ALBERTO BARRERA TYSZKA 18 de febrero de 2016
Hace
dos años, Leopoldo López se entregó al Gobierno venezolano. Sabía que no se
estaba poniendo en manos de la justicia sino del partido que controla la
justicia en el país. Fue una decisión política. Y fue ejecutada siguiendo los
elementos del espectáculo político: un evento público, un discurso épico, un
protagonista abrazado a la bandera nacional, despidiéndose de su amada e
inmolándose ante las masas. López estaba realizando un sacrificio y una
inversión. Tomó un riesgo. Era el final de una apuesta que ya había iniciado
antes, sin el acuerdo de la mayoría de la oposición, al convocar a marchas para
exigir la salida de Maduro. Cuestionable o no, fue una decisión política. No un
delito.
Veinticuatro
meses después, en medio de una crisis sin precedentes, el propio chavismo
discute la salida de Maduro y Leopoldo López paga una condena de 14 años,
después de pasar por uno de los juicios más delirantes y perversos que conozca
la historia del país.
La
sentencia tiene casi 300 páginas y su argumento principal es el lenguaje. López
fue sancionado por su uso del “arte de la palabra”. Es una condena basada en la
interpretación de los signos como poderes fácticos. López está legalmente preso
gracias a un ejercicio particular de lectura. Así, el Gobierno se convierte en
traductor oficial de cualquier narrativa. Más allá de lo que digan los otros,
el poder decreta qué quisieron decir realmente. Para el sistema de justicia
venezolano, el discurso político de la oposición es un crimen. López es
semiológicamente culpable.
Esta
semana, la Asamblea con mayoría opositora aprobó una Ley de Amnistía y de
Reconciliación Nacional. La propuesta supone que muchos detenidos —entre ellos
López— recuperen su libertad. En medio del debate, Diosdado Cabello reiteró la
versión del oficialismo: “Aquí no va a haber ni ley de amnesia, ni amnistía,
aquí lo que habrá es patria. Esa ley no va a ser ejecutada, no va a haber
libertad para los asesinos”. Sigue el mismo guión que mediáticamente insiste en
culpar a la oposición de todas las muertes. Las investigaciones, sin embargo,
no arrojan ese mismo resultado. La mayoría de los 42 homicidios, ocurridos en
el contexto de las manifestaciones, continúan sin resolverse.
Dos años
después, el país es otro. La polarización está siendo devorada por la crisis
económica. Y la política más eficaz de Maduro parece haber sido la represión.
Porque
Leopoldo López no es el único. Su caso es el más visible. Tiene además una
musculatura internacional sorprendente. Su esposa aparece en La Moncloa con
Rajoy o en el acto de juramentación de Mauricio Macri. Organizaciones mundiales
y congresos de otros países abogan a su favor. Pero junto a él hay muchos
venezolanos detenidos y sometidos a procesos judiciales viciados. Hay todo un
país agazapado, con temor. El Gobierno aprovechó las manifestaciones del 2014
para ejercer la represión, reforzar la autoridad militar y legitimar distintas
formas de violencia oficial. El triunfo electoral de la oposición, en diciembre
pasado, lleva al límite este enfrentamiento entre la experiencia civil y el
modelo militar.
Mientras
el país espera que Maduro anuncie finalmente algunas medidas económicas contra
la crisis, el pasado 11 de febrero, a través de un decreto presidencial, se
creó una “empresa militar” para actuar “sin limitación alguna” en cualquier
actividad lícita relacionada con el petróleo, el gas y la minería. Todo es
parte de lo mismo. Maduro solo ha sido una fachada civil para consolidar al
poder militar. Se trata de la culminación del proyecto que inició Chávez: la
refundación de caudillismo, la reinvención del autoritarismo latinoamericano.
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