Editorial
El Nacional
Un primer impacto, del que
apenas se habla, nos remite a las dramáticas realidades que tienen lugar
puertas adentro entre millones de familias: los más jóvenes huyen y dejan a sus
padres y otros familiares en Venezuela. Cuando esto ocurre, se rompe una ley de
vida: los mayores necesitan de la asistencia y el apoyo de sus hijos y nietos.
Tal como se ha documentado tantas veces en países en los que se desatan
guerras, son los mayores los que alientan a sus hijos a marcharse. El
sacrificio no es solo para los que se marchan, también para los que se quedan.
Otro factor, al que me he
referido en varios de mis artículos de los últimos meses, es el de
descapitalización de la nación venezolana. Pasa lo mismo que en las familias,
pero en una escala mayor: hacen falta las energías, los talentos, las
iniciativas y emprendimientos, los cuestionamientos e innovaciones que
constituyen el aporte sustantivo que las nuevas generaciones hacen al
desenvolvimiento de las sociedades. Sin la inyección de lo nuevo, los procesos
se debilitan o se estancan. Las sociedades funcionan bajo un procedimiento que
es natural y cultural: la sucesión de las generaciones. Que casi 4 millones de
venezolanos hayan huido no pasa sin consecuencias. Cuando llegue el momento de
reconstruir el país, esto se pondrá en evidencia. Los sistemas sociales y
productivos, las instituciones y las empresas, la acción social y comunitaria
sentirán la ausencia de esos jóvenes que, estabilizados en otros países, difícilmente
regresarán.
La huida de los venezolanos
no es episódica. Se ha convertido en pocos meses en la más relevante
problemática de América Latina, y en una realidad que ocupa el centro de las
preocupaciones y debates en los gobiernos de decenas de países, en los
organismos multilaterales y entre las ONG que se especializan en el apoyo a
personas cuya condición, más allá de si se les califica o no, es de refugiados.
La complejidad del fenómeno
obliga a una comprensión amplia de todos los factores en juego. En primer
lugar, hay que entender que los gobiernos de la región no estaban preparados
–ni tenían por qué estarlo– para recibir tal avalancha humana. La respuesta, en
términos generales, ha sido generosa y dominada por la solidaridad. Es
inevitable que las autoridades, ante el crecimiento desmesurado de quienes
ingresan por sus fronteras, se hayan planteado establecer algunos controles. A
los venezolanos nos corresponde entender que, además del deseo inmediato de
prestarnos apoyo, hay factores económicos, laborales, sociales, culturales y
políticos que son variables con peso real, que cada país debe gestionar.
Era previsible que, ante la
magnitud del caudal, se produjesen situaciones indeseables. Una de ellas es la
exportación de delincuentes, algunos de ellos extremadamente peligrosos, que se
han instalado en Colombia, Ecuador y Perú –hasta donde se sabe–, y que ya han
delinquido. Esto, por supuesto, ha generado reacciones chovinistas y xenófobas,
pero también la firme respuesta de ciudadanos, de expertos, de periodistas y de
autoridades. Los ataques verbales o físicos que se han producido en algunos
lugares han sido contestados por ciudadanos o por las autoridades de esos
países. Esto, sea o no consciente, es una forma de reconocer la tradición de
hospitalidad con los extranjeros que ha sido un signo de la cultura venezolana
por más de siglo y medio.
En las secciones de sucesos
de la prensa de América Latina, los venezolanos nos hemos convertido en una
presencia constante como víctimas o victimarios. Las informaciones que señalan
que miembros de paramilitares y narcoguerrillas están dedicados a reclutar a
jóvenes venezolanos que acaban de cruzar la frontera es una legítima causa de
alarma. Que mafias de proxenetas estén actuando para prostituir a mujeres venezolanas
es otra de las tragedias causadas por los criminales que detentan el poder en
nuestro país.
Así como a diario escuchamos
cada vez más relatos de personas que han logrado establecerse, estudiar,
trabajar y hasta poner en funcionamiento pequeños negocios y han logrado, en
corto tiempo, crear condiciones básicas de seguridad personal –derecho negado
en Venezuela–, hay también historias de personas o familias que están en
situación de supervivencia, y que dependen de las ayudas que reciben, y que
difícilmente puede sostenerse más allá de unos días o semanas.
En medio de este maremágnum
de hechos y casos de mucha complejidad, personales, familiares y de comunidades
enteras que claman por ayuda, la reacción del gobierno de Maduro no es más que
un patético sainete, inmoral y bufo. Enviar a funcionarios del régimen a
Ecuador para que, una vez allá, declaren que desean regresar a Venezuela, y que
el gobierno les envíe un avión para fines de burda propaganda, es un montaje
simplemente estúpido, que desconoce la enormidad de la crisis humanitaria que
viven los venezolanos, dentro y fuera del país, y también el aspecto esencial
que impulsa la huida: el deseo profundo, a menudo desesperado, de escapar de
las humillaciones y los riesgos de toda índole –como el de terminar en una
prisión solo por protestar–, que es la cotidianidad creada por el régimen, para
así encontrar fuera de Venezuela un lugar donde el derecho a la vida cuente con
las garantías básicas al que aspira cualquier venezolano y cualquier ciudadano
del mundo.
09-09-18
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