Francisco Fernández-Carvajal 11 de septiembre de 2024
@hablarcondios
— La
recompensa sobrenatural de las buenas obras.
— Los
méritos de Cristo y de María.
—
Ofrecer a Dios nuestra vida corriente. Merecer por los demás.
I. El
Señor nos habla muchas veces del mérito que tiene hasta la más pequeña de
nuestras obras, si las realizamos por Él: ni siquiera un vaso de agua ofrecido
por Él quedará sin su recompensa1.
Si somos fieles a Cristo encontraremos un tesoro amontonado en el Cielo por una
vida ofrecida día a día al Señor. La vida es en realidad el tiempo para
merecer, pues en el Cielo ya no se merece, sino que se goza de la recompensa;
tampoco se adquieren méritos en el Purgatorio, donde las almas se purifican de
la huella que dejaron sus pecados. Este es el único tiempo para merecer: los
días que nos queden aquí en la tierra; quizá, pocos.
En el Evangelio de la Misa de hoy2 nos enseña el Señor que las obras del cristiano han de ser superiores a las de los paganos para obtener esa recompensa sobrenatural. Si amáis a los que os aman, ¿qué mérito tendréis?, pues también los pecadores aman a quienes los aman. Y si hacéis bien a quienes os hacen bien, ¿qué mérito tendréis?, pues también los pecadores prestan a los pecadores para recibir otro tanto... La caridad debe abarcar a todos los hombres, sin limitación alguna, y no debe extenderse solo a quienes nos hacen bien, a los que nos ayudan o se portan correctamente con nosotros, porque para esto no sería necesaria la ayuda de la gracia: también los paganos aman a quienes los aman a ellos. Lo mismo ocurre con las obras de un buen cristiano: no solo han de ser «humanamente» buenas y ejemplares, sino que el amor de Dios hará que sean generosas en su planteamiento, y sean así sobrenaturalmente meritorias.
El
Señor ya había asegurado por el Profeta Isaías: Electi mei non
laborabunt frustra3,
mis elegidos no trabajarán nunca en vano, pues ni la más pequeña obra hecha por
Dios quedará sin su fruto. Muchas de estas ganancias las veremos ya aquí en la
tierra; otras, quizá la mayor parte, cuando nos encontremos en la presencia de
Dios en el Cielo. San Pablo recordó a los primeros cristianos que cada
uno recibirá su propia recompensa, según su trabajo4.
Y, al final, cada uno recibirá el pago debido a las buenas o a las
malas acciones que haya hecho mientras estaba revestido de su cuerpo5.
Ahora es el tiempo de merecer. «Vuestras buenas obras deben ser vuestras
inversiones, de las que un día recibiréis considerables intereses»6,
enseña San Ignacio de Antioquía. Ya en esta vida el Señor nos paga con creces.
II. Electi
mei non laborabunt frustra... Las obras de cada día –el trabajo, los
pequeños servicios que prestamos a los demás, las alegrías, el descanso, el
dolor y la fatiga llevados con garbo y ofrecidos al Señor– pueden ser
meritorias por los infinitos merecimientos que Cristo nos alcanzó en su vida
aquí en la tierra, pues de su plenitud recibimos todos gracia sobre
gracia7. A unos dones se añaden otros, en la medida en que
correspondemos; y todos brotan de la fuente única que es Cristo, cuya plenitud
de gracia no se agota nunca. «Él no tiene el don recibido por participación,
sino que es la misma fuente, la misma raíz de todos los bienes: la Vida misma,
la Luz misma, la Verdad misma. Y no retiene en sí mismo las riquezas de sus
bienes, sino que los entrega a todos los demás; y habiéndolos dispensado,
permanece lleno; no disminuye en nada por haberlos distribuido a otros, sino
que llenando y haciendo participar a todos de estos bienes permanece en la
misma perfección»8.
Una
sola gota de su Sangre, enseña la Iglesia, habría bastado para la Redención de
todo el género humano. Santo Tomás lo expresó en el himno Adoro te
devote, que muchos cristianos meditan frecuentemente para crecer en amor y
devoción a la Sagrada Eucaristía: Pie pellicane, Iesu Domine, me
immundum munda tuo sanguine... Misericordioso pelícano, Señor Jesús, //
purifica mis manchas con tu Sangre, // de la cual una sola gota es suficiente
// para borrar todos los pecados del mundo entero.
El
menor acto de amor de Jesús, en su niñez, en su vida de trabajo en Nazaret...,
tenía un valor infinito para obtener la gracia santificante, la vida eterna y
las ayudas necesarias para llegar a ella, a todos los hombres pasados,
presentes y a los que han de venir9.
Nadie
como la Virgen, Madre de Dios y Madre nuestra, participó con tanta plenitud de
los méritos de su Hijo. Por su impecabilidad, sus méritos fueron mayores,
incluso más estrictamente «meritorios», que los de todas las demás criaturas,
porque, al estar inmune de las concupiscencias y de otros estorbos, su libertad
era mayor, y la libertad es el principio radical del mérito. Fueron meritorios
todos los sacrificios y pesares que le llevó el ser Madre de Dios: desde la
pobreza de Belén, la zozobra de la huida a Egipto..., hasta la espada que
atravesó su corazón al contemplar los sufrimientos de Jesús en la Cruz. Y
fueron meritorias todas las alegrías y todos los gozos que le produjeron su
inmensa fe y su amor que todo lo penetraba, pues no es lo oneroso de una acción
lo que la hace meritoria, sino el amor con que se hace. «No es la dificultad
que hay en amar al enemigo lo que cuenta para lo meritorio, si no es en la
medida en que se manifiesta en ella la perfección del amor, que triunfa de
dicha dificultad. Así, pues, si la caridad fuera tan completa que suprimiese en
absoluto la dificultad, sería entonces más meritoria»10,
enseña Santo Tomás de Aquino. Así fue la caridad de María.
Debe
darnos una gran alegría considerar con frecuencia los méritos infinitos de
Cristo, la fuente de nuestra vida espiritual. Contemplar también las gracias
que Santa María nos ha ganado fortalecerá la esperanza y nos reanimará de modo
eficaz en momentos de desánimo o de cansancio, o cuando las personas que
queremos llevar a Cristo parece que no responden y nos damos cuenta de la
necesidad de merecer por ellas. «Me decías: “me veo, no solo incapaz de ir
adelante en el camino, sino incapaz de salvarme –¡pobre alma mía!–, sin un
milagro de la gracia. Estoy frío y –peor– como indiferente: igual que si fuera
un espectador de ‘mi caso’, a quien nada importara lo que contempla. ¿Serán
estériles estos días?
»Y,
sin embargo, mi Madre es mi Madre, y Jesús es –¿me atrevo?– ¡mi Jesús! Y hay
almas santas, ahora mismo, pidiendo por mí”.
»—Sigue
andando de la mano de tu Madre, te repliqué, y “atrévete” a decirle a Jesús que
es tuyo. Por su bondad, Él pondrá luces claras en tu alma»11.
III. Electi
mei non laborabunt frustra. El mérito es el derecho a la recompensa por las
obras que se realizan, y todas nuestras obras pueden ser meritorias, de tal
manera que convirtamos la vida en un tiempo de merecimiento. Enseña la teología12 que
el mérito propiamente dicho (de condigno) es aquel por el que
se debe una retribución, en justicia o, al menos, en virtud de
una promesa; así, en el orden natural, el trabajador merece su salario. Existe
también otro mérito, que se suele llamar de conveniencia (de congruo),
por el que se debe una recompensa, no en estricta justicia ni como consecuencia
de una promesa, sino por razones de amistad, de estima, de liberalidad...; así,
en el orden natural, el soldado que se ha distinguido en la batalla por su
valor merece (de congruo) ser condecorado: su condición
militar le pide esa valentía, pero si pudo ceder y no cedió, si pudo limitarse
a cumplir y se esmeró en su cometido, el general magnánimo se ve movido a
recompensar sobreabundantemente –por encima de lo estipulado– aquella acción.
En el
orden sobrenatural, nuestros actos merecen, en virtud del querer de Dios, una recompensa
que supera todos los honores y toda la gloria que el mundo puede ofrecernos. El
cristiano en estado de gracia logra con su vida corriente, cumpliendo sus
deberes, un aumento de gracia en su alma y la vida eterna: por la
momentánea y ligera tribulación nos prepara un peso eterno de incalculable
gloria13.
Cada
jornada, las obras son meritorias si las realizamos bien y con rectitud de
intención: si las ofrecemos a Dios al comenzar el día, en la Santa Misa, o al
iniciar una tarea o al terminarla. Especialmente serán meritorias si las unimos
a los méritos de Cristo... y a los de la Virgen. Nos apropiamos así las gracias
de valor infinito que el Señor nos alcanzó, principalmente en la Cruz, y los de
su Madre Santísima, que tan singularmente corredimió con Él. Nuestro Padre Dios
ve entonces estos quehaceres revestidos de un carácter infinito, del todo
nuevo. Nos hacemos solidarios con los méritos de Cristo.
Conscientes
de esta realidad sobrenatural, ¿procuramos ofrecer todo al Señor?, ¿lo
ordinario de cada jornada y, si se presentan, las circunstancias más
extraordinarias y difíciles: una grave enfermedad, la persecución, la calumnia?
Especialmente entonces debemos recordar lo que ayer leíamos en el Evangelio de
la Misa14: alegraos y regocijaos en aquel día, porque es muy
grande vuestra recompensa. Son ocasiones para amar más al Señor, para
unirnos más a Él.
También
nos ayudará a realizar con perfección nuestros quehaceres el saber que, con
un mérito de conveniencia, fundado en la amistad con el Señor, con
estas obras –hechas en gracia de Dios, por amor, con perfección, buscando solo la
gloria de Dios–, podemos merecer la conversión de un hijo, de un hermano, de un
amigo: así han actuado los santos. Aprovechemos tantas oportunidades para
ayudar a los demás en su camino hacia el Cielo. Con más interés y tesón a los
que Dios ha puesto más cerca de nuestra vida y a quienes andan más necesitados
de estas ayudas espirituales.
1 Cfr. Mt 10,
42. —
2 Lc 6,
27-38. —
3 Is 65,
23. —
4 1
Cor 3, 8. —
5 1
Cor 5, 10; Cfr. Rom 2, 5-6. —
6 San
Ignacio de Antioquía, Epístola a San Policarpo. —
7 Jn 1,
16. —
8 San
Juan Crisóstomo, Homilías sobre el Evangelio de San Juan,
14, 1. —
9 Cfr. R.
Garrigou-Lagrange, El Salvador, p. 365. —
10 Santo
Tomás, Cuestiones disputadas sobre la caridad, q. 8, ad 17.
—
11 San
Josemaría Escrivá, Forja, n. 251. —
12 Cfr. R.
Garrigou-Lagrange, o. c., p. 366. —
13 2
Cor 4, 17. —
14 Cfr.
Lc 6, 20-26.
Tomado
de: https://www.hablarcondios.org/meditaciondiaria.aspx
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