CAROLINA JAIMES BRANGER 21 de octubre de 2019
@cjaimesb
Rafael
Marziano entró al círculo de los grandes cineastas cuando su última película
Historias Pequeñas fue invitada a formar parte de la Mostra de Sao Paulo
Inquieto,
hiperactivo, genial. A Rafael Marziano intentaron disuadirlo de que se fuera
detrás de un sueño -una quimera, como él lo llama- pero triunfó en su empeño:
se convirtió en cineasta. El tema de sus películas es Venezuela. Sigue dando
clases porque es “necio”, pero estoy segura de que lo hace para evitar que
destruyan la UCV. Tiene la paciencia de esperar que el público de sus películas
se forme para apreciarlas. Ganador del último Festival de Cine Venezolano con
su película Historias Pequeñas, hoy participa en la Mostra de Sao Paulo, uno de
los rendez-vous más importantes del cine mundial.
-Me consta que desde joven querías ser cineasta, pero
antes te graduaste de arquitecto... ¿cómo se gestó esa inclinación?
-La verdad, no sé, en algún momento de mi adolescencia
me debo haber dado cuenta de ello, supongo. De niño estudié música, luego
empecé a hacer fotografía, leí todo lo que pude sobre el cine, pero, sobre
todo, vi películas y películas. Iba a la Cinemateca Nacional al salir del
colegio. Luego estudié algo de Matemáticas y terminé Arquitectura. Pero estaba
empeñado en el cine. Eso era una quimera. “¿A quién se le ocurre?... ¿Con qué
dinero?... ¡No, mijo, jamás!”. Así que me pasé años y años visitando embajadas,
preguntando por becas. Hasta que por fin se concretaron dos oportunidades:
Hungría y Polonia. Debía escoger. No tenía idea de cómo hacerlo. Eran ambos
países lejanísimos, friísimos y comunistas, que usan idiomas impronunciables y
donde jamás sale el sol (eso suponía yo y algo de verdad había en mi
presentimiento). Entonces fui a una función, creo que en el Centro Plaza, o un
cine por ahí que solía exhibir extrañas películas de Europa del Este. Vi
Sor Juana de los Ángeles, de Jerzy Kawalerowicz. Me dio como un
“turulún” y esa noche me decidí. Algo tenía esa gente que yo quería obtener,
algo sabían, algo que yo quería. Me fui a Polonia. Estudié Dirección de
Fotografía, tuve suerte, me fue muy bien. En la Escuela mis compañeros me
llamaban “El Salvaje”. Años después, mi mentor fue Jerzy Wójcic, justamente el
fotógrafo de la película que me llevó a Polonia. Gracias a Wójcik –a su apoyo y
recomendación– pude hacer El Camino de las Hormigas, mi primera
película larga, ya no como fotógrafo sino como director. La coprodujo la WFO,
una productora de documentales polaca, donde yo había trabajado aun siendo
estudiante.
-Te tocó emprender en una época cuando el cine
venezolano duraba poco en taquilla. En los últimos años han salido películas
estupendas. Háblame de cómo viviste esa transición.
-Lo del tiempo ante el público es un gran tema. Lo del
público, es otro gran tema. El público, como los artistas, se va formando. Hay
una cultura del lector, por ejemplo, hay una cultura del espectador
cinematográfico. Del que asiste a conciertos, igual. De niño yo asistía a
recitales de Martha Argerich en el Municipal y conseguía entradas, tan
tranquilo, y hasta había butacas vacías. Hoy un concierto se llena. El público
se va formando. La cultura de una sociedad evoluciona, respecto al cine, pues
se acostumbra a verse a sí misma. Hace años se hablaba del cine venezolano –con
mucho desprecio- como un cine de barrios, prostitutas y homosexuales. Los
barrios, las prostitutas y los homosexuales, son temas y personajes, como puede
serlo cualquier otro. Existen en cualquier cine. Barrios, prostitutas y homosexuales
americanos, mexicanos, brasileños, franceses, chinos, hemos visto por montón en
películas que admiramos y aplaudimos y vemos una y otra vez. Ah, pero los
nuestros no. ¡No, no, no, no! Nos recuerdan nuestra casa, nuestra tía, nuestro
primo. Entonces mejor no, mejor no. Eso es una lata. Supongo que con el tiempo,
la gente tendrá más curiosidad por sí misma, por lo que la afecta directamente
y más deseo y menos miedo de verse retratada. Cuando hice El Camino de
las Hormigas, hubo personas que me preguntaron –en tono de reclamo- por qué
había mostrado una ciudad rodeada de ranchos. Yo no sabía qué contestarles. Hoy
veo los mismos cerros que retraté entonces. Algo de eterno había en ellos, al
parecer.
-Tu documental Swing con Son narra la
vida de nuestro querido Maestro Billo Frómeta. Sin embargo, tuviste un impasse
con la gente de la Radio Nacional de Venezuela porque habiendo filmado adentro
y con permiso, se sintieron amenazados. ¿Qué pasó al final?
-Eso fue una gran ridiculez que no paró en nada. Filmé
un programa sobre Billo Frómeta, Guarachando, que conducía Jesus
Rafael Pérez Lárez y donde estuvo el pianista de la Billo´s Román Martínez
Galindo. De pronto se interrumpe el programa porque entró una cadena
presidencial. ¿Qué hacer? Filmé la cadena, el discurso, la gritería militar
–estaban recibiendo una fragata, un barco de guerra, no sé– filmé el fastidio
de todo el mundo en el estudio, esperando que se acabara aquello. Y al final
les pedí que, al volver al aire lo hicieran con Los Cadetes, pieza
famosa de Billo, que todo el mundo baila. Algo se me ocurriría. Durante el
montaje nos divertimos un montón. Pusimos tomas que hicimos de gente bailando,
fiestas y material de archivo, desfiles de la Semana de la Patria (de Pérez
Jiménez) porque si hay algo que sobra en este país y que más que otra cosa se
parece a un cuartel, es el material de archivo de desfiles militares. Y en el
famoso conteo de ritmos que la pieza tiene a manera de paso militar – un, dos,
tres, cuatro…. – puse en cada uno 18 fotogramas de los golpes de estado con
participación de militares, que nos han agobiado durante el último medio siglo:
fui muy equitativo, ahí salió todo el mundo, desde los que tumbaron a Medina
hasta Carmona. Como el presidente de entonces aparecía con su famoso “por
ahora” a alguien le dio miedo que eso provocara alguna molestia. O quizás que
alguien sacara una regla de tres e imaginara algún paralelismo entre la
República Dominicana de Trujillo y nuestros días. No sé.
-Sigues siendo profesor universitario, a pesar de la
terrible situación de precariedad en que se encuentra el profesorado
universitario, ¿qué te mueve?
-No sé, creo que la más absoluta necedad. ¿A quién se
le ocurre? ¿Estar en la UCV? ¡Eso es un disparate! No significa nada de nada. A
nadie le importa. Nadie te respeta por eso, al contrario. Nadie te paga por eso
(cualquiera gana más que yo haciendo cualquier otra cosa). Hay sociedades que
aprecian el conocimiento, el conservatorio. Otras que no. Pues bien, nos tocó
ésta. Ya. Esto nunca fue un paraíso, es verdad, pero ahora destruyeron la USB, de
donde yo salí. Estuve en la ULA y eso da lástima. Ahora van por la UCV.
Recuerdo maestros de música, de arquitectura, de cine, a cuya obra y reflexión
debo muchísimo. La cultura es una ola, el trabajo de muchos, un esfuerzo que
dura años: tu recibes algo y lo das a otros. Así de simple. Es muy fácil
destruirlo, pero volver a armarlo tomará décadas.
-Tu película más reciente, Historias Pequeñas,
ganó el Festival de Cine Venezolano y ha participado en muchos festivales con
aplausos de la crítica extranjera, a pesar de tocar un tema tan venezolano. El
guion es tuyo. ¿Lograste transmitir lo que querías?
-Yo espero que sí. Uno se pasa años y hace una
película. Después, la película es del público. ¿Te dijo algo? ¿Te movió? ¿Te
reconociste en ella? ¿Y si no a ti, a alguien a quien conoces? ¿Te hizo
reflexionar? ¿Te molestó? ¿Te entristeció? ¿Te hizo reír? Si pasó cualquiera de
estas cosas, entonces la película funciona. Porque así es el arte, una cosa
rara que vive en cada quien de una manera distinta. Si lo que digo en ella es
auténtico –en personajes muy comunes, pero tan conocidos por todos que se
parecen a nosotros mismos- entonces logré lo que quería: que el espectador se
reconozca. Que se pregunte qué relación existe entre su propia vida, personal,
íntima y pequeña, como pequeñas son las historias de mi película, y el enorme
drama que nos agobia y del que nos quejamos como algo impersonal, como si fuese
la lluvia, un meteorito o la bajada de un platillo volador. Creo que la mayor
parte de nuestra desdicha radica en la convicción que cada uno tiene de que en
el fondo él no tiene nada que ver con lo que está sucediendo fuera del íntimo,
egoísta y pequeño ámbito de su vida personal y eso no es así.
-Ahora Historias Pequeñas va a la Mostra Internacional
de Cinema de Sao Paulo, Brasil, seleccionada entre 326 films de todo el mundo.
Ya el haber sido seleccionada representa un triunfo. ¿Sientes que es un hito en
tu carrera?
-En este festival se exhibe una gran cantidad de
películas (http://43.mostra.org/br/filmes/) La Mostra es enorme. Pero las
películas que aplicaron fueron muchas más. Miles. Alguien me dijo que en el
presente se hacen unas 25.000 películas al año. Entrar en un festival, hoy día,
ya es una suerte. Entrar en la Mostra, un privilegio. Qué suerte. Las películas
son para eso, para mostrarlas y llegarle al público. Uno se siente agradecido
con la vida. Hacer una película es un trabajo enorme. Pero es un gusto
demasiado grande. No hay nada que se compare a eso. Hacer algo que tenga
significado para otros es algo, es aún mejor. Hay una recompensa en ello que no
se parece a nada en el mundo.
-¿Qué significa Venezuela para Rafael Marziano?
-Es el tema de mis películas. Una y otra vez me
pregunto las mismas cosas y hablo de lo mismo cada vez. Es así, supongo, en
cada cinematografía, en cada cultura. Hablo sobre lo que me afecta, sobre lo
que me importa, porque necesito hacerlo y porque sé que también les afecta a
otros, a otros también les importa. Si logro retratar algo de la verdad que nos
rodea, si logro decir algo que valga la pena sobre todo ello, entonces estaré
haciendo bien mi trabajo.
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