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domingo, 23 de junio de 2013

400.000 millones de dólares después

En una elocuente señal sobre el funcionamiento de su sistema económico, Venezuela instaura las tarjetas de racionamiento

El Gobierno Venezolano ha anunciado oficialmente la llegada de las cartillas de racionamiento al país. El anuncio supone un éxito definitivo para al menos una de las metas que se planteó explícitamente Hugo Chávez por los albores de su revolución: seguir el camino de Cuba. O, para el caso, el de casi cualquiera de los regímenes que en la historia han buscado hacer imperar la planificación central sobre la economía. Desde la Unión Soviética, que también tenía cartillas, hasta el Chile de Salvador Allende, que tenía que recibir donaciones de papel higiénico desde el exterior.

La noticia también es buena en la medida en que supone sincerar la situación y dejar atrás las otras maneras de combatir la escasez que venía ensayando el régimen chavista. Por ejemplo, declarar que aquello que falta no se necesita. Una socorrida técnica usada esta misma semana por el gobierno de Nicolás Maduro, que, ante la ausencia de vacunas contra la gripe AH1N1, ha aconsejado a la población extremar la higiene en las manos y el uso del jabón antibacterial (si es que, claro, pueden encontrarlo en los supermercados).

Ahora bien, no obstante esta aceptación implícita de su gobierno de que la escasez es algo que ha llegado a Venezuela para quedarse, el señor Maduro continúa aferrándose a la negación en lo que toca a las causas de esta. O, mejor dicho, a las teorías conspirativas. Así, la escasez sería parte de un complot por el que la oposición estaría comprando y escondiendo todos los productos que faltan en los supermercados venezolanos y por el que las empresas opositoras habrían cortado su producción. Es verdad que esta explicación supondría que el método escogido por las empresas boicoteadoras para cumplir su función habría sido el del suicidio, pues dejar de producir supone dejar de vender, pero no son estas sutilezas en las que vaya a enredarse el Gobierno Venezolano.

La realidad, por supuesto, está lejos de la expuesta por el gobierno del señor Maduro –sin prueba alguna, por lo demás (¿o alguien ha encontrado ya esos depósitos donde la oposición estaría llevando todos los pollos y desodorantes de Venezuela?)–. Otra es la verdadera causa por la que los gobiernos que son socialistas a la antigua usanza comienzan en un contexto de desbordado entusiasmo por la redistribución y la justicia social y terminan en medio de (también desbordados) reclamos por papel higiénico.

¿Cuál es esta causa? Una muy sencilla: para que haya producción debe haber inversión. Y, desde luego, es poca la gente que quiere invertir ahí donde no hay manera razonable de predecir lo que resultará de esa inversión (porque, por ejemplo, el Gobierno puede cambiar a su solo arbitrio y en cualquier momento los precios a los que se podrá vender mañana lo que se produce hoy, o porque la descontrolada inflación puede volver en nominal cualquier futuro retorno). Para no hablar, desde luego, de lo que implica que las personas tampoco puedan saber, siquiera, si sus inversiones seguirán siendo reconocidas como suyas por mucho tiempo más (desde 1998 el Gobierno Venezolano ha realizado 1.170 expropiaciones).

Es cierto que los gobiernos como el bolivariano tratan de suplir el problema de la falta de inversión privada con inversión estatal. Es decir, buscando que el Estado sea quien produzca lo que necesita la gente (para eso fueron, después de todo, las 1.170 expropiaciones). Pero luego resulta que el Estado no es un buen productor. De lo contrario, que explique el señor Maduro cómo funciona lo del complot en, por ejemplo, el caso del papel higiénico, cuando el 50% de la producción del mismo en Venezuela proviene de una empresa estatal.

La debacle económica venezolana tendría que servir como una vacuna definitiva contra el populismo para todos los gobiernos de la región. Para enseñar, sobre todo, que riqueza es lo que hay cuando un país tiene un sistema de incentivos que mueve a la gente a invertir todo su trabajo, su creatividad, su empuje y sus ahorros, en producir cada vez más y mejor. Y que lo demás se llama solo desperdicio. Para prueba, en fin, los US$400.000 millones que, según la Cepal, Hugo Chávez gastó solamente en “inversión social” en la última década para una población a la que todo ese dinero no parece haber dejado con más bienestar que el que puedan permitirle sus flamantes tarjetas de racionamiento.


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