Fuente: La Nación.
Argentina 07 de diciembre de 2014
CONFESIONES DE UN LIBERAL LATINOAMERICANO
Reproducimos el discurso
que Mario Vargas Llosa dio en el 5to Lindau Meeting on Economic Sciences, una
reunión que se hace cada dos años al sur de Alemania y que convoca a más de una
decena de Premios Nobel y cientos de estudiantes de todo el mundo, en agosto de
2014
LINDAU, Alemania.- Agradezco muy
especialmente al Consejo de los Encuentros Lindau con ganadores del Premio
Nobel y a la Fundación Encuentros Lindau por invitarme a dar esta conferencia,
pues de acuerdo a sus “considerandos”, han tomado en cuenta no sólo mi labor
literaria sino mis ideas y opiniones políticas.
Créanme si les digo que esto es algo
bastante novedoso. En el mundo en el que suelo moverme, ya sea en
Latinoamérica, Estados Unidos o Europa, cuando alguna persona o alguna
institución rinde tributo a mis novelas o ensayos literarios, usualmente agrega
de inmediato frases como “aunque discrepamos con él”, “a pesar de que no
siempre estamos de acuerdo con él” o “esto no implica que aceptemos sus
críticas u opiniones sobre cuestiones políticas”. Aunque ya me he acostumbrado
a esta bifurcación de mi persona, me alegra sentirme reintegrado por esta
prestigiosa institución, que en vez de someterme a un proceso esquizofrénico,
me ve como un ser humano unificado: un hombre que escribe, piensa y participa
del debate público. Me gustaría creer que ambas actividades forman parte de una
realidad única e inseparable. Pero ahora, para ser honesto con ustedes e
intentar responder a la generosidad de esta invitación, siento que debería
explayarme con cierto detalle sobre mis posiciones políticas. Y no es tarea
fácil. Mucho me temo que no alcance con decir -tal vez fuese más sabio decir
que “creo ser”- un liberal. Ya de por sí, ese término entraña una primera
complicación. Como bien saben, “liberal” tiene significados distintos y
usualmente antagónicos, dependiendo de quién lo use y en qué contexto. Mi
difunta y querida abuela Carmen, por ejemplo, solía decir que un hombre era
liberal para referirse a sus costumbres disolutas, alguien que no sólo no iba a
misa sino que además hablaba pestes de los curas. Para ella, el prototipo que
encarnaba esa idea de “liberal” era un legendario ancestro mío que un buen día,
allá en mi Arequipa natal, le dijo a su esposa que iba hasta la plaza del
pueblo a comprar el diario, para nunca más volver. La familia no tuvo noticias
de él durante 30 años, hasta que el fugitivo caballero murió en París. “¿Y por
qué se escapó a París ese tío liberal, abuela?”. “¿Y a dónde más si no a París,
hijito? ¡Para corromperse, por supuesto!” Esta anécdota tal vez esté en el
remoto origen de mi liberalismo y de mi pasión por la cultura francesa.
En Estados Unidos y en el mundo
anglosajón en general, el término “liberal” tiene connotaciones izquierdistas y
a veces suele asociárselo con el socialismo o con posturas radicales. En
contrapartida, en Latinoamérica y España, donde la palabra fue acuñada en el
siglo XIX para describir a los rebeldes que luchaban contra la ocupación
napoleónica, me llaman liberal -o peor aún, neoliberal-, para exorcizarme o
desacreditarme, porque la perversión política de nuestra semántica ha transformado
el significado original del término -el de un amante de la libertad que se alza
contra la opresión- hasta darle una connotación conservadora o reaccionaria,
vale decir, un término que cuando es usado por un progresista, es sinónimo de
complicidad con todas las explotaciones e injusticias que padecen los pobres
del mundo.
En Latinoamérica, el liberalismo fue una
filosofía intelectual y política progresista que en el siglo XIX se oponía al
militarismo y a los dictadores y que aspiraba a la separación entre la Iglesia
y el Estado y al establecimiento de una cultura civil y democrática. En la
mayoría de esos países, los liberales fueron perseguidos, exiliados,
encarcelados o ejecutados por los regímenes brutales que con pocas excepciones
-Chile, Costa Rica, Uruguay y paremos de contar-, prosperaron en todo el
continente. Pero en el siglo XX, la aspiración de las elites políticas de
vanguardia era la revolución, y no la democracia, y esa aspiración era
compartida por muchísima gente que quería copiar el ejemplo de la guerrilla de
Fidel Castro y sus “barbudos” de Sierra Maestra.
Marx, Fidel y el Che Guevara se
convirtieron en íconos de la izquierda y la extrema izquierda. Dentro de ese
contexto, los liberales fueron considerados conservadores, defensores del
status quo, tergiversados y caricaturizados a tal punto que sus verdaderos
objetivos políticos y sus ideas genuinas sólo tenían llegada a círculos muy
pequeños, mientras que grandes sectores de la sociedad eran ajenos a ellos. Esa
confusión sobre el liberalismo estaba tan extendida que los liberales
latinoamericanos se vieron obligados a dedicar gran parte de su tiempo a
defenderse de las distorsiones y ridículas acusaciones que recibían por derecha
y por izquierda.
Recién en las últimas décadas del siglo
XX, las cosas empezaron a cambiar en Latinoamérica, y el liberalismo empezó a
ser reconocido como algo profundamente distinto del marxismo extremo y de la
extrema derecha, y es importante mencionar que eso fue posible, al menos en la
esfera cultural, gracias al valiente esfuerzo del gran poeta y ensayista
mexicano Octavio Paz y de sus revistas Plural y Vuelta. Tras la caída del Muro
de Berlín, el colapso de la Unión Soviética y la transformación de China en un
país capitalista (por más que autoritario), las ideas políticas también
evolucionaron en Latinoamérica, y la cultura de la libertad hizo importantes
avances en todo el continente.Más allá de eso, para mucha gente sigue siendo
difícil asimilar el verdadero sentido de la palabra “liberal”, y para complicar
aún más las cosas, ni siquiera los liberales parecen poder ponerse de acuerdo
del todo sobre lo que significa el liberalismo y lo que significa ser un
liberal. Quien haya tenido oportunidad de participar de alguna conferencia o
congreso de liberales sabrá que esos encuentros suelen ser de lo más
divertidos, ya que las discrepancias prevalecen sobre el acuerdo y porque como
solía ocurrir con los trotskistas, cuando existían, todo liberal es a la vez un
hereje y un sectario en potencia.
Como el liberalismo no es una ideología,
vale decir, no es una religión dogmática laica, sino más bien una doctrina
abierta y en evolución, que en vez de forzar la realidad para que ceda, se
acomoda a la realidad, existen entre los liberales profundas discrepancias y las
más diversas tendencias. Respecto de la religión y otros temas sociales, los
liberales como yo, agnósticos y propulsores de la separación entre la Iglesia y
el Estado y defensores de la despenalización del aborto, el matrimonio
homosexual y las drogas, solemos ser ásperamente criticados por otros liberales
que tienen opiniones opuestas sobre estas cuestiones. Esas diferencias de
opinión son saludables y útiles, ya que no violan los preceptos básicos del
liberalismo, a saber, democracia política, economía de mercado y la defensa de
los intereses individuales por sobre los intereses del Estado. Hay por ejemplo
liberales que creen que la economía es el campo donde deben resolverse todos
los problemas, y que el libre mercado es la panacea para los problemas, desde
la pobreza hasta el desempleo, desde la discriminación hasta la exclusión
social.
Esos liberales, que son como verdaderos
algoritmos vivientes, muchas veces le hacen más daño a la causa de la libertad
que los marxistas, primeros campeones de la absurda teoría de que la economía
es la base de la civilización, fuerza impulsora de la historia de las naciones.
Eso es simplemente falso. Son las ideas y la cultura las que marcan la
diferencia entre civilización y barbarie, y no la economía. La economía por sí
sola, sin el puntal de las ideas y la cultura, tal vez produzca óptimos
resultados en los papeles, pero no le da sentido a la vida de las personas, ni
les ofrece a los individuos razones para resistir la adversidad, mantenerse
unidos en la compasión, o vivir en un ambiente de verdadera humanidad. Es la
cultura, ese cuerpo de ideas, creencias y costumbres compartidas -entre las
cuales debe incluirse obviamente también la religión-, la que da vida y aliento
a la democracia y permite la economía de mercado, con su matemática fría y
competitiva de recompensar el éxito y castigar el fracaso, para evitar que todo
degenere en una lucha darwiniana en la cual, como dijo Isaiah Berlin, “la
libertad de los lobos es la muerte de los corderos”. El libre mercado es el
mejor mecanismo existente para generar riqueza, y cuando se lo complementa con
otras instituciones y usos de la cultura democrática puede impulsar el progreso
material de una nación a los espectaculares niveles a los que nos tiene
habituados. Pero el libre mercado es también un instrumento implacable que sin
el componente espiritual e intelectual que aporta la cultura, puede reducir la
vida a una feroz batalla egoísta a la que sólo sobreviven los más aptos.
Por lo tanto, el valor central del
liberal que yo aspiro a ser es la libertad. Gracias a esa libertad, la
humanidad ha podido hacer su viaje de las cavernas a las estrellas y la
revolución informática, y progresar desde las variadas formas de colectivismo y
asociaciones despóticas hacia los derechos humanos y la democracia
representativa. Los cimientos de la libertad son la propiedad privada y el
imperio de la ley. Ese sistema garantiza las menores formas de injustica
posibles, produce el mayor progreso material y cultural, frena con mayor
eficacia la violencia y genera el mayor respeto por los derechos humanos. Para
este concepto de liberalismo, la libertad es un concepto único e integral. La
libertad política y la libertad económica son inseparables, como las caras de
una moneda. Y como en Latinoamérica la libertad no es entendida de esa forma,
la región ha sufrido varios intentos fallidos de gobiernos democráticos. Eso
ocurrió ya sea porque las democracias que emergieron después de las dictaduras
respetaron la libertad política pero rechazaron la libertad económica, que
produjo inevitablemente más pobreza, ineficiencia y corrupción, o porque
condujeron a gobiernos autoritarios convencidos de que sólo con mano dura y
represión podría garantizarse el funcionamiento del libre mercado. Esa es una
peligrosa falacia que quedó demostrada en países como Perú, durante la
dictadura de Alberto Fujimori, y Chile, bajo Augusto Pinochet. El verdadero
progreso nunca ha surgido de regímenes como esos. Así se explica el fracaso de
las llamadas dictaduras “del libre mercado” de Latinoamérica.
Ninguna economía libre puede funcionar
sin un sistema de justicia eficiente e independiente, y ninguna reforma tiene
éxito si se implementa sin el control y la crítica de la opinión pública que
sólo son posibles en democracia. Quienes creyeron que el general Pinochet era
la excepción a la regla porque su régimen obtuve éxitos económicos luego
descubrieron, junto con las revelaciones del asesinato y tortura de miles de
ciudadanos, que el dictador chileno no solo era un asesino, sino un ladrón que
tenía cuentas con millones de dólares en el exterior, como el resto de los dictadores
latinoamericanos. La democracia política, la libertad de prensa y el libre
mercado son los cimientos de la posición liberal. Pero así formuladas, esas
tres expresiones poseen una cualidad abstracta y algebraica que las deshumaniza
y las aleja de la experiencia de la gente común. El liberalismo es mucho, mucho
más que eso. Básicamente, es tolerancia y respeto por el otro, y especialmente
por quienes piensan distinto, por quienes practican otras costumbres, veneran a
otro dios o a ninguno. Al aceptar convivir con quienes son diferentes, los
seres humanos dieron el paso más extraordinario en el camino hacia la
civilización. Fue una predisposición o un deseo que precedió a la democracia y
que la hizo posible, y que contribuyó más que cualquier descubrimiento
científico o que cualquier sistema filosófico a contrarrestar la violencia y a
aplacar el instinto de controlar y matar en las relaciones humanas. Es también
lo que despertó una natural desconfianza en el poder, en cualquier poder, y que
es como una segunda naturaleza de nosotros, los liberales.
El poder es inevitable, salvo en esas
encantadoras utopías de los anarquistas. Pero el poder sí puede ser controlado
y contrarrestado para que no se exceda. Es posible despojarlo de sus funciones
no autorizadas que oprimen al individuo, ese ser que para nosotros, los
liberales, es la piedra angular de la sociedad, y cuyos derechos deben ser
respetados y garantizados. La violación de esos derechos desencadena
inevitablemente una espiral de abusos que como ondas concéntricas, barren con
la idea misma de justicia social.
Defender a los individuos es la
consecuencia natural de creer en la libertad como valor individual y social por
excelencia, porque en el seno de una sociedad, la libertad se mide por el nivel
de autonomía del que gozan los ciudadanos para organizar sus vidas y trabajar
en pos de sus objetivos sin interferencias injusticias, vale decir, la lucha
por la “libertad negativa”, tal como la definió Isaiah Berlin en su célebre
ensayo. El colectivismo era necesario en los albores de la historia, cuando los
individuos eran simplemente parte de una tribu y dependían del conjunto de la
sociedad para su supervivencia, pero empezó a declinar a medida que el progreso
material e intelectual permitieron que el hombre dominara la naturaleza y
superara el miedo al rayo, a las bestias, a lo desconocido y al otro, todo
aquel que tenía otro color de piel, otro idioma y otras costumbres. Pero el
colectivismo ha sobrevivido a través de la historia en esas doctrinas e
ideologías que sitúan los supremos valores de un individuo en su pertenencia a
un grupo específico (la raza, la clase social, la religión o la nación). Todas
esas doctrinas colectivistas -nazismo, fascismo, fanatismo religioso, comunismo
y nacionalismo-, son enemigos naturales de la libertad y feroces enemigos de
los liberales. En todas las épocas, ese defecto atávico, el colectivismo, ha
levantado su horrenda cabeza para amenazar a la civilización y arrastrarnos de
vuelta a la era del barbarismo. Ayer tomó el nombre de fascismo y comunismo;
hoy se lo conoce como nacionalismo y fundamentalismo religioso.
Un gran pensador liberal, Ludwig
von Mises, siempre se opuso a la existencia de partidos liberales porque
sentía que esas agrupaciones políticas, al intentar monopolizar el liberalismo,
terminaban desnaturalizándolo, encasillándolo, y forzándolo a entrar en los
estrechos moldes de la lucha partidaria por el poder. Por el contrario, Mises
creía que la filosofía liberal debía ser una cultura general compartida por
todos las corrientes y movimientos políticos coexistentes en una sociedad
abierta y prodemocrática, una escuela de pensamiento que nutriera a los
socialcristianos, los radicales, los socialdemócratas, los conservadores y los
socialistas democráticos por igual. Hay mucho de verdad en esa teoría. De eso
modo, en el pasado reciente, hemos visto casos de gobiernos conservadores, como
los de Ronald Reagan, Margaret Thatcher y José María Aznar, que impulsaron
profundas reformas liberales. Al mismo tiempo, hemos visto a líderes
presuntamente socialistas, como Tony Blair en Inglaterra, Ricardo Lagos en
Chile, y actualmente José Mujica en Uruguay, que implementaron políticas
económicas y sociales que sólo pueden ser calificadas como liberales.
Aunque el término “liberal” sigue siendo
una mala palabra que todo latinoamericano políticamente correcto tiene
obligación de detestar, desde hace un tiempo, hay ideas y actitudes
esencialmente liberales que han comenzado a infiltrarse por derecha y por
izquierda en el continente de las ilusiones perdidas. Eso explica por qué en
años recientes, las democracias latinoamericanas no han colapsado ni han sido
reemplazadas por dictaduras militares, a pesar de las crisis económicas, la
corrupción y el fracaso de tantos gobiernos para alcanzar su potencial. Por
supuesto que algunos siguen allí: Cuba tiene esos fósiles autoritarios,
Fidel Castro y su hermano Fidel, que tras 54 años de esclavizar a su país, se
han convertido en los líderes de la dictadura más larga de la historia
latinoamericana, así como la desafortunada Venezuela, que de la mano del
presidente Nicolás Maduro, el sucesor a dedo del comandante Hugo Chávez, sufre
ahora las políticas estatistas y marxistas que muy pronto convertirán a
Venezuela en una segunda Cuba. Pero son dos excepciones, y hay que
enfatizarlo, en un continente que nunca antes había tenido una sucesión tan
larga de gobiernos civiles surgidos de elecciones relativamente libres. Y
existen casos interesantes y alentadores como el de Brasil, donde primero Lula
da Silva y luego Dilma Rousseff, antes de llegar a la presidencia, abrazaron la
doctrina populista, el nacionalismo económico y la tradicional hostilidad de la
izquierda hacia los mercados, pero que tras asumir el poder, practicaron la
disciplina fiscal y fomentaron la inversión extranjera, la inversión privada y
la globalización, a pesar de que ambos gobiernos se sumieron en la corrupción,
como ha ocurrido siembre con los gobiernos populistas, y finalmente fracasaron
en la continuidad de la reforma.
Más que la revolución, el mayor
obstáculo actual para el progreso en Latinoamérica es el populismo. Hay muchas
maneras de definir “populismo”, pero tal vez la más exacta sea que es una forma
de demagogia social y económica que sacrifica el futuro de un país a favor de un
presente efímero. Con un discurso fogoso imbuido de bravatas, la presidenta
argentina Cristina Fernández de Kirchner ha seguido el ejemplo de su marido, el
fallecido presidente Néstor Kirchner, con nacionalizaciones, intervencionismo,
controles y persecución de la prensa independiente, políticas que han llevado
al borde la desintegración a un país que es, potencialmente, uno de los más
prósperos del planeta. Otros tristes ejemplos de populismo son la Bolivia de
Evo Morales, el Ecuador de Rafael Correa y la Nicaragua del comandante
sandinista Daniel Ortega, quienes en varios aspectos, siguen implementando el
centralismo del control estatal que tantos estragos ha causado en todo nuestro
continente.
Pero son las excepciones y no la regla,
como era hasta hace poco en Latinoamérica, donde no sólo se están desvaneciendo
los dictadores, sino también las políticas económicas que mantuvieron a
nuestros pueblos en el subdesarrollo y la pobreza. Hasta la izquierda se ha
mostrado reacia a faltar a su palabra de privatizar las jubilaciones -ya se ha
hecho en 11 países latinoamericanos, hasta la fecha-, mientras que la izquierda
de Estados Unidos, más reaccionaria, se opone a la privatización de la
seguridad social. Son todos signos positivos de cierta modernización de la
izquierda, que sin reconocerlo, admite que el camino hacia el progreso
económico y la justicia social pasa por la democracia y los mercados, algo que
los liberales venimos predicando en el desierto desde hace mucho tiempo. De
hecho, si la izquierda latinoamericana ha aceptado las políticas liberales,
tanto mejor, por más que las disfracen de una retórica que lo niega. Es un paso
hacia adelante que deja entrever que Latinoamérica finalmente se estaría
deshaciendo del lastre de las dictaduras y el subdesarrollo. Se trata de un
avance, al igual que el surgimiento de una derecha civilizada que ya no cree
que la solución a los problemas es golpear la puerta de los cuarteles, sino más
bien aceptar el voto y las instituciones democráticas y hacerlas funcionar.
Otra señal positiva del incierto
escenario latinoamericano actual es que el acendrado y antiguo sentimiento
antinorteamericano que recorría el continente ha disminuido notablemente. Lo
cierto es que hoy, el sentimiento antinorteamericano es más fuerte en ciertos
países de Europa, como Francia y España, que en México o Perú. Es cierto que la
guerra en Irak, por ejemplo, movilizó a vastos sectores de todo el espectro
político europeo, cuyo único denominador común parecía ser no el amor por la
paz sino el resentimiento y el odio hacia Estados Unidos. En Latinoamérica, esa
movilización fue marginal y estuvo prácticamente confinada a los sectores de la
izquierda más radicalizada, aunque en los últimos días el apoyo de Estados
Unidos a la invasión israelí a la Franja de Gaza y la feroz masacre de civiles
ha revivido un sentimiento antinorteamericano que parecía haberse desvanecido.
Ese cambio de actitud hacia Estados
Unidos reconoce dos razones, una pragmática y otra del orden de los principios.
Los latinoamericanos que conservan el sentido común entienden que por razones
geográficas, económicas y estratégicas, las relaciones comerciales fluidas y
sólidas con Estados Unidos son indispensables para nuestro desarrollo. Además,
la política exterior norteamericana, en vez de apoyar a las dictaduras, como
hacía en el pasado, ahora apoya sistemáticamente a las democracias y rechaza
las tendencias autoritarias. Eso ha contribuido ostensiblemente a reducir la
desconfianza y la hostilidad de las filas democráticas latinoamericanas frente
a su poderoso vecino del norte.
Ese acercamiento y esa colaboración son
cruciales para que Latinoamérica avance rápidamente en su lucha para eliminar
la pobreza y el subdesarrollo.
En los últimos años, este liberal que
habla ahora frente a ustedes se ha visto enredado con frecuencia en la
controversia, por defender una imagen real de Estados Unidos, que las pasiones
y los prejuicios políticos han deformado, en ocasiones, hasta el punto de la
caricatura. El problema que enfrentamos quienes intentamos combatir esos
estereotipos es que ningún país produce tanto material artístico e intelectual
antinorteamericano como el propio Estados Unidos -país natal, no olvidemos, de
Michael Moore, Oliver Stone y Noam Chomsky-, al punto que uno se pregunta si el
antinorteamericanismo es uno de esos astutos productos de exportación
fabricados por la C.I.A. para hacer posible que el imperialismo manipule
ideológicamente a las masas del Tercer Mundo.
Antes, el antinorteamericanismo era
especialmente popular en Latinoamérica, pero ahora se produce en algunos países
europeos, especialmente en aquellos que se aferran al pasado que ya fue, y que
se resisten a aceptar la globalización y la interdependencia de las naciones en
un mundo en el que las fronteras, antes sólidas e inexpugnables, se han vuelto
porosas y cada vez más difusas. Por supuesto que no todo lo que pasa en Estados
Unidos es de mi agrado. Lamento, por ejemplo, que muchos estados todavía
apliquen ese horror que es la pena de muerte, al igual que muchas otras cosas,
como el hecho de que la represión está por encima de la persuasión en la lucha
contra las drogas, a pesar de las lecciones que dejó la Prohibición. Pero en el
balance de sumas y restas, creo que Estados Unidos es la democracia más abierta
y funcional del mundo, y la que tiene mayor capacidad de autocrítica, que le
permite renovarse y actualizarse más rápidamente en respuesta a los desafíos y
las necesidades de un contexto histórico en cambio. Es una democracia que
admiro justamente por lo que temía el profesor Samuel Huntington: una
formidable mezcla de razas, culturas, tradiciones y costumbres, que han logrado
coexistir sin matarse unas a otras, gracias a la igualdad ante la ley y la
flexibilidad de un sistema que hace lugar en su seno para la diversidad, bajo
el denominador común del respecto por la ley y por el otro.
En mi opinión, la presencia de 50
millones de personas de origen latinoamericano en Estados Unidos no amenaza la
cohesión social o la integridad del país. Por el contrario, potencia a la
nación, aportando una corriente de vitalidad cultural de enorme energía, en la
cual la familia es un bien sagrado. Con su deseo de progreso, su capacidad de
trabajo y su aspiración al éxito, esa influencia latinoamericana será de gran
provecho para una sociedad abierta. Sin renegar de sus orígenes, esta comunidad
se está integrando con lealtad y cariño a este nuevo país, y forjando fuertes
vínculos entre las dos Américas. Y eso es algo de lo que puedo dar fe casi en
carne propia.
Cuando mis padres ya no eran jóvenes, se
convirtieron en dos de esos millones de latinoamericanos que emigraron a
Estados Unidos en busca de oportunidades que su país no les ofrecía. Vivieron
en Los Ángeles durante casi 25 años, ganándose la vida con sus manos, algo que
nunca habían tenido que hacer en Perú. Durante muchos años, mi madre fue obrera
textil en una fábrica llena de mexicanos y centroamericanos, entre los cuales
hizo excelentes amigos. Cuando murió mi padre, pensé que mi madre regresaría a
Perú, como él le había pedido. Pero ella decidió quedarse, vivir sola, e
incluso solicitó y obtuvo la ciudadanía estadounidense, algo que mi padre nunca
quiso hacer. Más tarde, cuando los achaques de la edad la obligaron a volver a
su tierra natal, siempre recordó Estados Unidos como su segunda patria, con
orgullo y gratitud. Para ella, nunca hubo incompatibilidad en sentirse peruana
y estadounidense al mismo tiempo: ni el menor atisbo de un conflicto de
lealtades. Y creo que el caso de mi madre no es excepcional, y que hay millones
de latinoamericanos que sienten lo mismo y que se transformarán en puentes
vivientes entre dos culturas de un continente que hace cinco siglos fue
integrado a la cultura occidental.
Tal vez este recuerdo sea más que una
evocación filial. Tal vez, en este ejemplo veamos un atisbo del futuro.
Soñamos, como suelen hacer los novelistas: un mundo libre de fanáticos,
terroristas y dictadores, un mundo de distintas razas, credos y tradiciones,
coexistiendo en paz gracias a la cultura de la libertad, en el que las fronteras
sean puentes que hombres y mujeres pueden cruzar en pos de sus objetivos, y sin
más obstáculo que su suprema y libre voluntad.
Entonces, ya no hará falta hablar de
libertad, porque será el aire que respiramos, y porque todos seremos
verdaderamente libres. El ideal de Ludwig von Mises de una cultura universal,
imbuida de respeto por la ley y por los derechos humanos, se habrá hecho
realidad.
Traducción de Jaime Arrambide
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