Por Vladimiro Mujica, 09/12/2014
En una conversación con un querido amigo cuya identidad prefiero no
divulgar, elaborábamos sobre la deriva, el derrotero, que prosigue la así
llamada revolución chavista. Ello a propósito del último despropósito,
auspiciado desde la Asamblea Nacional, de un proyecto de ley que implica acabar
con el IVIC y transformarlo en el IVECIT. Mucho se ha escrito sobre el tema y
sobre lo irrealizable que resulta intentar dirigir el esfuerzo de generación de
conocimiento del país hacia atender las necesidades de la gente, sin tener en
cuenta las características intrínsecas del proceso de enseñanza e
investigación. Orientar ese esfuerzo hacia temas que eleven la calidad de vida
de los venezolanos implica visión, recursos, y una política clara sobre la
participación del sector público y privado. Asuntos todos sobre los que el
gobierno tiene graves carencias. ¿Por qué entonces se pretende destruir al IVIC
con el argumento de eliminar a la ciencia elitista, cuando no se tiene ninguna
claridad sobre lo que está proponiendo?
Hay muchas respuestas posibles a la pregunta del párrafo anterior: una
es que se trata de un caso de voluntarismo primitivo, promovido no solamente
por la ignorancia de la naturaleza del quehacer científico, sino por una cierta
actitud, simultáneamente arrogante y vacua, según la cual los revolucionarios
lo pueden todo a fuerza de corazón y amor al pueblo. Esta, sin duda la
interpretación más benevolente de estas y otras acciones que han ido poco a
poco demoliendo el país, no se sostiene en los hechos. Ya hemos visto el
desastre de los médicos comunitarios, de los ingenieros improvisados y de las
universidades de segunda que se han creado durante estos últimos quince años.
La revolución del atraso ha fracasado en crear al hombre nuevo del socialismo
del siglo XXI que ve el futuro con cabeza erguida y corazón abierto, y en su
lugar cada vez hace peor y más mediocre a nuestra nación.
A la conjetura del voluntarismo primitivo, hay que añadirle la
dimensión de un pensamiento relativamente menos ramplón y más elaborado que se
fundamenta en la creencia de que para hacer ciencia para la gente es necesario
destruir la noción de jerarquía intelectual y respeto por el conocimiento en
que se fundamenta la investigación científica. En los proponentes de la
destrucción del IVIC se aprecia claramente la intención de transformar a la
comunidad de investigadores y asistentes de investigación, con roles bien
definidos, en una especie de aldea comunal de cultores indiferenciados de una
mezcla de saberes populares y ancestrales con ciencia, tecnología e innovación.
Un esquema comunal similar fue practicado durante la revolución cultural china:
quien hoy ejercía como ingeniero mañana debía limpiar los retretes, para que
nadie se sintiera ni indispensable ni especial. La imposibilidad de esta forma
de trabajo puede apreciarse con claridad a través de una simple comparación con
otras actividades humanas: así como a nadie se le ocurriría sustituir a un
general por un soldado bisoño en la conducción de un ejército; ni a un
neurocirujano por un estudiante de medicina en una operación compleja del
cerebro; ni al director de una orquesta por el primer violín, del mismo modo no
es posible transgredir e ignorar la experiencia y el conocimiento en la
práctica de la investigación.
Todo esto no pretende ignorar que la ciencia, además de una maravillosa
aventura de crecimiento individual que está asociada al placer de saber cómo
funcionan las cosas, es una actividad social de primerísima importancia y que,
en consecuencia, está sujeta a las presiones políticas y sociales inherentes a
este carácter. Los científicos tienen la responsabilidad de rendirle cuentas a
la sociedad y la dirigencia de la sociedad, especialmente el liderazgo político
y el gobierno, tienen la obligación de entender la naturaleza del quehacer
científico para promover políticas públicas hacia el bien común. En particular,
la pretensión de eliminar la ciencia elitista no califica como política
científica y evade el debate de fondo sobre el hecho de que la distinción entre
ciencia básica y ciencia aplicada es, en buena medida, un asunto semántico y
que la una y la otra existen en simbiosis. Lo mismo vale para la promoción de
la tecnología y la innovación, o para la protección de los saberes populares.
Todas estas actividades deben tener un espacio y programas de financiamiento y
promoción que estimulen y protejan la libertad de pensamiento y creación y el
crecimiento de todos los sectores de generación del conocimiento. La concepción
comunal destruyen este carácter diferenciado y convierte la generación de
conocimiento, ancestral o científico, en un batiburrillo intrascendente.
Queda sin embargo una última dimensión cuya consideración es
indispensable para responder mi pregunta inicial que aquí parafraseo en un
contexto más general: ¿Por qué se pretende destruir las casas de conocimiento
del pueblo, el IVIC y las universidades nacionales, si se sabe que esto va
contra los intereses de la nación? La respuesta más simple e indignante es que
a la oligarquía chavista nada de esto le importa un bledo. La revolución del
atraso ha devenido simple pelea por el poder, bien en su dimensión nacional, lo
que implica la captura por asalto de las instituciones generadoras de valores
culturales y éticos como las universidades, la iglesia y la escuela, o en su
expresión más corrupta asociada a los conflictos internos del chavismo. Esa
perversa pelea por la supremacía es probablemente la clave para entender porqué
se usa el poder contra el pueblo, destruyendo lo que le pertenece y lo que
podría contribuir a que nuestra gente viviera mejor.
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