Alberto Barrera Tyszka 05 de diciembre de 2014
Cada vez que Nicolás Maduro habla de la
“revolución dentro de la revolución” no hace sino recordarnos que Chávez
fracasó, que después de 15 años y más de 1.000 millones de dólares, estamos
otra vez en crisis, tratando de reflotar permanentemente la utopía. Ya parece
un chiste: ante cualquier problema, ante el más mínimo inconveniente, el
gobierno acude a una supuestamente novedosa re-revolución. Maduro es un
demagogo en modo defensivo. Acusa a la realidad de golpista mientras se dedica
a reinventar sus promesas.
Es asombrosa la cantidad de revoluciones
que el gobierno ha propuesto durante todos estos meses. La revolución bancaria,
la revolución económica productiva, la revolución del Estado, la revolución
fiscal, la revolución del conocimiento, la revolución del socialismo
territorial, la revolución alimentaria, la revolución de la profundización de
las misiones, la revolución tributaria, la revolución ética… Al paso que va,
Maduro terminará su gobierno hablando de la revolución de los semáforos, la
revolución de los tallos de orégano orejón, la revolución de la siembra de
cariaquito morado, la revolución de los revolucionarios que no revolucionan la
revolución.
Al parecer, se trata de un inmenso y
desordenado juego retórico que permite mantener más o menos caliente la
temperatura de la esperanza, mientras la casta (como la llamaría Pablo
Iglesias, si Pablo Iglesias fuera venezolano) sigue acumulando poder y
apropiándose o controlando todos los espacios independientes del país.
Necesitan que el mito de la revolución siga bullendo, de cualquier manera,
mientras se consolidan como la nueva oligarquía del país.
Hace poco anunciaron una flamante
“revolución policial”. Debido a una circunstancia violenta aún no aclarada, una
balacera entre funcionarios y grupos civiles armados que también actúan como si
fueran funcionarios, la revolución anterior se frunció, cayó en desgracia y fue
pateada hasta el fondo de la historia. Así, entonces, de la nada ideológica del
desespero, surgió una nueva revolución. Como reacción oficial ante el desastre.
Como manera de ocultar la realidad. Como parapeto.
Y comenzó de la misma manera como han
empezado todas las revoluciones promovidas anteriormente: ¡con una comisión
presidencial! Aquí hasta los supuestos gobiernos populares nacen, se rigen y
son administrados por una cofradía que depende del Palacio de Miraflores. La
idea de participación que tiene el gobierno es cada vez más reducida. No
necesitan al pueblo para hacer revoluciones. Lo de ellos es otra cosa. La
revolución es un papel. La revolución es trámite, un fetiche, una mercancía.
Ya nos estamos acostumbrando a que los
cierres de los períodos habilitantes tengan algo de orgía, de apuro y exceso,
de danza incomprensible, cuya resaca llega con la Gaceta Oficial y tiene
efectos incurables. En este contexto, y a cuenta también de la “revolución
policial”, esta semana Maduro firmó una nueva ley anticorrupción y anunció la
creación de un cuerpo de seguridad dedicado especialmente a la lucha contra ese
flagelo.
He pasado días tratando de imaginar cómo
podría ser ese comando galáctico, esa pandilla de superhéroes bolivarianos,
capaz de enfrentarse a monstruos tan grandes como la bancada oficialista, que
controla la Asamblea Nacional y que lleva años impidiendo cualquier debate
público sobre la corrupción. ¿Acaso eso no es ya una forma de complicidad? ¿No
deberían comenzar investigándolos a todos?
Mientras la élite se dedica a concentrar
más poder, el espectáculo de la revolución continúa. La producción de
espejismos no puede detenerse. No han podido, en casi un año, cumplir la
promesa de mostrarle al país la lista de las empresas de maletín que se robaron
más de 20.000 millones de dólares. Han impedido que avance cualquier denuncia.
No han querido investigar a fondo ningún caso. Pero que nadie se angustie.
Ahora sí viene la revolución remoral. Ya tenemos una nueva ley. Ya tenemos una
nueva policía especializada en perseguir fantasmas.
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