Por Elías Pino Iturrieta
Recientemente Provea, una ONG
de reconocida labor en la defensa de los Derechos Humanos, aseguró que ahora
sucede otra vez en Venezuela una rebelión popular, fenómeno cuyos antecedentes
encontró en 1958. Como en horas cruciales conviene tener las ideas claras, aquí
se tratará de hacer precisiones sobre el asunto. La conciencia de la novedad de
lo que vivimos en nuestros días se apuntala en el señalamiento de su
singularidad. Así nos enteramos del camino inédito que estamos transitando como
sociedad.
Es probable que una gesta
colectiva como la que llevamos a cabo contra la dictadura de Maduro no haya
sucedido antes. El pueblo levantado en su inmensa mayoría contra un régimen
abusivo y ladrón no había debutado todavía, según se tratará de describir en lo
que sigue. La hazaña colectiva se fundamenta en hechos pasados, como traté de
explicar en otro lugar, pero, a la vez, muestra todos los rasgos de su
excepcionalidad cuando se buscan analogías en los fastos de ayer. En el pasado,
muy por el contrario, el pueblo hizo ostentación de su paciencia y aun de su
excesiva sumisión ante las dictaduras, como para que nos pongamos a hablar de
una conducta enaltecedora que ahora nos vivifica.
La mencionada organización
sugiere que Pérez Jiménez fue derrotado por una rebelión popular, pero su
afirmación es inexacta. Los venezolanos de ese tiempo callaron casi durante una
década, omitieron su parecer o dieron muestras de un ostensible
colaboracionismo. Solo unos centenares de ciudadanos valientes y dignos
hicieron entonces el trabajo de la resistencia, ante la indiferencia de la
sociedad.
Seguramente la hazaña de un
puñado de republicanos comprometidos con la libertad sea el acicate de la
reacción masiva que hoy protagonizamos, pero jamás el silencio ominoso de las
mayorías. La dictadura de Pérez Jiménez fue derrotada por un movimiento
militar, por negocios sigilosos de los cuarteles, y solo en los días inmediatamente
anteriores al 23 de enero de 1958 ocurrieron manifestaciones masivas que
aceleraron un proceso que evolucionó en círculos cerrados, casi herméticos. En
consecuencia no se puede hablar de rebelión popular cuando se hace memoria de
lo sucedido entonces, a menos que el ejercicio de recordar dependa del
capricho; a menos que se pretenda coquetear con el pueblo por acciones que no
se atrevió a realizar.
Tampoco la sociedad reaccionó
contra la tiranía gomecista. Aguantó durante veintisiete años a su verdugo, mientras
reinaba una oscuridad imponente que la gente no quiso perturbar. Dejo el asunto
en las manos de un grupo de guerreros, la mayoría procedentes del siglo XIX,
esperando que una próstata enferma metiera a su tirano en la tumba. Presenció
en silencio la prisión de los estudiantes de 1928, sin pasar de las
murmuraciones y clamando por la comodidad del olvido. Vio desde su confortable
palco la invasión del Falke, como si se tratase de una película taquillera para
cuya exhibición nadie compró entrada. Apenas se atrevió con unas convulsiones
en el comienzo del posgomecismo, para dejar que en breve las aguas volvieran a
su cauce junto con la pasividad de los espectadores irresponsables.
Es cierto que entonces las
reacciones violentas conducían a La Rotunda, a tormentos inenarrables y a la
muerte sin concesiones, pero también es cierto que solo un puñado de
venezolanos dio la cara por el republicanismo negado y envilecido. También es
cierto que otras sociedades han reaccionado de manera diversa frente a sus mandones,
pese a estar sometidas a desafíos y amenazas de la misma brutalidad. Por
ejemplo, el pueblo mexicano frente a la autocracia de Porfirio Diaz, personaje
poderoso y temido, contra quien se levantó en armas en todos los rincones del
país, o en casi todos, hasta echarlo del poder.
Dejemos la exageración, por
tanto, a la hora de llenar de condecoraciones el pecho de los venezolanos por
actitudes heroicas que no existieron. En el himno nacional se habla de ¨bravo
pueblo¨, pero hay que poner la afirmación en remojo. Los vocablos funcionan
como incentivo, como puente en busca de apoyos para una causa que no los tiene,
o para tratar de meterle emoción a un conjunto de personas que miran las cosas
desde la distancia, pero no reflejan una realidad indiscutible.
Las guerras de Independencia
remiten a la existencia de una convulsión generalizada, pero tal convulsión no
se vincula con las rebeliones populares. Si de tales rebeliones se trata,
sabemos cómo el pueblo no participó en la primera reacción de importancia contra
la monarquía y cómo después se alzó contra unos indeseables señorones que se
atrevieron a pisotear los derechos de Fernando VII. La Independencia no fue una
rebelión popular, en consecuencia. No paso de guerra civil, si aceptamos el
análisis de Vallenilla Lanz sobre el conflicto.
El siglo XIX fue tiempo de
guerras civiles, es decir, de una conflictividad generalizada que así como se
puede atribuir a la constancia del descontento popular, dependió del fenómeno
del caudillismo y de los personalismos dominantes en sucesivas cúpulas.
Los liberales y los godos de
entonces no congeniaban con la participación de las masas. Tal asunto no
figuraba en sus programas porque no les era familiar, y porque solo sabían
manejarse como se manejaron las cosas antes de la desmembración de Colombia,
con lanzas y pólvora obedecidas por la colectividad campesina.
La república de entonces no
dependía de la participación popular, a menos que esta se manifestara en los
campos de batalla para tomar el gobierno y para permanecer en su seno mientras
se pudiera. Sangre a cantaros, acompañada de copiosa literatura en cuyas
páginas se clamaba por la paz sin pensar en cómo llevarla a cabo con una
persistente participación de la sociedad. Unos cuantos repúblicos llamaron la
atención sobre el asunto y trataron de sembrar la semilla de una colectividad
comprometida con los valores del civilismo y con los fundamentos de la
soberanía popular, pero no pensaron en una conducta levantisca que se expresara
en sentido masivo sin que los cortejos de cadáveres desfilaran en las calles de
las ciudades.
Entre otras cosas porque no
había ciudades en esos tiempos. Faltaban los teatros en los cuales pudiera
ocurrir una rebelión popular como la que ahora vemos y protagonizamos, o algo
semejante. En un país deshabitado, en lo más parecido a un desierto sin maneras
efectivas de comunicarse sus contadas criaturas, las horas de hoy no tienen
vísperas, los luchadores de ogaño no encuentran antecedentes. Tampoco en los
hechos tempranos del siglo XX, según se trató de describir. De lo cual se
colige la exageración de la meritoria ONG, pero especialmente la irrupción de
un suceso sorprendente en nuestros días, de unos hechos insólitos que pueden
conducir a un capitulo prometedor de la historia que no solo merece un análisis
detenido, sino también, sin duda, justificada apología.
15-05-17
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