Armando Chaguaceda 14 de mayo de 2017
Que el
gobierno de Cuba sirve al de Venezuela como sostén es cosa sabida. Sus aparatos
de inteligencia convierten la militancia de oposición en disidencia perseguida.
El
control y propaganda comunicacionales, que invisibilizan la crisis política y
humanitaria venezolanas, amplifican su mensaje vía Telesur.
Los
hoy maltrechos servicios básicos —con los que Chávez remontó su impopularidad
de 2002— fueron eficaces para el clientelismo de barrio. Así, en la dimensión
práctica de la política, Cuba es una variable decisiva para al mantenimiento de
un régimen que goza hoy de menos del 20 % de apoyo poblacional.
Donde
la referencia ha sido más accidentada y velada es en el carácter modélico del
diseño institucional cubano, como horizonte deseable del chavismo. Si bien tuvo
siempre en su seno y liderazgo pulsiones autoritarias, su heterogeneidad
social, el eclecticismo ideológico y el contexto electoral de su ascenso al
poder impidieron que la brújula del proyecto de Chávez fuese una Constitución
autocrática. La de 1999, combinando el respeto a los derechos civiles y
políticos de matriz liberal y las instituciones de la democracia representativa
—partidos, tripartición de poderes— expandió la participación —en lo
comunitario y lo pleisbicitario—, la inclusión social y los derechos humanos de
forma innovadora y generosa. Fue postliberal, no antiliberal e incluyó
mecanismos que permitieron al soberano —el pueblo real, diverso y dinámico— apoyar
unas propuestas del Ejecutivo (revocatorio presidencial de 2004, introducción
de la reelección en 2009) y desestimar otras (reforma constitucional de 2007).
Siempre mediante el voto universal, libre y secreto. Por eso cuando Maduro
huérfano de apoyos, convoca a una Constituyente popular adhoc, es una trampa.
Su “pueblo” es una fracción minoritaria, sujeta al control político y la
lealtad ideológica, de la ciudadanía. Menguada por el número y la filiación. A
la que pretende usar, mediante un esquema corporativo y designación vertical,
para asesinar la Constitución vigente. Y en eso, ahora desde el lado normativo,
soplan vientos caribeños.
El
parto de la Constitución cubana fue la antítesis de la democracia y el
republicanismo. Su redacción fue obra de un órgano de 20 miembros, designado
por la máxima dirección estatal y partidista, de la cual recibió indicaciones
especificas en cuanto a contenidos y principios básicos. A diferencia de sus
predecesoras liberal (1901) y social (1940), la Constitución estalinista de
1976 no emanó de una asamblea convocada y electa. Su Anteproyecto fue probado
en el Primer Congreso del Partido Comunista, único. La deliberación popular en
el “proceso constituyente” fue conducida centralmente, sobre pautas
preestablecidas. Sin posibilidad de que la diversidad social y política pudiera
reconocer(se), comunicar horizontalmente ideas, contrastar puntos de vista
entre sí y respecto a la propuesta oficial. Se trató de una participación
fragmentada, con escasa posibilidad de control de la agenda. Luego, esa
Constitución ha sido reformada dos veces (1992 y 2002), siempre bajo los
designios del poder. La Asamblea Nacional cubana es un “parlamento” que no
delibera ni legisla, que sesiona poco y vota unánime. Como a sus primas del
mundo soviético, la Constitución le otorga formalmente la primacía; pero el
poder real reside en los Consejos de Estado y Ministros y, por encima de todo,
en el Politburó del Partido único. Hacia allí quiere dirigirse Maduro. A
suprimir, de jure y/o facto, la pluralidad, debate y autonomía políticos,
incluidos los de sus aliados. Para ello trae, desde La Habana y con ciertos
bordados mussolinianos, un traje a la medida.
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