Por Benigno Alarcón, 12/05/2017
El 17 de diciembre de 2010 un
buhonero que vendía frutas en las calles de Túnez, de nombre Mohamed Bouazizi,
fue despojado de su mercancía, en la que tenía invertido todo su capital y de
la que dependía para llevar el alimento a su familia. Mohamed Bouazizi, tras
varios intentos desesperados primero por negociar, y luego de ruego a la
policía, se inmoló, prendiéndose fuego frente a la comisaría. La noticia corrió
de inmediato por las redes sociales y, durante su agonía, miles de tunecinos,
que se identificaban con la desesperación y el hambre que llevó a Mohamed a
atentar contra su propia vida al privársele de su único medio de subsistencia,
comenzaron a salir a las calles para protestar contra el régimen por las
condiciones del país. Mohamed Bouazizi falleció el 4 de enero de 2011. Diez
días después, el presidente Ben Ali renunció dando paso a una transición
democrática después de 23 años liderando un régimen autoritario.
Las protestas y la caída del
régimen tunecino un mes después generaron un efecto dominó en el resto de los
países árabes que produjo, como resultado, un estallido sin precedentes de
protestas que exijan reformas en Egipto, Yemen, Bahréin, Libia y Siria. Durante
este proceso cayeron líderes autoritarios que ostentaban el poder desde hacía
mucho tiempo, como Hosni Mubarak en Egipto, derrocado por sus propias fuerzas
armadas el 11 de febrero tras semanas de una cruenta represión. Gadafi, en
Libia, quien ordenó al uso de su propia fuerza aérea para reprimir a los
manifestantes, lo que hizo que la OTAN decidiera liderar una coalición que
expulsó a Gadafi de Trípoli, la capital, para ser luego encontrado huyendo y
ejecutado, dando fin a la guerra. En Yemen, el país más pobre del mundo árabe,
las protestas contra Ali Abdullah Saleh duraron más de un año, hasta que en
febrero de 2012 fue expulsado del poder. En Siria, por el contrario, se produjo
otra guerra civil que ha cobrado la vida de más de 250.000 personas y ha
desplazado a 11 millones de sus casas.
Pero mientras la llamada
Primavera Árabe produjo un solo caso que podríamos calificar como exitoso,
aunque aun no consolidado, de democratización, existen otro muchos casos de
transiciones exitosas como los de Portugal (1974), Brasil (1985), Chile (1989);
Ghana (2000), Indonesia (2004), México (2000), Filipinas (1986), Polonia
(1989), Sudáfrica (1994) y España (1977), entre otros.
En las entrevistas realizadas por
Bitar y Lowenthal para su obra Transiciones Democráticas (2016), todos los
líderes de estos procesos coinciden en que los regímenes autoritarios no
toleran ningún cambio en el poder hasta que comienzan a aflorar las diferencias
dentro del mismo bloque de poder cuando un sector importante percibe que la
pérdida sustancial de apoyo público puede llevarles a consecuencias nefastas o
incontrolables, que superan los beneficios de tratar de mantener el poder por
la fuerza.
Es aquí en donde la protesta
juega su rol principal. Es la protesta, ante la falta de canales
institucionales democráticos para expresar la magnitud del rechazo político y
dirimir el conflicto, el mecanismo alternativo para evidenciar el rechazo
político y convertirlo en presión sobre el aparato gubernamental. Pero para evidenciar
la magnitud del rechazo y aumentar las posibilidades de éxito de manera
significativa, es necesario sostener una protesta masiva con niveles de
participación que alcancen entre tres y cinco por ciento de la población
nacional, según el estudio sobre cien años de protesta realizado por Chenoweth
y Stephan (2011).
Para lograr estos niveles de masificación
es condición sine qua non controlar los niveles de violencia. La
sustentabilidad y masificación de la protesta es inversamente proporcional a
sus niveles de violencia, y esto es algo que el actual régimen conoce muy bien.
La estrategia del régimen para
contener la protesta ha sido la de incitar a la violencia mediante el uso de
los colectivos armados y la infiltración de personas en las protestas de la
oposición a los fines de generar violencia y caos para así justificar la
represión de las marchas. De esta forma, en la medida que la violencia se
incrementa, aumentará la represión como consecuencia de ello, y la protesta irá
menguando al aumentar las barreras físicas, psicológicas y morales a la
participación, hasta que solo se atrevan a protestar los grupos más
radicalizados y violentos, los cuales, en sentido opuesto a lo que muchos
creen, son los más fáciles de reprimir a un menor costo político y de imagen
para el gobierno, así como para militares y policías, ya que la violencia será
la justificación para la represión.
En tal sentido, el éxito de las
actuales protestas dependerá, en buena medida, de la capacidad y habilidad que
se tenga para reducir de manera inmediata la escalada de violencia que hemos
visto durante los últimos días. Y aunque es cierto que tal violencia viene
provocada desde el lado oficialista mediante el uso de colectivos armados,
infiltrados y niveles de represión injustificables, los convocantes a la
protesta tienen la responsabilidad de liderarla y hacer un uso inteligente de
la buena disposición de la gente a darlo todo por el país, haciendo uso de la
movilización, como el arma más poderosa que hasta ahora tienen los demócratas, de
manera racional, eficiente y con una orientación estratégica claramente
definida. Si no se reorienta de manera inmediata la protesta, se corre el
riesgo de un nuevo fracaso.
Es por ello que decimos que es
necesario escoger entre violencia y resultados. Reorientar la protesta para
aumentar sus niveles de incidencia política implica atender de manera
prioritaria a dos factores clave: sustentabilidad y masificación, y ambos
dependen básicamente de reducir las barreras y costos de participación, lo que
a su vez depende de mantener bajos niveles de violencia en el desarrollo de las
protestas. Para ello existen algunas previsiones básicas que los líderes de
este movimiento democrático deben implementar de manera inmediata:
Primero, repensar la frecuencia
de la protesta. No es cierto que la eficiencia de la protesta va vinculada a su
frecuencia. La idea de que la frecuencia genera el desgaste del gobierno y de
los cuerpos represivos, si bien puede ser cierto, opera en ambos sentidos, y
también genera un enorme desgaste físico y emocional del lado de la oposición,
lo cual dificulta la sustentabilidad de altos niveles de participación y el
control de la violencia. Lo más importante para un movimiento democrático no es
que la gente proteste todos los días de manera anárquica, sino que la gente
responda de manera inequívoca y masiva cada vez que se le convoca, lo cual no
es posible si se le convoca todos los días.
Segundo, es necesario considerar
la seguridad de la gente. En tal sentido, el volumen de la concentración es la
mayor garantía de seguridad para los protestantes. Por tal motivo deben
evitarse las concentraciones pequeñas en múltiples puntos con la idea errada de
que la desconcentración dificulta la represión. A mayor cantidad de puntos de
protesta o concentración mayor es la posibilidad de que la protesta se
anarquice, como sucedió con “El Trancazo”. Al contrario de lo que algunos
alegan, grupos pequeños de personas reunidas en un punto para protestar o
incorporarse a una marcha son presa fácil de grupos armados que pueden disolver
la concentración con mucha facilidad y bajo riesgo para ellos mismos. En
sentido opuesto, si la idea es iniciar marchas desde diferentes puntos de una
ciudad, las marchas deben iniciarse en muy pocos puntos de concentración, de fácil
acceso y que atraigan a mucha gente que se mantenga unida y motive, por su
volumen, a que otras personas se incorporen a su paso para terminar
concentrándose en un solo punto.
Tercero, es fundamental execrar a
los grupos violentos de las manifestaciones democráticas, comenzando por los
infiltrados, por lo general fácilmente reconocibles. Asimismo, es necesaria una
reordenación de la vanguardia de las marchas, que debe ser ocupada por el
liderazgo político asumiendo una actitud ejemplar y de modelaje para el resto
de los participantes. Si bien es cierto que las personas que ocupan la
vanguardia de las marchas son admiradas por muchos por su valor y coraje, lo
cual nadie puede poner en duda, su falta de entrenamiento en procesos de
resistencia no-violenta les hace cometer errores fundamentales. Es la
vanguardia de la marcha, justamente, la que termina marcando la pauta del
comportamiento del resto de la gente, y de ellos depende, principalmente, la
actuación del resto de los participantes. Si confrontar exige valor, mucho más
valor exige el resistir sin confrontar, y es justamente este tipo de respuesta
asimétrica la que hace la represión injustificable y eleva al máximo los costos
para el gobierno y para órganos represores como la policía y las fuerzas armadas.
Es justamente la conducta de resistencia no violenta la que le generará al
régimen y a las fuerzas armadas los mayores problemas para reprimir y la que
hará que los que están en la primera fila, de ambos lados, puedan comenzar a
mirarse a los ojos y a negociar, muchas veces sin palabras.
Cuarto, el fin de la protestas no
puede ser el de ganarle a las fuerzas armadas en su propio terreno, o sea el de
la confrontación. La población civil y los sectores democráticos no son ni
cuentan con grupos armados, por lo cual el ejercicio de la violencia como
respuesta a la represión, coloca a los manifestantes en una batalla asimétrica
que solo aplauden los ingenuos y, que lejos de acercarnos al objetivo
democrático, nos empuja hacia procesos de radicalización y confrontación muy
peligrosos al obligar al sector militar a atrincherarse del mismo lado del
régimen, lo cual es el mejor escenario para su sustentación. Las respuestas
violentas físicas o simbólicas de parte de los protestantes, solo contribuyen a
convertir a fuerzas armadas y pueblo en enemigos sobre el terreno de una
batalla convencional cuyos resultados, como en el caso de Serbia, son
fácilmente previsibles y es lo que busca estimular el ala más radical del
régimen. De lo que trata la protesta no es de inmolarse de manera absurda en
las calles del país tratando de cruzar fronteras simbólicas, como si fuera la
conquista imaginaria de un territorio enemigo. No se trata de alimentar la
fantasía épica fabricada desde el mismo gobierno del Este invadiendo el Oeste,
sino de que el Oeste y el Este se encuentren y de demostrar de qué lado está la
voluntad de la mayoría, de poner en la calle, frente al régimen, a toda una
nación exigiendo sus derechos más sagrados, y entre ellos el de decidir su
propio futuro, de manera inequívoca, y ganarse a quienes pueden tomar las
decisiones finales que abran la puerta del cambio político que toda la Nación
Venezolana exige. No se trata de ganarle a las fuerzas armadas, sino de
ganárselas a nuestra Causa.
Benigno Alarcón Deza
Director
Centro de Estudios Políticos
Universidad Católica Andrés Bello
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