Por Juan Jesús Aznárez
Carcomida hoy por el
desgobierno, la corrupción y los imposibles, la revolución bolivariana nació
hace 17 años a caballo del caudillismo del ex teniente coronel Hugo Chávez
Frías, el agotamiento del bipartidismo histórico y el hartazgo de los pobres de
Venezuela, mayoría en el padrón electoral. Imponiendo una institucionalidad
sectaria, menospreciando la importancia de las libertades y el pluralismo, los
ideologizados jefes del movimiento dividieron el país en dos mitades. La
porción beneficiadapor las políticas asistencialistas de Chávez le
correspondió en las urnas, derrotando sucesivamente a la porción
opositora, condenada a un largo ostracismo, sometida por el rodillo
gubernamental, sus propios errores y la manipulación de la justicia.
América Latina convalecía de
las barbaridades causadas por los regímenes militares en Argentina,
Brasil, Uruguay, Chile y Centroamérica, cuando el oficial de paracaidistas Chávez
y otros conspiradores castrenses intentaron constituir un gobierno de perfil izquierdista
mediante el golpe de 1992 contra Carlos Andrés Pérez. Fracasaron,
pero el pueblo había simpatizado con el gallo de la asonada, que optó por presentarse a las generales de 1998 después
de una breve estancia en prisión. Las ganó con una promesa fundacional: hacer
picadillo a los políticos del bipartidismo, Acción Democrática (AD),
socialdemócrata y COPEI, democristiano.
A la carrera, una Asamblea Constituyente redactó en 1999 la
Constitución bolivariana que sustituyó a la vigente desde 1961, y comenzó la
hoja de ruta hacia el monopolio político y la implantación del nuevo orden. La
pacífica alternancia en Venezuela captó la atención de los revolucionarios de
otras latitudes, convencidos de que era posible la toma del poder aprovechando
las herramientas de la democracia: con procesos constituyentes y
referendos. Pero el chavismo es un fenómeno irrepetible no
tanto por la singularidad de su fallecido jefe de filas, o el híbrido doctrinal
de sus mentores, sino por la entrada en liza de la herramienta facilitadora del
populismo y el paternalismo de Estado: el petróleo.
El barril cotizaba a ocho
dólares cuando Chávez llegó al poder en 1998 y fue
trepando hasta a los ciento quince y los cien mil millones en ingresos
petroleros en 2008. Las millonadas financiaron una nueva redistribución de
la renta nacional: las denominadas misiones, los programas sociales en
vivienda, alimentación, salud y educación que favorecieron a los ranchos y
barriadas, hasta entonces invisibles, relegados por los viejos
partidos. El gasto público fue con Chávez unidireccional, hacia su
gente, y explica, en buena medida, los triunfos en las urnas. Murió en
2013 y dejó dicho que le sustituyera Nicolás Maduro, que recibió una tesorería
menguante.
Siendo la economía y la
sociedad venezolanas mayormente improductivas, parasitarias del crudo, cuando el
precio del barril se desplomó, temblaron las crujías y muros de carga de la
revolución bolivariana. Desde junio de 2014, el barril perdió el 61% de su
valor. Con poco que ofrecer a una clientela electoral,
progresivamente malhumorada, el gobierno se vino abajo en las encuestas.
El ocaso del chavismo es ahora tan obvio como incierto el voto de sus
usufructuarios.
En las presidenciales de
2013, Nicolás Maduro obtuvo 7.586.251 sufragios y
Henrique Capriles, 7.361.512; en las parlamentarias de diciembre del 2015, los
chavistas sumaron 5.615.300 y la oposición, 7.720.578. La oposición ganó
359.066 apoyos y el chavismo perdió 1.870.951. Conclusión: la clave no es
tanto el crecimiento de la oposición como la abstención del chavismo, harto de
las colas y de Maduro, cuyas bravuconadas apenas pueden disimular su
incompetencia al frente del gobierno.
01-02-16
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