Francisco Fernández-Carvajal 07 de septiembre de 2018
—
Alegría en el Nacimiento de Nuestra Señora.
— La
fiesta de hoy nos lleva también a mirar con hondo respeto la concepción y
nacimiento de todo ser humano.
— El
valor de los días corrientes.
I. Celebremos
con alegría el Nacimiento de María, la Virgen: de Ella salió el Sol de
justicia, Cristo, nuestro Dios1.
La
invitación a la alegría de los textos litúrgicos es constante desde los
antiquísimos comienzos de esta fiesta2.
Es lógico que así sea: si se alegran la familia y los amigos y vecinos cuando
nace una criatura, y si se celebran los cumpleaños con júbilo, ¿cómo no nos
íbamos a llenar de alegría en la conmemoración del nacimiento de nuestra Madre?
Este acontecimiento feliz nos señala que el Mesías está ya próximo: María es
la Estrella de la mañana que, en la aurora que precede a la salida
del sol, anuncia la llegada del Salvador, el Sol de justicia en
la historia del género humano3.
«Convenía señala un antiguo escritor sagrado que esta fulgurante y sorprendente
venida de Dios a los hombres fuera precedida de algún hecho que nos preparara
para recibir con gozo el gran don de la salvación. Y este es el significado de
la fiesta que hoy celebramos, ya que el Nacimiento de la Madre de Dios es el
exordio de todo este cúmulo de bienes (...). Que toda la creación, pues, rebose
de contento y contribuya a su modo a la alegría propia de este día. Cielo y
tierra se aúnen en esta celebración y que la festeje con gozo todo lo que hay
en el mundo y por encima del mundo»4.
La
Liturgia de la Misa de hoy aplica a la Virgen recién nacida el pasaje de
la Carta a los Romanos5 en
el que San Pablo describe la misericordia divina que elige a los hombres para
un destino eterno: María, desde la eternidad, es predestinada por la Trinidad
Beatísima para ser la Madre de su Hijo. Para este fin fue adornada de todas las
gracias: «El alma de María fue la más bella que Dios crió, de tal manera que,
después de la encarnación del Verbo, esta fue la obra mayor y más digna que el
Omnipotente llevó a cabo en este mundo»6.
La gracia de María en el momento de su concepción sobrepasó las gracias de
todos los santos y ángeles juntos, pues Dios da a cada uno la gracia que
corresponde a su misión en el mundo7.
La inmensa gracia de María fue suficiente y proporcionada a la singular
dignidad a la que Dios la había llamado desde la eternidad8.
Fue tan grande María en santidad y belleza expone San Bernardo, que no convenía
que Dios tuviese otra Madre, ni convenía tampoco que María tuviese otro Hijo que
Dios9. Y San Buenaventura afirma que Dios puede hacer un mundo
mayor, pero no puede hacer una madre más perfecta que la Madre de Dios10.
Recordemos
hoy también nosotros que hemos recibido de Dios una llamada a la santidad, a
cumplir una misión concreta en el mundo. Además de la alegría que nos produce
siempre el contemplar la plenitud de gracia y la belleza de Nuestra Señora,
también debemos pensar que Dios nos da a cada uno las gracias necesarias y
suficientes, sin que falte una, para llevar a cabo nuestra vocación específica
en medio del mundo. También hoy podemos considerar que es lógico que deseemos
festejar el aniversario del propio nacimiento nuestro cumpleaños porque Dios
quiso expresamente que naciéramos, y porque nos llamó a un destino eterno de
felicidad y de amor.
II. Que
se alegre tu Iglesia, Señor (...), y se goce en el nacimiento
de la Virgen María, que fue para el mundo esperanza y aurora de salvación11.
¿Cuántos
años cumple hoy Nuestra Madre?... Para Ella el tiempo ya no pasa, porque ha
alcanzado la plenitud de la edad, esa juventud eterna y plena que nace de la
participación en la juventud de Dios que, según nos dice San Agustín, «es más
joven que todos»12,
precisamente por ser eterno e inmutable. Quizá hemos podido ver de cerca la
alegría y la juventud interior de alguna persona santa, y contemplar cómo de un
cuerpo que llevaba el peso de los años surgía una juventud del corazón con una
energía y una vida incontenible. Esta juventud interior es más honda cuanto
mayor es la unión con Dios. María, por ser la criatura que más íntimamente ha
estado unida a Él, es ciertamente la más joven de todas las criaturas. Juventud
y madurez se confunden en Ella, y también en nosotros cuando vamos
derechamente ad Deum, qui laetificat iuventutem meam, hacia Dios
que nos rejuvenece cada día por dentro y, con su gracia, nos inunda de alegría13.
Desde
su adolescencia, la Virgen gozó de una madurez interior plena y proporcionada a
su edad. Ahora, en el Cielo, con la plenitud de la gracia la inicial y la que
alcanzó con sus méritos uniéndose a la Obra de su Hijo nos contempla y presta
oído a nuestras alabanzas y a nuestras peticiones. Hoy escucha nuestro canto de
acción de gracias a Dios por haberla creado, y nos mira y nos comprende porque
Ella -después de Dios es quien más sabe de nuestra vida, de nuestras fatigas,
de nuestros empeños14.
Todos
los padres piensan cuando nace un hijo que es incomparable. También debieron de
pensarlo San Joaquín y Santa Ana cuando nació María, y ciertamente no se
equivocaban. Todas las generaciones la llaman bienaventurada... «No podían
sospechar aquel día, Joaquín y Ana, lo que había de ser aquel fruto de su
limpio amor. Nunca se sabe. ¿Quién puede decir lo que será una criatura recién
nacida? Nunca se sabe...»15.
Cada una es un misterio de Dios que viene al mundo con un específico quehacer
del Creador.
La
fiesta de hoy nos lleva a mirar con hondo respeto la concepción y el nacimiento
de todo ser humano, a quien Dios le ha dado el cuerpo a través de los padres y
le ha infundido un alma inmortal e irrepetible, creada directamente por Él en
el momento de la concepción. «La gran alegría que como fieles experimentamos
por el nacimiento de la Madre de Dios (...) comporta a la vez, para todos
nosotros, una gran exigencia: debemos sentirnos felices por principio cuando en
el seno de una madre se forma un niño y cuando ve la luz del mundo. Incluso
cuando el recién nacido exige dificultades, renuncias, limitaciones,
gravámenes, deberá ser siempre acogido y sentirse protegido por el amor de sus
padres»16. Todo ser humano concebido está llamado a ser hijo de Dios, a
darle gloria y a un destino eterno y feliz.
Dios
Padre, al contemplar a María recién nacida, se alegró con una alegría infinita
al ver a una criatura humana sin el pecado de origen, llena de gracia,
purísima, destinada a ser la Madre de su Hijo para siempre. Aunque Dios
concedió a Joaquín y a Ana una alegría muy particular, como participación de la
gracia derramada sobre su Hija, ¿qué habrían sentido si, al menos de lejos,
hubieran vislumbrado el destino de aquella criatura, que vino al mundo como las
demás? En otro orden, tampoco nosotros podemos sospechar la eficacia
inconmensurable de nuestro paso por la tierra si somos fieles a las gracias
recibidas para llevar a cabo nuestra propia vocación, otorgada por Dios desde
la eternidad.
III.
Ningún acontecimiento acompañó el Nacimiento de María, y nada nos dicen de él
los Evangelios. Nació, quizá, en una ciudad de Galilea, probablemente en el
mismo Nazareth, y aquel día nada se reveló a los hombres. El mundo seguía
dándole importancia a otros acontecimientos que luego serían completamente
borrados de la faz de la tierra sin dejar la menor huella. Con frecuencia, lo
importante para Dios pasa oculto a los ojos de los hombres que buscan algo
extraordinario para sobrellevar su existencia. Solo en el Cielo hubo fiesta, y
fiesta grande.
Después,
durante muchos años, la Virgen pasa inadvertida. Todo Israel esperaba a esa
doncella anunciada en la Escritura17 y
no sabe que ya vive entre los hombres. Externamente, apenas se diferencia de
los demás. Tenía voluntad, quería, amaba con una intensidad difícil de
comprender para nosotros, con un amor que en todo se ajustaba al amor de Dios.
Tenía entendimiento, al servicio de los misterios que poco a poco iba
descubriendo, comprendía la perfecta relación que había entre ellos, las
profecías que hablaban del Redentor...; y entendimiento para aprender cómo se hilaba
o se cocinaba... Y tenía memoria guardaba las cosas en su corazón18-
y pasaba de unos recuerdos a otros, se valía de referencias concretas. Poseía
Nuestra Señora una viva imaginación que le hizo tener una vida llena de
iniciativas y de sencillo ingenio en el modo de servir a los demás, de hacerles
más llevadera la existencia, a veces penosa por la enfermedad o por la
desgracia... Dios la contemplaba lleno de amor en los menudos quehaceres de
cada día y se gozaba con un inmenso gozo en estas tareas sin apenas relieve.
Al
contemplar su vida normal, nos enseña a nosotros a obrar de tal modo que
sepamos hacer lo de todos los días de cara a Dios: a servir a los demás sin
ruido, sin hacer valer constantemente los propios derechos o los privilegios
que nosotros mismos nos hemos otorgado, a terminar bien el trabajo que tenemos
entre manos... Si imitamos a Nuestra Madre, aprenderemos a valorar lo pequeño
de los días iguales, a dar sentido sobrenatural a nuestros actos, que quizá
nadie ve: limpiar unos muebles, corregir unos datos en el ordenador, arreglar
la cama de un enfermo, buscar las referencias precisas para explicar la lección
que estamos preparando... Estas pequeñas cosas, hechas con amor, atraen la
misericordia divina y aumentan de continuo la gracia santificante en el alma.
María es el ejemplo acabado de esta entrega diaria, «que consiste en hacer de
la propia vida una ofrenda al Señor»19.
Bajo
diversas advocaciones, muchos pueblos y ciudades celebran hoy su fiesta, con
intuición acertada, pues «si Salomón enseña San Pedro Damián, con motivo de la
dedicación del templo material, celebró con todo el pueblo de Israel
solemnemente un sacrificio tan copioso y magnífico, ¿cuál y cuánta no será la
alegría del pueblo cristiano al celebrar el nacimiento de la Virgen María, en
cuyo seno, como en un templo sacratísimo, descendió Dios en persona para
recibir de ella la naturaleza humana y se dignó vivir visiblemente entre los
hombres?»20. No dejemos de festejar hoy a Nuestra Señora con esas
delicadezas propias de los buenos hijos.
1 Antífona
de entrada. —
2 J.
Pascher, El año litúrgico, BAC, Madrid 1965, p. 689.
—
3 Cfr. Juan
Pablo II, Enc. Redemptoris Mater, 25-III-1987, 3. —
4 Liturgia
de las Horas, Segunda lectura. San Andrés de
Creta, Disertaciones, 1. —
5 Rom 8,
28-30. —
6 San
Alfonso M.ª de Ligorio, Las glorias de María, II, 2.
—
7 Cfr. Santo
Tomás, Suma Teológica, 3, q. 27, a. 5, ad 1. —
8 Cfr. Ibídem, 3, q. 7, a. 10 ad 1.
—
9 Cfr. San
Bernardo, Sermón 4 en la Asunción de la B. Virgen María, 5.
—
10 San
Buenaventura, Speculum, 8 —
11 Misal
Romano, Oración después de la comunión. —
12 San
Agustín, Homilías sobre el Génesis, 8, 26, 48. —
13 Sal 42,
4. —
14 Cfr. A.
Orozco, En torno a María, Rialp, Madrid 1975, p. 8. —
15 Ibídem,
p. 9. —
16 Juan
Pablo II, Ángelus en Liechtenstein, 8-IX-1985. —
17 Gen 3,
15; Is 7, 14. —
18 Lc 2,
51. —
19 Juan
Pablo II, Discurso al Congreso Mariano Internacional de
Zaragoza, 12-X-1979. —
20 San
Pedro Damián, Sermón 45, 4.
*Desde
muy antiguo se tienen noticias de esta fiesta de la Virgen, primero en Oriente
y luego en la Iglesia universal. Esta festividad, en la que se conmemora el
nacimiento de la que habría de ser la Madre de Dios, y también Madre nuestra,
está llena de alegría. Su llegada al mundo es el anuncio de la Redención ya
próxima. Muchos pueblos y ciudades, bajo diversas advocaciones, celebran hoy a
su Patrona.
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