Por Carolina Gómez-Ávila 08 de
septiembre de 2018
@cgomezavila
No sé
cómo penan las almas que emigran de Venezuela. No lo sé porque no he emigrado.
Pero a juzgar por sus lamentos, consejos y maldiciones, no encontraron ni la
luz ni la paz al franquear nuestras fronteras.
Lo que
me extraña es que soy hija de un inmigrante que murió venezolano y jamás le oí
desear para su país natal lo que sí he oído a no pocos connacionales que de
esta tierra se han ido, así que sospecho cada vez con más fuerza y dolor que
mis compatriotas no soportan el desarraigo autoimpuesto y la tristeza junto con
el resentimiento los condujo a la locura.
Muchos
-diría que todos- han dejado aquí familia y amigos, muchos -excepto los que formaron
parte de la corrupción y luego huyeron- han participado en decenas de jornadas
de protestas que hemos protagonizado en los últimos 20 años. Algunos -seguro
que menos de los que alardean de ello- han sufrido torturas física; todos,
psicológicas; casi todos, económicas y con seguridad todos -incluidos quienes
nos quedamos- daños emocionales de difícil reparación causados por 20 años de
sometimiento a un proyecto personalista que la mayoría de los venezolanos llevó
al poder en 1998. Lo peor es que creo que, de tener la oportunidad, se
decantarían de nuevo por otro proyecto populista.
Pero
si ha habido algún cambio drástico en Venezuela, lo registro a partir de 2014.
Desde entonces, hasta el clima caraqueño es más fresco como consecuencia de la
emigración. No hay distancia en la capital que no se pueda recorrer en carro en
cosa de 20 minutos. El paisaje humano se reconfigura, las noches finalmente son
silenciosas; en el día, con frecuencia me sorprenden escenas inéditas que me
cuesta un poco entender y echo de menos las que me resultaban habituales. Donde
no hay desolación, el ritmo de las actividades es el del rango etario
predominante y donde los jóvenes son la excepción, también se verá que se
comportan diferente. Todos somos otros.
Incluso
quienes partieron hace un año notarían la diferencia si regresaran hoy de
visita. Si se fueron hace dos o tres, más. Si hace diez, no reconocerían al que
alguna vez fue su país. Lo que les cuente su familia apenas es un celaje.
Además, nadie cuenta todo, ¿para qué botar un velero al mar de los Sargazos?
Desde
afuera tendrán que tomar conciencia de que el país al que quizás quieran volver
ya no existe y que el que podría reconstruirse con muchos años de
perseverancia, seguro que no se parecerá a ese que recuerdan o imaginan. Será
otro, mejor o peor, pero tan distinto como ahora son ustedes.
Para
quienes nos quedamos, lidiar con esa tristeza a veces es más difícil que luchar
por nuestra propia supervivencia. Además, no se trata sólo del clima emocional
sino del espanto, del auténtico horror que nos causa ver que quienes fueron
nuestros familiares y amigos, argumentan y se articulan para intentar que
fuerzas armadas multinacionales o mercenarias vengan a invadirnos y a ejecutar
una “operación” que, de relámpago, tendrá lo cegador.
Algunos
de ellos consideran que una masacre es un daño colateral imprescindible. Otros,
con sus vidas a buen resguardo, se han convencido de que las cosas saldrán como
ellos las imaginan; “whishful thinking”, que le dicen
No
aceptan la idea de que una ocupación extranjera o mercenaria será
contrarrestada, que “los rusos (y los chinos) también juegan” y que el
resultado sería un conflicto armado sin final ni costos a la vista. Los más
obcecados blanden el caso Noriega que, a pesar de la propaganda, tenía entre
sus justificaciones los Tratados Torrijos-Carter sin equivalencia en Venezuela;
además, no hubo la asepsia que se pregona: en mes y medio esa invasión asesinó
a 3000 panameños y la ocupación se prolongó por dos años. En cuanto al costo,
pues Robert Heinlein nos advirtió hace mucho que “no hay almuerzo gratis”;
creer en una invasión militar desinteresada o movida por valores universales es
de una puerilidad suicida.
Por
eso escribo. Para recordar en el futuro que, si algún día las circunstancias me
obligaran a emigrar, nunca pediría para mi tierra una invasión armada, un
ejército mercenario, una injerencia humanitaria, ningún acto cuyo costo fuera
la sangre de venezolanos y cuyo final no pudiéramos tener claro. Yo nunca
traspasaría esa frontera, lo prometo.
08-09-18
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