Américo Martín 18 de noviembre de 2019
Estudiando
el primer año de bachillerato (¿Quizá el segundo?) “metido hasta los hombros”
si no en el mar de occidente, si no en el mar de Colón –y permíteme Andrés Eloy
disponer de giros retóricos del poema juvenil que te premió el rey Alfonso XII–
metido yo hasta la incipiente barbilla en la fabulosa aventura que significaba
para un muchacho de 14 años el tenebroso compromiso de la lucha clandestina.
Mi
imaginación se plenó de sueños heroicos y audacias imposibles. Acción
Democrática había sufrido graves daños en el ejercicio de la audacia golpista,
saturando el cementerio de la política con los cadáveres de sus grandes
líderes, a quienes los más jóvenes queríamos imitar.
Las
consignas centrales respondían al especial ensañamiento de la dictadura contra
aquellos legionarios de las catacumbas que no creían ni confiaban en aliados
con los que no contaron cuando Gallegos fue derribado y Betancourt perseguido
con saña feroz. Los dos Rómulo de la ecuación valían toda la sangre derramada.
AD
volverá repetían orgullosos los militantes mientras enfrentaban la muerte.
Finalmente, la política golpista fue derogada, Rómulo desde Costa Rica y
Carnevali, ocupando el puesto más peligroso del país: la secretaría general
dejada vacante por Ruíz Pineda, dicta el viraje hacia la organización de masas
y eventual rebelión civil. Todo muy bien pero las mentes juveniles seguían
moliendo ideas de armas en conflicto ya que el conflicto de almas no pasaba la
frontera del romanticismo.
Leí
la técnica del golpe de Estado de Malaparte y creí aprender lo fundamental
–¿cómo hubiera podido?– que los golpes son más episódicos y casuales que
obedientes a reglas. Y sobre todo que por eso mismo la ignorancia y la mala fe
usan esa falta de técnicas específicas para arrojar la acusación de golpista a
lo que le convenga.
Toda
esta especulación libre me la suscita el desenlace de la pugna en Bolivia,
entre la OEA desnudando en una densa Auditoría el fraude en el que incurrieron
los seguidores de Evo para ponerlo a “ganar” en primera vuelta y así evitar el
balotaje que como se apreció en la Auditoría y se pronosticaba en varios
sondeos, estaba condenado a perder.
No
diré que Evo sea de índole falaz porque eso no me consta, pero su ingeniosa
movilidad puede comunicarle a él mismo la extraña audacia de acercarse al
peligro y confiar en alguna luz de origen étnico que le permita adormecer a
quien lo investiga.
Aceptó
la Auditoría con aire sobrado y aspecto beatífico y hasta benévolo con sus
adversarios. Imagino que confiaría en comunicarle sus convicciones a los
técnicos de la OEA como se convence en una taberna con palmadas en la espalda a
un camarada de tragos. Puedo imaginarlo repartiendo medias sonrisas en plan de
hacer creer que sabe cosas que los demás desconocemos.
El
caso en que los curtidos auditores no solo descubrieron el hormiguero revuelto
en que se convirtió la elección con tantas manos enturbiando los hechos. Sino
que no ocultaron ningún hallazgo ni se permitieron alguna flojedad técnica
susceptible de ser usada para desviar la atención y emitir ruidos confusos.
Nada,
no encontraron blanco alguno y el propio Evo, sin preguntar a sus asesores,
saltó a aceptar las conclusiones de la Auditoría.
-
Convocaremos nuevas elecciones con un nuevo Tribunal Supremo Electoral, declaró
Morales.
Hombre,
Evo, la Auditoría te hace hablar con promesas que tus leales no recibirían muy
bien porque de esa Auditoría pueden deducirse delitos electorales severos.
Fue
así como el fraude despejado por técnicos de alto profesionalismo se convirtió
en “el golpe de Estado de la OEA contra un humilde indio boliviano de la etnia
Aymara a quien el racismo proimperialista pretende silenciar.
Fantástica
manera de rebatir al adversario sin dejar de darle la razón. El cero y el
infinito, ¡ni Arthur Koestler lo hubiera dicho mejor!
Américo
Martín
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