Carlos Raúl Hernández 04 de julio de 2016
@CarlosRaulHer
Los
trajinados términos gobernar y gobernabilidad parten de que todo sistema en la
naturaleza y en la sociedad tienen tendencia a descomponerse, lo que los
expertos llaman entropía. La “cabeza” -el gobierno- de ese sistema actúa
metódicamente para aplacar las propensiones al desorden e introducir
estabilidad. Por eso, cuando una sociedad está adecuadamente dirigida,
básicamente se autogobierna y con el imperio del Estado de Derecho, la
ciudadanía crea lo necesario para satisfacer sus necesidades. La energía de la
gente se despliega y aparecen círculos virtuosos en las diversas áreas de la
acción humana. Las contradicciones se hacen dinámicas, no antagónicas, con
crecimientos económicos, institucionales, organizativos, tecnológicos. Según la
experiencia milenaria, desde Sumeria hasta Perú hoy, pasando por Suecia o
Dinamarca, el papel de gobernar es dar delicados toques de timón.
Así se
corrigen a tiempo los gérmenes de entropía cuando aparecen sin contravenir las
energías de crecimiento. Cuando los conflictos sociales, económicos y políticos
son inmanejables, antagónicos, se dice que una sociedad se encuentra en estado
de ingobernabilidad, como vemos. El gobierno no gobierna y sus decisiones más
bien profundizan y amplían los
problemas, hasta que en un momento solo se limita a sobrevivir a través de
aberrantes operaciones que incuban mayores conflictos. La solución debe
necesariamente ser democrática, para que sea la vida civil la que trace el
rumbo, pero son esenciales las previsiones sobre la gobernabilidad en el paso
siguiente. Con la soberanía del hampa, la crisis de abastecimiento, grupos irregulares
armados, la miseria, la inflación y las exigencias de pago de la deuda externa,
la perspectiva entrópica no puede escaparse del razonamiento.
Después que ganes ¿qué?
Ganar
y cobrar un eventual revocatorio implica negociar los mecanismos para que los
revolucionarios no promuevan la previsible creación de anarquía que un gobierno
con precario apoyo militar difícilmente tendría cómo enfrentar. El Estado
fallido, la convulsión, el caos, la violencia configuran un squerzzo que
algunos sabios de hamaca desestiman
porque “ya Venezuela es un Estado fallido”, con lo que evidencian que no
tienen idea de lo que dicen. La pesadilla podría comenzar si una alianza de
grupos revolucionarios y el hampa deciden hacer imposible la vida de un
eventual nuevo gobierno, en el contexto de unas FAN convulsionadas y
fragmentadas. Eso lo saben Obama, el Papa, la OEA, Troudeau, Felipe González,
Zapatero, los organismos multilaterales, Europa, que insisten en la necesidad
de diálogo y debían saberlo quienes comparten responsabilidad de dirigir el
cambio.
Desde
ahora hay que agotar la posibilidad de pactos nacionales, regionales,
sectoriales y locales de gobernabilidad. Un estadista, si ve cercana su opción
de poder, tendría que preocuparse por evitar noches y días de cuchillos largos.
Fuera de ilusiones y emociones, la inestabilidad es elemento notorio en un
scherzo de corto plazo en Venezuela y hay que recordar las sombras de Irak,
Líbano, Yugoslavia, Siria, Libia, saqueos, violaciones, matazones, cuartelazos,
terrorismo e intentar prevenirlas a través de compromisos, negociaciones; en
síntesis, diálogo, aunque los chorlitos vuelan con el moliente canto radical.
Si la tantas veces citada Violeta Chamorro dialogó para nombrar al hermano de
Daniel Ortega ministro de la Defensa, o la oposición chilena se acordó con
Pinochet, no fue por simpatía ni por
traidores, sino porque evaluó que de lo contrario le sería improbable gobernar.
Dialogar saca la piedrita
Las
palabras son una confusa representación de las cosas, y los actos mismos suelen
ser de significados ambiguos. Un beso para celebrar la madrugada no es lo mismo
que el de Judas y sin embargo la misma palabra sintetiza las dos acciones. Por
eso y mucho más Voltaire escribió que “el lenguaje es con frecuencia un
instrumento para encubrir el pensamiento”. Y eso ocurre cuando el lenguaje se
cosifica, pierde sus atributos esenciales y palabras como diálogo se hacen
pesadas piedras de prejuicios, dogmas, necedades, para romperle la cara a
otros. No hablar por definición con el adversario es prepolítica en estado
puro, patología revolucionaria que contagia demasiada gente que asocia diálogo
con componenda y traición. Ha sido necesario decir púdicamente “diálogo y
también calle y también revocatorio” (y lo que sea) para eclipsar ese pecado
con elementos bautismales que lo purifiquen, el agua y la sal bíblicos.
“En
las guerras los jóvenes mueren y los viejos discuten”, dijo Aquiles
encolerizado a Agamenón. Hay que hablar para evitarlas. Kennedy y Jruschev, por
fortuna no tan viriles como algunos tuiteros locales, se cuidaron de no perder
jamás el contacto durante los doce días de la Crisis de los Cohetes en 1962,
aunque en las dos potencias había desquiciados que querían la guerra nuclear.
Al final, por ventura, se transaron en dramáticas conversaciones: cambiar los
cohetes de Cuba por los de Turquía y compromiso de no intervención. Fidel
Castro quería entonces hacer saltar el mundo en pedazos para que naciera la
nueva sociedad, como Mao cuando ofreció la vida de trescientos millones de chinos
para derrotar al imperialismo. Tienen discípulos igualmente machos por aquí.
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