HÉCTOR E. SCHAMIS 03 de julio de 2016
Concluída
la Guerra Fría, los años noventa se caracterizaron por un generalizado
optimismo. La noción de “paz democrática” se hizo popular. Nos dice que la
difusión del mercado incrementa el comercio y la cooperación, evitando la
hostilidad entre los Estados, y que las instituciones de la democracia
favorecen métodos pacíficos de resolución de conflicto.
Así,
la ampliación territorial del capitalismo democrático fue una invitación
abierta a proclamar la obsolescencia de la guerra misma. Pero fue un optimismo
prematuro, por decir lo menos. Las condiciones que hicieron posible la
expansión del orden liberal internacional comenzaron a erosionarse mucho antes
del Brexit de hoy.
De
hecho, el siglo XXI comenzó signado por un terrorismo con mayor capacidad
destructiva, como en aquel 11 de septiembre de 2001. La respuesta fue errada y
desproporcionada, si no ilegítima. Bush decidió afrontarlo buscando armas
químicas que no existían y en el lugar equivocado, en Irak. Y, simultáneamente, con la confusión de ver
aliados donde había rivales —el llamado eje del mal de Irak, Irán y Siria— mientras
prolongaba la ocupación de Afganistán.
Fue un
serio error de diagnóstico. Oriente Próximo emergió de allí con Estados
colapsados en Irak, Siria y, más tarde, Libia. Hubo creciente movilidad
territorial del terrorismo, inestabilidad en Egipto y fragmentación en todas
partes. Estados Unidos quedó atrapado en el dilema de poseer el aparato militar
más formidable del planeta pero ser incapaz de usarlo. Sin recursos fiscales,
fue arrastrado a la “Gran Recesión” de 2008. Con limitaciones financieras, el
uso de la fuerza perdió fibra argumental. De ahí la frecuente caracterización
de Obama como “presidente reticente”. Pues lo ha sido.
En
Europa la fragmentación se expresó en diversos ímpetus nacionalistas. El
desempleo, las fallas de la función regulatoria de Bruselas y Frankfort, la
explícita desafección de la sociedad con las instituciones políticas de la
Unión, entre otros déficits, fueron propicios para la elaboración de formas
locales de pensar la vida colectiva. La incertidumbre y el temor también
alimentaron la intolerancia xenófoba, y con ellos la idea que un ordenamiento
político micro permitiría resolver esos problemas, o al menos aislarse de
ellos.
Irónicamente,
la Guerra Fría había sido un período de estabilidad; medio siglo de una paz que
Europa no conocía desde Westfalia en 1648. Pero otra Europa ha ido surgiendo en
este siglo, acaso como aquella que describe Mark Mazower en Dark Continent: una
Europa intolerante, inestable, casi siempre en conflicto y muchas veces
violenta.
Rasgos
autoritarios se observan hoy en los Gobiernos de Hungría y Polonia; la extrema
derecha logra avances en Francia y Austria; el racismo se propaga y la amenaza
de la secesión recorre el continente con renovado vigor, desde Escocia hasta
Cataluña y pasando por el norte de Italia, la Padania. No se ve demasiada paz
democrática.
Agréguese
que todo este antiliberalismo resuena al otro lado del Atlántico con Trump. El
actual desorden mundial, la pérdida del centro de gravedad del sistema
internacional es testimonio de la declinación del principio de estabilidad
hegemónica. Hay una cierta paradoja en el hecho que el orden internacional
liberal haya sido una construcción realista, en definitiva, garantizado por la
capacidad del hegemón de impartir normas y sancionar su incumplimiento.
La
inestabilidad de hoy, entonces, debe verse en términos sistémicos, no será un
mal pasajero. Ello por que los nativismos en boga tampoco son la manera de
recobrar estabilidad. Por el contrario, son respuestas miopes.
Ocurre
que la globalización, a la que tanto temen, seguirá su curso: los bienes, los
servicios, las personas, la cultura y la información seguirán siendo móviles y
continuarán desafiando las nociones tradicionales de soberanía. Desmantelar las
instituciones de regulación y coordinación, que por definición deben ser
supranacionales, implica dejar a esa globalización sin mediaciones,
exacerbando, en lugar de moderar, sus efectos perversos, o sea, su capacidad de
producir dislocaciones sociales y económicas.
Además
de la inestabilidad, también la confusión es sistémica. La ironía suprema es
que el resultado será precisamente más de aquello que los Brexits supuestamente
buscan evitar.
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