Carlos Padilla Esteban 08 de septiembre de 2018
No tienen fe. No buscan creer.
No piensan que Jesús pueda aportarles algo nuevo a sus vidas... y podría
pasarme a mi también
Los
fariseos buscan a Jesús. Quieren verlo. Eso me impresiona. Quieren
saber cómo vive, qué piensa, qué siente: “Los fariseos con algunos
escribas llegados de Jerusalén se acercaron a Jesús”. Jesús era un
hombre no formado, hijo de un carpintero.
No
vivía en Jerusalén, sino en Galilea. Algunos fueron expresamente desde
Jerusalén para conocer al maestro oculto entre los hombres. No querían unirse
al grupo de sus seguidores. No estaban abiertos a la novedad. Tenían su idea
formada.
Todo
tendría una explicación. Jesús no podía ser el Mesías esperado. No podía ser
un salvador tan humano. Era un impostor.
A
menudo quiero justificar lo irracional. Darle sentido a lo milagroso.
Entender las razones del actuar de Dios.
Leía
el otro día: “¿Debo racionalizar siempre las cosas? ¿Debo apresurarme
siempre a buscarle una explicación a todas las cosas a la luz de la razón? ¿Qué
es lo que me ha dado la razón, sino tristeza? Sin embargo, me
disgustan las cosas sin lógica; las considero infantiles, incluso profanas”.
Esa
forma de pensar me acaba quitando la paz. Necesito un corazón de niño
para acercarme a lo nuevo, a lo que no controlo, a lo que se escapa a mi
razón.
Necesito
la fe de los niños que se maravillan ante la vida como es. No pretenden entender
todas sus razones. Simplemente se abren a las cosas como vienen y las
disfrutan. Una fe ingenua, sencilla. Una fe clara y abierta. Una mirada
sonriente.
No era
la mirada de los fariseos que se creían en posesión de la verdad. Así
es muchas veces mi actitud ante la vida.
Creo
que tengo yo la razón. Sé cómo funciona todo. Nadie me va a engañar, lo tengo
claro. Esa forma de mirar me hace infeliz. No me abro a la sorpresa. No quiero
que nadie me cambie mis ideas.
A
veces me encuentro con cristianos que sólo quieren encontrar libros, textos,
miradas, que confirmen sus puntos de vista. Sacerdotes que asientan a sus
razonamientos. Y cuando no los encuentran, se indignan.
Tal
vez he cerrado mi forma de mirar la vida. He clausurado por miedo mi forma de
vivir y entender a Dios. He hecho razonable su actuar y ya nada puede
sorprenderme.
Los
fariseos venían desde Jerusalén sólo para ver cuándo Jesús hacía algo
imprudente. Hoy encuentran una primera razón: “Y vieron que algunos de
sus discípulos comían con las manos impuras, es decir, sin lavar”.
La ley
estaba clara: “Los fariseos y todos los judíos no comen sin haberse
lavado las manos hasta el codo, aferrados a la tradición de los antiguos, y al
volver de la plaza, si no se bañan, no comen; y hay muchas cosas que observan
por tradición, como la purificación de copas, jarros y bandejas”.
La
importancia de la pureza. La limpieza de la comida y de todo lo que usan para
comer. Que nada impuro entre en su interior.
Las
purificaciones eran algo fundamental para los judíos. ¿Tan fundamental que
nadie podía saltarse el más mínimo mandamiento?
Juzgan
en su interior a Jesús que permite la impureza. Jesús acepta que no se laven.
Se saltan una norma importante cuando está claro lo que quiere Dios: “No
añadiréis nada a lo que Yo os mando, ni quitaréis nada; para así guardar los
mandamientos de Yahveh vuestro Dios que Yo os prescribo. Guardadlos y
practicadlos, porque ellos son vuestra sabiduría y vuestra inteligencia a los
ojos de los pueblos”.
Los
mandamientos son un camino de vida y sabiduría. Una forma de entender la vida.
Una manera de crecer en profundidad y belleza ante los ojos de Dios. Un camino
para ser más felices.
Parecía
imposible saltarse un precepto, aunque no fuera tan importante. No lavarse no
era algo baladí. Implicaba ir contra una tradición arraigada profundamente en
el alma del judío. ¿Por qué lo permite Jesús?
Él
mismo luego dirá que no ha venido a abolir la ley. Ni un solo precepto. ¿Por
qué lo permite ahora?
Tal
vez es la pequeñez de la mirada de los fariseos lo que le duele a Jesús en el
corazón. Se han quedado en la apariencia.
No han
venido a conocer a Jesús. No quieren saber lo que piensa, ni cómo vive. No
pretenden dejarse tocar por lo que hace. Lo racionalizan todo y en su juicio
Jesús ya ha sido condenado. Es un pobre hombre sin sabiduría que nada tiene que
aportar a nadie.
¿Cómo
es posible abrirse a lo que dice cuando el corazón está cerrado ante su rostro?
Jesús no pudo hacer nunca un milagro delante de un corazón sin fe.
Lo
fariseos no tienen fe. No buscan creer. No piensan que Jesús pueda
aportarles algo nuevo a sus vidas. Desconfían de ese hombre que, sin tener
formación ni sabiduría, logra que le sigan las muchedumbres.
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