por la AN, tendió una
valla de contención. Esa valla es el TSJ.
Maduro,
gracias a esa valla, ha decidido gobernar por decretos no aprobados por la AN.
Mediante la politización de la justicia el gobierno ha judicializado (y
ajusticiado) a la política. Con la suspensión de las atribuciones de la AN ha
sido, además, establecido el “Estado de excepción en permanencia”. Es por eso
que la defensa de la AN es, en estos momentos, idéntica a la defensa de la
democracia en el país.
El de
Maduro es un gobierno que se apoya en las armas, no en la mayoría, tampoco en
la legalidad y mucho menos en la legitimidad. Un gobierno encapsulado dentro de
un Estado que, si no pensamos en términos militares, ya no le pertenece
políticamente.
De
modo inteligente la Unidad no polarizó desde el comienzo las contradicciones
entre el Ejecutivo y el Legislativo. Esa tarea se la dejó al gobierno. En ese
sentido lo oposición hizo lo que debía hacer desde su lógica política: develar
el carácter anti-constitucional del gobierno pero no a través de declaraciones
sino por medio de los hechos.
Solo
cuando Maduro -mediante la aprobación de su “decreto de emergencia económica”
por vía judicial- demostró su voluntad de prescindir de la AN, anulando su
potestad, la oposición desde la Asamblea no tuvo más alternativa que plantearse
la posibilidad de destituirlo. No la oposición, el gobierno ha mostrado su
carácter sedicioso.
El
dilema impuesto por el propio Maduro/Cabello no deja dudas: o el Gobierno o la
Asamblea. Sin embargo, de acuerdo a la lógica de ese dilema el gobierno no
puede destituir a la Asamblea pero la Asamblea sí puede (y en este caso, debe)
destituir al gobierno. La Constitución señala las vías.
La
dirección política de la oposición deberá escoger entonces la vía más apropiada
de acuerdo a los plazos legales, a la profunda tragedia social del país y a la
disposición popular para defender conquistas políticas alcanzadas mediante el
voto.
Con toda
seguridad la dirección política opositora sabe muy bien que las mejores vías
jurídicas no son siempre las más políticas. Desde ese punto de vista puede ser
que el medio revocatorio no sea el más expedito ni el más rápido. Pero es el
que aparece como el más político. En todo caso la última palabra sobre el tema
aún no ha sido dicha. Son varios los pro- y los contra que deberán ser
evaluados.
Lo
importante por el momento es lo siguiente: mientras más grande sea la
participación del pueblo políticamente constituido en los caminos
constitucionales abiertos por la oposición, más difícil será al gobierno
desconocer a la razón de las leyes.
Justamente
la historia reciente ha demostrado que la participación popular en Venezuela
solo ha sido políticamente efectiva cuando ha logrado encuadrarse en el marco
de una estrategia política común. Es por eso que las iniciativas movilizadoras
realizadas al margen de la MUD han conducido, por lo general, a callejones sin
salida.
No
haber encuadrado su práctica con la posición de la mayoría de los partidos
organizados en la MUD –dicho sin el propósito de remover heridas- fue uno de
los grandes errores de la movilización
conocida como “La Salida”, a comienzos de 2014. Los dirigentes políticos de la
oposición parecen estar de acuerdo en que acciones similares ya no pueden
volver a repetirse.
Para
que se entienda mejor: el error más grande de “La Salida” no fue su llamado a
ocupar las calles. El error más grande fue haber intentado imponer su llamado
sin una perspectiva que contemplara la disposición a batirse con el gobierno en
términos electorales de acuerdo a la decisión mayoritaria de la oposición. Es
por esa razón que cualquier intento de establecer una línea de continuidad
entre “La Salida” de 2014, y la lucha por la destitución de 2016, no solo es
antihistórica; es radicalmente falsa.
La
alternativa que surge en 2016, a diferencias de la de 2014, no es divisionista,
es unitaria; no surge de una derrota electoral (elecciones municipales del
2013) sino después de una gran victoria (6-D); no es un llamado de líderes
personalistas, sino de una dirección colectiva hecho en un momento
caracterizado por la más profunda crisis económica, social y moral que ha
vivido el país.
Útil
es recordar la historia reciente cuando se avecinan momentos en los cuales las
iniciativas populares serán convocadas a apoyar vías constitucionales
(repetimos, constitucionales) orientadas a la destitución presidencial. Esas
vías deberán culminar en nuevos procesos electorales, desde las primarias hasta
las presidenciales. La complejidad de la situación exigirá sin duda una gran
disciplina política; una similar e incluso superior a la que se dio en los
tramos previos al triunfo del 6-D.
Tanto
o más importante será esa disciplina si se toma en cuenta una condición
histórica objetiva: Venezuela carece de organizaciones laborales y civiles en
condiciones de articular movilizaciones durante plazos relativamente largos
como es el caso de países con fuertes tradiciones sindicales, entre otros,
Argentina, Chile, Brasil y México.
Lamentablemente
es así. Como consecuencia de un sistemático trabajo de destrucción, producto de
17 años de chavismo, la sociedad venezolana se encuentra atomizada, disgregada
y sin capacidad de impulsar reacciones organizadas que no provengan de
instancias políticas.
En
países en donde existen fuertes organización civiles y sociales las
movilizaciones pueden ser mantenidas en el tiempo aún con prescindencia de
partidos políticos. En Venezuela en cambio, las convocatorias deben ser
orientadas hacia objetivos muy precisos. Es por eso que el terreno más
apropiado para el desarrollo de las luchas sociales y para las manifestaciones
de calle han sido las campañas electorales.
Son
estas las razones que llevan a pensar que, por un lado, la movilización social
es imprescindible pues el pueblo democrático debe sentir como obra suya la
destitución y no como algo que hicieron “otros” en su nombre. Pero, por otro
lado, esa movilización social no puede quedar librada a la improvisación, ni a
la espontaneidad, ni mucho menos a la voluntad de líderes heroicos pero
imprevisibles.
Dicho
ahora en clave de síntesis: la superación de la crisis económica venezolana
pasa por la superación de la crisis de gobernabilidad. Esta última, a su vez,
pasa por el fin del gobierno de Maduro. Ese objetivo solo puede tener lugar
sobre la base de un proyecto de destitución constitucional muy bien definido y,
en las fases más decisivas de la lucha, con la activa presencia de las más
amplias movilizaciones populares.
O la
asamblea o el gobierno; ese es el dilema. La suerte está echada. Ya no se puede
echar pie atrás.
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