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jueves, 30 de agosto de 2018

Cómo producir una transición democrática en Venezuela, por @benalarcon




Benigno Alarcón Deza 29 de agosto de 2018
@benalarcon

En nuestro último columna prometimos dedicar la presente a tratar de explicar cómo puede producirse una transición democrática y el anhelado cambio que desde hace ya tiempo la casi totalidad del país reclama y que hoy, más que un tema de preferencias políticas, es una condición de la que depende la viabilidad misma del Estado y la supervivencia de millones de venezolanos.

Hoy, el sector democrático del país se encuentra sumido en la más profunda confusión y parálisis. En lo personal, no puedo hacer responsable a ningún líder en particular, pero mientras no se tomen decisiones, todos, sin excepción –por acción u omisión– somos corresponsables de esta debacle. Tampoco es serio explicar la situación a partir de teorías conspirativas que solo logran dividir y debilitar más al sector democrático. Creo, hasta que alguien pruebe de manera fehaciente e irrefutable lo contrario, que líderes como Henry Ramos, Julio Borges, Leopoldo López, Henrique Capriles, Tomás Guanipa, Omar Barboza, Freddy Guevara, Antonio Ledezma, María Corina Machado y Andrés Velásquez, entre otros muchos, son de esta causa y no fichas del Gobierno.

También comprendo, porque he estudiado y enseñado sobre conflicto y negociación por más de veinte años, que las dificultades para alcanzar acuerdos en la oposición tienen más que ver con condiciones estructurales de la situación (dilema de prisionero), que con los actores. Se está ante una situación donde los costos potenciales para los actores son muy altos, como lo demuestran Leopoldo López o Juan Requesens, los más visibles hoy de entre cientos de héroes ­–conocidos o anónimos– que han perdido su libertad o la vida. Lo menos que podemos hacer es honrarlos con nuestro reconocimiento y respeto. Asimismo, los incentivos de liderar esta lucha hacen mucho más difícil la coordinación, porque aquel líder que logre sacar adelante la transición democrática del país ocupará un lugar especial en la historia de Venezuela.

En la medida en que el país renuncie a la convicción de que el cambio político está en nuestras manos y no en factores o actores externos, el régimen habrá logrado desmovilizar y afianzarse en el poder, mientras esperamos que algo pase o alguien haga la tarea que nos corresponde a los venezolanos, en un mundo donde más de la mitad de la humanidad se encuentra gobernada por regímenes autoritarios. Sin la conformación de una amplia coalición social y política nadie podrá llevar adelante la titánica tarea de generar un cambio político y transformar a Venezuela en un país normal.

Como afirmó Samuel Huntington (1980), la característica principal de las transiciones democráticas a partir de lo que llamó la tercera ola de democratización –iniciada con la Revolución de los Claveles, tras el golpe de estado en Portugal (1974)– es que han sido impulsadas por la movilización masiva de sus sociedades. En sentido contrario, la mayor parte de los procesos de transición que se han intentado de arriba hacia abajo han fracasado –circunscribiendo la dinámica a la interacción entre las élites políticas del gobierno y la oposición– porque es mucho más fácil para un régimen con vocación autoritaria perseguir, encarcelar, reprimir, ignorar o cooptar a unos pocos líderes que conforman una élite con intenciones reformistas, que a un pueblo que se moviliza masivamente para exigir y presionar por un cambio político.

Estos niveles de movilización masiva se consiguieron durante la consulta del 16 de julio de 2017, cuando alrededor de siete millones de personas tomaron las calles para dar apoyo a todo lo que la oposición planteó en aquellas tres preguntas a las que dedicamos nuestro anterior artículo. Lamentablemente, como se hizo obvio posteriormente, no se tuvo una ruta estratégica más allá de la consulta misma. Así, una de las mayores movilizaciones de protesta que se haya hecho contra el régimen, terminó siendo el debut y la despedida de una clara manifestación a favor del cambio, extendida por más de 120 días, pero que llegó al declive como consecuencia de su anarquización y violencia.

La desesperanza parece ser hoy el sentimiento dominante en una sociedad que, aunque mayoritariamente opuesta al actual orden, se encuentra desmovilizada y confundida. Sabemos, porque lo hemos evaluado y vivido en los últimos 19 años, que sí es posible levantar las expectativas y movilizar a la sociedad nuevamente, y es imprescindible para lograr el tan anhelado cambio político. Lo que no puede repetirse es movilizar sin estrategia y objetivos claramente definidos; la movilización no puede ser un fin en sí misma sino el medio para producir la transición democrática.

Pese al escepticismo que nos domina y que está más que justificado, sigo convencido de que una transición democrática, pacífica y sin derramamiento de sangre sigue siendo posible, independientemente de la demostrada falta de disposición del régimen a salidas negociadas y a su inclinación a usar toda su fuerza para mantenerse en el poder.

Recientemente, un importante experto en la situación política de África me comentó, durante su visita a Venezuela, que la diferencia de nuestro país con algunas dictaduras africanas radica en que los venezolanos aún no se han rendido. Construir las condiciones políticas para girar el tablero de juego a favor de los sectores democráticos sí es posible.

El éxito del sector democrático no depende de estrategias secretas ni de tácticas de guerra para las cuales no está preparado, ni suelen ser exitosas, como demuestra el fracaso de decenas de procesos que trataron de impulsar cambios por la fuerza, algunos con resultados desastrosos, como en Serbia. No existe ningún escenario que el régimen ya no conozca, es quien mejor ha estudiado esta  teoría y comprende, mejor que los sectores democráticos, las dinámicas transicionales. A fin de cuentas, en ello se juega su propia existencia.

Hay que retomar una lucha asimétrica en la arena política para lograr la movilización social masiva, capaz de producir un cambio político que no pueda ser contenido por la fuerza. Una ruta estratégica debe considerar, al menos, cinco componentes básicos: presión interna, presión internacional, reducción de los costos de tolerancia, tener un plan para un gobierno que atienda la gobernabilidad durante la transición y prepararse para una elección presidencial.

Desarrollemos y razonemos brevemente cada uno de estos componentes.

1.   Presión interna. Ya dijimos que la mayor parte de las transiciones democráticas en el mundo se han producido por la movilización y presión social masivas, como lo identificó Huntington. Si quienes demandan cambio son mayoría, como el 80% de la población venezolana, pero están paralizados por miedo, por su sobrevivencia o por división en su liderazgo –los regímenes generan condiciones para todo ello–, el régimen no tiene necesidad de reprimir para sostenerse y su costo de represión es cero. Los movimientos sociales exitosos demandaron porcentajes pequeños, de entre el 3,5 y el 5% de esas poblaciones, como lo documentó el estudio de Erika Chenoweth y María Stephan (2009). Pero para alcanzar consistentemente esos niveles de participación la renuncia a la violencia de los movilizados es condición sine que non. La violencia genera la excusa para reprimir, desincentiva la participación ciudadana y deja el conflicto en manos de los más radicales, lo que escala la reacción de los cuerpos policiales, que vencen por estar mejor equipados. En sentido opuesto, con menor nivel de violencia hay mayor participación y el costo de reprimir es mayor para el gobierno. Así, crecen exponencialmente las probabilidades de producir un cambio; pero eso implica crear las condiciones para una acción colectiva coordinada y sostenible –como una gran orquesta– ello demanda organización, planificación y ejecución con una sola partitura y bajo una sola dirección o liderazgo.

2.   Presión internacional: La presión internacional ha tenido una gran importancia en buena parte de los procesos de transición política, aunque no suelen ser su variable causal. Es indudable que en el caso venezolano la comunidad internacional ha demostrado niveles de compromiso con la democracia como nunca antes, aunque ha sido también evidente que tales esfuerzos son insuficientes para producir un cambio. Ante la falta de resultados las demandas suelen ubicarse en un espectro que va desde el cese de las sanciones hasta la intervención armada. La presión internacional ejercida a través de sanciones, como es nuestro caso, sí genera una elevación de los costos para el régimen, pero tiene un efecto paradójico que perjudica un proceso de transición. Mientras por un lado tiene la virtud de elevar los costos para quienes son llamados a reprimir para mantener al gobierno en el poder, por el otro aumenta los costos que un potencial cambio tiene para quienes están en las listas de sancionados. Las esperanzas de una transición democrática en Venezuela no pueden endosarse a la comunidad internacional porque las decisiones de los países aliados no están en manos del sector que demanda cambio en Venezuela. Las actuaciones de los aliados internacionales de la democracia, al ser países democráticos, responden más a razones de política interna en cada país que a las preferencias o convicciones de sus propios mandatarios. Ante este escenario, la falta de resultados puede llevar a un desescalamiento de la presión internacional si no se reorientan los esfuerzos y se optimiza la coordinación entre actores democráticos nacionales e internacionales, de manera tal que existan expectativas creíbles para un cambio democrático. La comunidad internacional continuará apoyando los cambios democráticos, pero no invadirá Venezuela ni puede hacer la tarea que corresponde al liderazgo político y social del país. Para avanzar es esencial una estrecha coordinación entre la comunidad democrática internacional y un liderazgo nacional bien definido que tenga la responsabilidad de impulsar el proceso de transición.

3.   Reducir los costos de tolerancia: La mayor parte de los procesos de transición se han producido por una combinación de conflicto y negociación. El conflicto generado por la movilización social masiva y la negociación con actores clave del régimen, o esenciales para su sostenimiento. En estos procesos es fundamental que el liderazgo democrático sea capaz de generar una visión de país inclusiva, en la que aquellos que apoyaron o aún sostienen al régimen no vean el cambio como una situación terminal en la que se juegan la vida, porque ello les pondría en una posición de luchar o morir. En tal sentido, es esencial que el liderazgo democrático pueda posicionarse del lado de la tolerancia y la justicia, que es lo opuesto a la venganza; demostrar que se está abierto al diálogo constructivo con los sectores que estén dispuestos a cooperar para llevar al país a la normalidad, pero no a negociaciones maliciosas como las que se dieron en República Dominicana. Es necesario que el liderazgo democrático sea capaz de convencer a quienes hoy sostienen al régimen que su futuro está en manos de ese liderazgo y no en las de un régimen que se resiste a su inevitable colapso. Estos procesos de negociación, en ocasiones, se producen con los mismos actores gubernamentales (España, Sudáfrica, Brasil o Chile), y en otros casos se producen, ante la negativa del régimen, con quienes lo soportan (Perú, Polonia, Serbia, Ucrania, República Checa, Túnez o Egipto). Quienes están dispuestos a negociar solo lo harán si saben quién gobernará la transición, lo que obliga a definir quién gobernará ese lapso y prepararse para una negociación, aunque hoy no la creamos posible.

4.   Tener un plan de gobierno que atienda la gobernabilidad durante la transición: Este es uno de los componentes más complejos, imposible de abordar en pocas líneas, me limitare a algunas ideas puntuales. Existen numerosos esfuerzos, muy valiosos, de reconocidos expertos que han trabajado en planes de gobierno, pero pocas veces se tiene presente que gobernar en una transición no es lo mismo que hacerlo en democracia. Esta diferencia queda plasmada en casos como el de Egipto, donde se perdió el gobierno de transición en menos de un año; o el de Nicaragua, donde el proceso se revirtió en el mediano plazo como consecuencia de decisiones y medidas que no se implementaron durante el gobierno de transición. Un gobierno de transición debe concentrar todos sus esfuerzos en levantar de manera simultánea y balanceada tres pilares sobre los cuales se sostendrá la gobernabilidad. Primero, el pilar democrático, lo que incluye entre otros objetivos la reforma electoral, el fortalecimiento del sistema de partidos políticos y de la sociedad civil organizada. Segundo, el pilar de la capacidad estatal mediante reformas institucionales y burocráticas que busquen el fortalecimiento de las instituciones que darán sostén a la nueva democracia, así como su capacidad para canalizar y dar respuesta a las múltiples demandas que se generan desde el sistema político y social. Tercero, el estado de derecho, lo que implica tanto la reforma del marco constitucional y legal vigente, como del sistema judicial de administración de justicia.

5.   Prepararse para una elección presidencial: Dejamos para el cierre el componente que, sin lugar dudas, será el más controversial, o sea, la necesidad de preparase para una elección presidencial que es muy difícil predecir cuándo y bajo qué condiciones se producirá. Como hemos dicho en artículos anteriores, es falsa la idea de que “dictadura no sale por votos”, de hecho, como consecuencia de una elección han salido regímenes tan represivos como los de Pinochet en Chile, Milosevic en Serbia, o Yanukovich en Ucrania. En este sentido, es importante entender que el rol de lo electoral en una transición no siempre es el mismo. Han existido casos en los que lo electoral ha sido el detonador de las crisis, que terminaron en una transición política por un error de cálculo del régimen (Perú, Serbia, Ucrania, Polonia). En otras situaciones la elección no ha sido el detonador sino el resultado de una transición negociada, como sucedió en España tras la muerte de Franco; o en Sudáfrica con las negociaciones entre Mandela y de Klerk. En otros casos, los menos frecuentes, las elecciones se han constituido en el capítulo inicial de un proceso de transición, tras la ruptura o la salida del régimen anterior, por mecanismos distintos a los electorales (golpe de estado o colapso del régimen gobernante) como sucedió en los casos de Venezuela tras la caída de Pérez Jiménez y Portugal tras la Revolución de los Claveles. En respuesta a quienes alegan que el actual gobierno ha cerrado la vía electoral o jamás permitirá una elección, es importante recordar que ninguna autocracia o dictadura, como la de Venezuela, renuncia o celebra una elección voluntariamente para perder el poder, sino porque la presión supera su capacidad de represión o porque quienes ejercen la represión deciden no continuar asumiendo los costos de sostener al régimen y éste se ve obligado a renunciar o negociar la forma y consecuencias de su salida. Bien sea en el escenario de una salida electoral –producto de un error de cálculo del régimen–, de una transición electoral negociada o de una elección posterior a una ruptura, el sector democrático del país está obligado a definir un liderazgo unitario que tenga la capacidad de ganar una contienda electoral, sin las condiciones y garantías ideales, y tenga la legitimidad necesaria para desarrollar las tareas propias de una transición, durante un periodo que nunca podría ser menor a dos años. La no definición de tal liderazgo con suficiente anticipación coloca al sector democrático en una posición de gran vulnerabilidad que implicaría la pérdida de una importante oportunidad de cambio, como sucedió con el caso de la Primavera Árabe. En Egipto, en menos de un año, los Hermanos Musulmanes perdieron el gobierno de transición tras un golpe de estado ejecutado por el mismo ejército que estuvo bajo las ordenes de Mubarak y que luego lo desalojó del poder. Ese ejército resultó “legitimado” en un proceso electoral posterior  que colocó a su comandante como nuevo jefe de un estado hoy mucho más represivo.

En Venezuela, la demanda por una nueva elección presidencial es una de las pocas banderas en torno a la cual se puede unificar y coordinar la presión nacional e internacional. En lo internacional, porque una parte importante de la comunidad democrática ha desconocido la validez de la elección presidencial del pasado mes de mayo y ha exigido, una y otra vez, la celebración de elecciones democráticas. En lo interno, porque una proporción mayor a dos tercios del país no reconoce tampoco la pasada elección presidencial, pero además está consciente de que la grave problemática del país no cambiará sin que antes haya un cambio de gobierno.

La ruta descrita demanda un factor común para su desarrollo exitoso, un liderazgo que asuma la dirección y vocería única del proceso, que debe desarrollarse bajo un plan debidamente concebido. Tal como sucede con una orquesta, se necesita un director y una partitura, sin tal liderazgo resulta prácticamente imposible lograr avances significativos en ninguno de los componentes descritos. Sin un liderazgo único, o unitario, es imposible lograr el nivel de coordinación para movilizar a la sociedad de manera masiva para generar los niveles necesarios de presión interna. Sin un liderazgo único, o unitario, no es posible coordinar esfuerzos con la comunidad internacional de manera eficiente. Sin un liderazgo que ejerza la dirección y vocería del cambio es imposible construir una visión coherente del país posible y tampoco es posible que los actores gubernamentales, o quienes les sostienen en el poder, encuentren una contraparte con quien negociar. Sin liderazgo unitario alrededor del que se generen expectativas creíbles de cambio, es imposible conformar con suficiente anticipación equipos que puedan preparase adecuadamente para gobernar en medio de las dificultades e inestabilidad propias de una transición política. Sin un liderazgo único, o unitario, es imposible estar preparados para ganar una elección y blindar a un nuevo gobierno con la legitimidad necesaria para consolidar una democracia, bien sea porque esta elección se produzca como resultado de la presión interna e internacional, de una negociación, o como consecuencia de una renuncia o ruptura del bloque de gobierno.

Lo expuesto nos obliga a una conclusión inevitable: la transición, como ha sucedido en la mayoría de los casos, exige la definición de su liderazgo y de una estrategia única que permita orquestar la presión interna e internacional, asumir la vocería que permita construir una visión de país y la interlocución con quienes estén dispuestos a negociar. Un liderazgo con un equipo y un plan de gobierno apropiados a los desafíos de un proceso de democratización, y alrededor del que se construya el consenso y apoyo necesarios para garantizar su éxito en una elección que lo envista de la legitimidad imprescindible para emprender los cambios urgentes que el país necesita, pero que no resultarán sencillos.

Tal liderazgo, para ser efectivo, demanda un importante nivel de consenso, por lo que difícilmente puede derivarse de un acuerdo entre élites partidistas. Tales liderazgos, normalmente, son legitimados desde las propias bases, bien sea mediante procesos formales, como una primaria, o ante la falta de reglas y procesos que permitan su elección, terminan por emerger y abrirse paso en medio de las dificultades y desafíos propios de un proceso de cambio político.

Las circunstancias y condiciones bajo las cuales se celebró la elección presidencial del pasado mes de mayo hacen imposible para la comunidad internacional democrática el reconocimiento de la presidencia de Maduro a partir de enero de 2019. Tal situación constituye una nueva ventana de oportunidad que solo es posible aprovechar, sí y solo sí, el país y la comunidad internacional se unifican en torno a un solo objetivo: elecciones democráticas para elegir al Presidente que liderará un gobierno de transición a partir de enero de 2019.


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