Luis Gómez Calcaño 05 de diciembre de 2014
Muchos venezolanos viven el día a día
acompañados por un duelo escondido; no aquel duelo real e inevitable de quienes
han perdido seres queridos por enfermedades, en muchos casos no atendidas, por
accidentes evitables o peor aún, por la violencia impune del Estado, del
paraestado o de la delincuencia. No se trata de este duelo por una persona
específica, sino de uno por el país, o al menos por la idea que uno se hace de
lo que debe ser un país. El duelo personal ha sido tan estudiado que hasta se
describen sus etapas, que suelen terminar, después de un plazo más o menos largo,
con la absorción y aceptación del dolor y la reinserción en la vida cotidiana.
Pero el duelo por un país se parece más al de los familiares de las personas
secuestradas: no se sabe si ella vive o no, pero no se le puede llorar como
muerta ni abandonarla a su suerte; es una situación abierta, por lo que a la
vez se hace indispensable y escandaloso seguir viviendo, trabajando y hasta
negociando con los criminales que se han apoderado de la vida, no solo del
secuestrado, sino de la de sus seres más cercanos. El secuestrador logra su
inmenso poder basándose precisamente en el amor de la familia por el
secuestrado y su disposición a hacer los mayores sacrificios por mantenerlo
vivo; juega con esos sentimientos para lograr la complicidad de unos y otros:
uno, exigiendo su libertad a toda costa, y los otros, sometiéndose a las
condiciones del secuestrador con la esperanza de recuperar a la víctima.
Mientras tanto, la vida cotidiana queda como suspendida, y aunque sea necesario
seguir con las rutinas, ellas van perdiendo su sentido y se convierten en
rituales dolorosos y vacíos.
Por eso, la situación del familiar del
secuestrado se convierte en un duelo escondido: un duelo que no es legítimo
aún, porque no se ha producido el desenlace, y por lo tanto no permite retraerse
del mundo para recuperar fuerzas, sino que exige enfrentar la amenaza, estando
preparados para lo peor. Pero no es fácil saber cómo enfrentarla: ¿recurriendo
a la fuerza o a la persuasión? ¿Cediendo a todas las exigencias o negándose a
negociar? ¿Haciendo exigencias al secuestrador, arriesgándose a que se rompa
toda posibilidad de recuperar al secuestrado?
No es raro, por lo tanto, que las
familias se dividan ante esos dilemas: si bien todos tienen el mismo objetivo,
rescatar al secuestrado, no necesariamente hay acuerdo acerca de la mejor
manera de lograrlo. Dado el carácter vital de lo que se discute, cualquier
decisión estará llena de riesgos y, si no se logra el objetivo, de reproches
eternos. Mientras tanto, el secuestrador aprovecha estas divergencias para
mejorar su posición, aumentar el rescate exigido y prolongar el secuestro. Es
por eso que muchas veces las familias que pueden darse ese lujo contratan
especialistas para llevar adelante la negociación con los secuestradores.
Cuando el secuestrado es un país tampoco
se conoce el desenlace; aunque se podría alegar que los países no mueren, la
historia muestra que algunos han sufrido esta suerte, sobre todo como resultado
de guerras civiles o internacionales; pero, tal como en un secuestro prolongado,
puede ocurrir que la víctima termine acostumbrándose a su situación y hasta
identificándose con su victimario, mientras quienes quisieran rescatarla temen
empeorar la situación si no se adaptan a las exigencias del criminal. Y esto se
agrava si no existe una autoridad eficiente, capaz de intervenir para liberar
al secuestrado sin arriesgar su vida.
Cuando el secuestrado es un país, la
amenaza de muerte puede tomar varias formas: sometimiento total a un Estado
extranjero; guerra civil que destruya, además de miles de vidas, los medios de
vida del país; establecimiento de un régimen totalitario que destruya todo
vestigio de autonomía personal; desmembramiento de porciones de territorio y de
población. Aunque se mantuvieran formalmente las instituciones, el resultado
sería el mismo: un país de puras formas, pero carente de una identidad común y
de verdaderos ciudadanos.
Cada día que pasa parece acercarnos a
uno de estos desenlaces, pregonados abierta o veladamente por los
secuestradores del país. Cada día que pasa, muchos resuelven la incertidumbre
dando por muerto al país y yendo a vivir su duelo lo más lejos posible. Cada
día que pasa, los que se quedan viven la nostalgia por los que se fueron, pero
a la vez se alegran de que hayan escapado de las manos de los secuestradores.
Cada día que pasa, va estrechándose la diferencia entre el país secuestrado y
quienes lo quieren rescatar: el duelo del familiar se va convirtiendo en el
terror del secuestrado. ¿Será posible que los que todavía no están del todo
secuestrados puedan ponerse de acuerdo para liberarlo?
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