Ysrrael Camero 05 de julio de 2016
El
progresismo se encuentra siempre en diálogo con tres tradiciones políticas
distintas que se han venido desarrollando y transformando a lo largo de los
últimos dos siglos. Primero, con la liberal, con su defensa de los derechos
individuales y su énfasis en la limitación del poder. Segundo, con la tradición
socialista, que impulsa la construcción racional de un orden humano más justo e
igualitario. Y, finalmente, con la tradición democrática, que coloca en la
voluntad de las mayorías el control del poder, para lograr así que cada ser
humano tenga el control efectivo sobre su propia vida.
La
interacción entre estas tradiciones le dio forma a prácticas y conceptos como
los del Estado liberal democrático, el Estado social de derecho, los de la
Seguridad social, el Estado de Bienestar, a nociones tan distintas como las de
justicia social, socialdemocracia, democracia social, liberalismo social,
socialismo de izquierda, etc.
El
ámbito de acción espacial de estas prácticas, las cuales representan avances
logrados a partir de inmensos procesos de lucha colectiva, de movilizaciones
colectivas para transformar la realidad, se ha institucionalizado en el seno de
los Estados nacionales.
El
mismo proyecto democrático contemporáneo, la democracia realmente existente, se
desarrolla dentro de Estados espacialmente determinados, que han sido
escenarios fundamentales de las grandes conquistas sociales. Porque ha sido
dentro del Estado-nación es donde el funcionamiento del poder ha podido ser
democratizado, ha podido ser colocado en manos de los ciudadanos, ha podido ser
limitado, encausado y dirigido.
Pero
he aquí donde la práctica y el pensamiento progresista debe prestar especial
atención. El impacto cultural, social, económico y político de los cambios
tecnológicos ha transformado a nuestras sociedades desde su cotidianidad hasta
su forma de producir, de organizarse y de construir su sentido de pertenencia.
La
superación del Estado-Nación es uno de los factores que está sometiendo a la
democracia a unos altos niveles de tensión, el desencanto ciudadano, el déficit
de la representación, el crecimiento de opciones antipolíticas y
antisistémicas, de fenómenos denominados “populistas” son la expresión epidérmica
de una profunda crisis de representación: es el proyecto democrático el que se
encuentra en crisis.
Es
aquí, pensando desde la reconstrucción de la Venezuela actual, que debemos
pensar y actuar las fuerzas progresistas, en diálogo con las tradiciones políticas
de las que bebemos, y en diálogo creativo con el mundo que hemos heredado y que
es nuestra responsabilidad transformar.
Para
hacer vigente los valores progresistas es imprescindible que nos ubiquemos en
este reto. Sabiendo que la utopía ultraliberal del Estado mínimo, socialmente
ausente, no es compatible con la democracia y con las exigencias concretas de
la ciudadanía debemos avanzar en un camino superador, integrador, que permita
darle poder efectivo al ciudadano sobre su vida, para que sea efectivamente
libre, reivindicando también la capacidad de construir colectivamente un orden
liberador e igualitario. He aquí el reto global de las fuerzas progresistas.
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