Por Francisco José Virtuoso
La situación venezolana
empeora cada vez más. La gran mayoría está en situación de precariedad y grave
necesidad. La escasez de alimentos y medicinas, el racionamiento de luz y agua,
el incremento del costo de la vida, la inseguridad y la violencia, convierten
la vida cotidiana en un tormento. Cada vez más se propagan las protestas y
saqueos en las kilométricas colas que rodean los centros de distribución de
alimentos y medicinas. La vida de la gente está al borde de una crisis
humanitaria, y cada día que pasa sin tomar decisiones adecuadas agrava más el
riesgo de caer en esa situación.
Esta es la verdad, la triste
verdad de lo que estamos viviendo en Venezuela. Como bien se ha declarado,
estamos en emergencia alimentaria y sanitaria, lo cual demanda respuestas
inmediatas y acciones que en el corto y mediano plazo restablezcan las
condiciones económicas e institucionales para enfrentar estructuralmente las
causas que originan estos problemas. Hace falta, pues, un plan programático,
con acciones concertadas a nivel nacional e internacional, con un horizonte
compartido y con objetivos claros.
Ante la emergencia, el
Gobierno emitió el pasado 14 de enero un Decreto de Emergencia Económica, que
en esencia establece la suspensión de un conjunto de garantías económicas para
que el Ejecutivo Nacional tome medidas directas y discrecionalmente sobre la
economía nacional. La Asamblea Nacional, lo rechazó el 22 de ese mismo mes,
después de un infructuoso esfuerzo en la búsqueda de información y
profundización de las justificaciones aducidas, con los representantes del
Ejecutivo Nacional y las instituciones del Estado directamente involucradas. El
viernes pasado el decreto fue resucitado por la Sala Constitucional del Tribunal
Supremo de Justicia. Es decir, para el Gobierno, y el oficialismo en su
conjunto, la solución sigue estando en la aplicación de medidas de control e
imposición sobre el sistema monetario, el acceso a la moneda local y
extranjera, la distribución de bienes y servicios, el control de precios, la
disposición “excepcional” por parte del Estado de bienes privados de producción
y distribución etc., sin ningún tipo de control por parte de la Asamblea
Nacional.
Con esta decisión de la Sala
Constitucional, se materializa lo que desde el resultado electoral del 6 de
diciembre pasado ha buscado el gobierno nacional: prescindir de la Asamblea
Nacional, anulándola en sus funciones de legislar y controlar. Hasta ahora se
había logrado mantener el juego de la división de poderes establecido
constitucionalmente y con ello un puente de confluencia, al menos para el
debate y contraposición de ideas.
La sentencia de la Sala
Constitucional profundiza el conflicto de poderes, sin un árbitro imparcial. El
Gobierno tensa la cuerda, con dos objetivos: el primero, anular en la práctica
el significado del triunfo de la oposición del pasado 6 de diciembre. El
segundo, elevar el nivel de confrontación con la Asamblea Nacional y otros
sectores de la sociedad para provocar un conflicto abierto y directo en la
calle, donde pudiera obtener beneficios y victimizarse. Si la oposición cae en
la provocación y se desvía del cauce institucional, será descalificada e
ilegalizada. Lamentablemente hay quienes así piensan.
La gente espera amargamente en
las colas, entre angustias, miedo y frustración. La paciencia tiene un límite.
Seguir metiendo leña al fogón puede provocar un infierno, en donde los más
pobres serán los mayores perdedores. Hay que llamar al protagonismo ciudadano
para que ejerza en el marco de la Constitución su soberanía, haciendo escuchar
su voz y exigiendo responsabilidad a sus gobernantes.
17-02-16
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