Francisco Fernández-Carvajal 22 de noviembre de 2024
@hablarcondios
— Sin
la pureza es imposible el amor.
—
Castidad matrimonial y virginidad.
—
Apostolado sobre esta virtud. Medios para guardarla.
I.
Vinieron los saduceos, que niegan la resurrección de los muertos, para proponer
a Jesús una cuestión que, según ellos, reducía al absurdo esa verdad admitida
comúnmente por el resto de los hebreos1.
Según la ley judía2,
si un hombre moría sin dejar hijos, el hermano tenía obligación de casarse con
la viuda para suscitar descendencia a su hermano. Las consecuencias de esta ley
se presentaban como un argumento aparentemente sólido contra la resurrección de
los cuerpos. Pues si siete hermanos habían muerto sucesivamente sin dejar
descendencia, en la resurrección ¿de quién será esposa?
El Señor contestó con citas de la Sagrada Escritura reafirmando la resurrección de los muertos, y, al enseñar las cualidades de los cuerpos resucitados, desvaneció el argumento de los saduceos. La objeción mostraba por sí misma una gran ignorancia en el poder de Dios para glorificar los cuerpos del hombre y de la mujer a una condición semejante a la de los ángeles que, siendo inmortales, no necesitan la reproducción de la especie3. La actividad procreadora se ciñe a unos años dentro de esta etapa terrena del hombre para cumplir la misión de propagar la especie y, sobre todo, de aumentar el número de elegidos para el Cielo. Lo definitivo es la vida eterna. Esta vida es solo un paso hacia el Cielo.
Mediante
la virtud de la castidad, o pureza, la facultad generativa es gobernada por la
razón y dirigida a la procreación y unión de los cónyuges dentro del
matrimonio. La tendencia sexual se sitúa así en el orden querido por Dios en la
creación, aunque –a causa del profundo desorden introducido en la naturaleza
humana por el pecado original y por los pecados personales– a veces resulte
precisa la lucha ascética para mantener esta ordenación.
La
virtud de la castidad lleva también a vivir una limpieza de mente y de corazón:
a evitar aquellos pensamientos, afectos y deseos que apartan del amor de Dios,
según la propia vocación4.
Sin la castidad es imposible el amor humano y el amor a Dios. Si la persona
renuncia al empeño por mantener esta limpieza de cuerpo y de alma, se abandona
a la tiranía de los sentidos y se rebaja a un nivel infrahumano: «parece corno
si el “espíritu” se fuera reduciendo, empequeñeciendo, hasta quedar en un
puntito... Y el cuerpo se agranda, se agiganta, hasta dominar»5,
y el hombre se hace incapaz de entender la amistad con el Señor. En los
primeros tiempos, en medio de un ambiente pagano hedonista, la Iglesia amonestó
con firmeza a los cristianos sobre «los placeres de la carne, que como crueles
tiranos, después de envilecer el alma en la impureza, la inhabilitan para las
obras santas de la virtud»6.
La pureza dispone el alma para el amor divino, para el apostolado.
II. La
castidad no consiste solo en la renuncia al pecado. No es algo negativo: «no
mirar», «no hacer», «no desear»... Es entrega del corazón a Dios, delicadeza y
ternura con el Señor, «afirmación gozosa»7.
Virtud para todos, que se ha de vivir según el propio estado. En el matrimonio,
la castidad enseña a los casados a respetarse mutuamente y a quererse con un
amor más firme, más delicado y más duradero. «El amor consigue que las relaciones
conyugales, sin dejar de ser carnales, se revistan, por decirlo así, de la
nobleza del espíritu y estén a la altura de la dignidad del hombre. El
pensamiento de que la unión sexual está destinada a suscitar nuevas vidas tiene
un asombroso poder de transfiguración, pero la unión física solo queda
verdaderamente ennoblecida si procede del amor y es expresión de amor (...).
»Y
cuando el sexo se desvincula completamente del amor y se busca por sí mismo,
entonces el hombre abandona su dignidad y profana también la dignidad del otro.
»Un
amor fuerte y lleno de ternura es, pues, una de las mejores garantías y sobre
todo una de las causas más profundas de la pureza conyugal.
»Pero
hay todavía una causa más alta. La castidad, nos dice San
Pablo, es un “fruto del Espíritu” (cfr. Gal 5, 23), es decir,
una consecuencia del amor divino. Para la guarda de la pureza en el matrimonio
hace falta no solo un amor delicado y respetuoso por la otra persona sino sobre
todo un gran amor a Dios. El cristiano que intenta conocer y amar a Jesucristo
encuentra en este amor un poderoso estímulo para su castidad. Sabe que la
pureza acerca de un modo especial a Jesucristo y que la cercanía de Dios,
prometida a los que guardan limpio el corazón (cfr. Mt 5, 8), es la
garantía principal de esa misma limpieza»8.
La
castidad no es la primera ni la más importante virtud, ni la vida cristiana se
puede reducir a la pureza, pero sin ella no hay caridad, y esta sí es la
primera de las virtudes y la que da su plenitud a todas las demás. Sin la
castidad, el mismo amor humano se corrompe. Quienes han recibido la llamada a
servir a Dios en el matrimonio, se santifican precisamente en el cumplimiento
abnegado y fiel de los deberes conyugales, que para ellos se hace camino cierto
de unión con Dios. Quienes han recibido la vocación al celibato apostólico,
encuentran en la entrega total al Señor y a los demás por Dios, indiviso
corde9, sin la mediación del amor conyugal, la gracia para vivir
felices y alcanzar una íntima y profunda amistad con Dios.
Si
miramos hoy a Nuestra Señora –y en este día de la semana, el sábado, muchos cristianos
la tienen especialmente presente–, vemos que en Ella se dan de modo sublime
esas dos posibilidades que en el resto de las mujeres se excluyen: la
maternidad y la virginidad. En nuestras tierras la llamamos muchas veces
simplemente «la Virgen», la Virgen María. Y la tratamos como Madre. Fue
voluntad de Dios que su Madre sea a la vez Virgen. La virginidad ha de ser,
pues, un valor altísimo a los ojos de Dios, y encierra un mensaje importante
para los hombres de todos los tiempos: la satisfacción del sexo no pertenece a
la perfección de la persona. Las palabras de Jesús cuando resuciten de
entre los muertos, ni se casarán ni serán dadas en matrimonio indican
que «hay una condición de vida, sin matrimonio, en la que el hombre, varón y
mujer, halla a un tiempo la plenitud de la donación personal y la comunión
entre las personas, gracias a la glorificación de todo su ser en la unión
perenne con Dios. Cuando la llamada a la continencia por el reino de
los Cielos encuentra eco en el alma humana (...) no resulta difícil
percibir allí una sensibilidad especial del espíritu humano, que ya en las
condiciones terrenas parece anticipar aquello de lo que el hombre será
partícipe en la resurrección futura»10.
La virginidad y el celibato apostólico son aquí en la tierra un anticipo del
Cielo.
A la
vez, la doctrina cristiana ha afirmado siempre que «el sexo no es una realidad
vergonzosa, sino una dádiva divina que se ordena limpiamente a la vida, al
amor, a la fecundidad.
»Ese
es el contexto, el trasfondo, en el que se sitúa la doctrina cristiana sobre la
sexualidad. Nuestra fe no desconoce nada de lo bello, de lo generoso, de lo
genuinamente humano, que hay aquí abajo»11.
Quienes entregan a Dios por amor todo su ser, sin mediar un amor humano en el
matrimonio, no lo hacen «por un supuesto valor negativo del matrimonio, sino en
vista del valor particular que está vinculado a esta opción y que hay que
descubrir y aceptar personalmente como vocación propia. Y por esto, Cristo
dice: el que pueda entender, que entienda (Mt 19,
12)»12. El Señor ha dado a cada uno una misión aquí en la vida; su
felicidad está en cumplirla acabadamente, con sacrificio y alegría.
III. La
castidad vivida en el propio estado, en la especial vocación recibida de Dios,
es una de las mayores riquezas de la Iglesia ante el mundo; nace del amor y al
amor se ordena. Es un signo de Dios en la tierra. La continencia por el
reino de los Cielos «lleva sobre todo la impronta de la semejanza con
Cristo, que, en la obra de la redención, hizo Él mismo esta opción por
el reino de los Cielos»13.
Los Apóstoles, apartándose de la tradición de la Antigua Alianza donde la
fecundidad procreadora era considerada como una bendición, siguieron el ejemplo
de Cristo, convencidos de que así le seguían más de cerca y se disponían mejor
para llevar a cabo la misión apostólica recibida. Poco a poco fueron
comprendiendo –nos recuerda Juan Pablo II– cómo de esa continencia se origina
una particular «fecundidad espiritual y sobrenatural del hombre que proviene
del Espíritu Santo»14.
Quizá
en el momento actual a muchos les puede resultar incomprensible la castidad, y
mucho más el celibato apostólico y la virginidad vividas en medio del mundo.
También los primeros cristianos tuvieron que enfrentarse a un ambiente hostil a
esta virtud. Por eso, parte importante del apostolado que hemos de llevar a
cabo es el de valorar la castidad y el cortejo de virtudes que la acompañan:
hacerla atractiva con un comportamiento ejemplar, y dar la doctrina de siempre de
la Iglesia sobre esta materia que abre las puertas a la amistad con Dios. Hemos
de cuidar, por ejemplo, los detalles de pudor y de modestia en el vestir, en el
aseo, en el deporte; la negativa tajante a participar en conversaciones que
desdicen de un cristiano; el rechazo de espectáculos inmorales...; y sobre todo
hemos de dar el ejemplo alegre de la propia vida. Con nuestra conversación
hemos de poner de manifiesto, descaradamente cuando sea necesario, la belleza
de esta virtud y los innumerables frutos que de ella se derivan: la mayor
capacidad de amar, la generosidad, la alegría, la finura de alma... Hemos de
proclamar a los cuatro vientos que esta virtud es posible siempre si se ponen
los medios que Nuestra Madre la Iglesia ha recomendado durante siglos: el
recogimiento de los sentidos, la prudencia atenta para evitar las ocasiones, la
guarda del pudor, la moderación en las diversiones, la templanza, el recurso
frecuente a la oración, a los sacramentos y a la penitencia, la recepción
frecuente de la Sagrada Eucaristía, la sinceridad... y, sobre todo, un gran
amor a la Virgen Santísima15.
Nunca seremos tentados por encima de nuestras fuerzas16.
Al
terminar nuestra oración acudimos a Santa María, Mater pulchrae
dilectionis, Madre del amor hermoso, que nos ayudará siempre a sacar un
amor más firme aun de las mayores tentaciones.
1 Lc 20,
27-40. —
2 Cfr. Dt 25,
5 ss. —
3 Santo
Tomás, Comentario al Evangelio de San Mateo, 22, 30.
—
4 Cfr. Catecismo
Romano, III, 7, n. 6. —
5 San
Josemaría Escrivá, Surco, n. 841. —
6 San
Ambrosio, Tratado sobre las vírgenes, 1, 3. —
7 Cfr. San
Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 5. —
8 J.
M. Martínez Doral, La santidad de la vida conyugal,
en Scripta Theologica, Pamplona 1989, vol. XXI, fasc. 3, pp.
880-881. —
9 Cfr. 1
Cor 7, 33. —
10 Juan
Pablo II, Audiencia general 10-II-1982. —
11 San
Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 24. —
12 Juan
Pablo II, loc. cit. —
13 ídem, Audiencia
general 24-III-1982. —
14 Ibídem.
—
15 Cfr. S.
C. para la Doctrina de la Fe, Declaración acerca de ciertas
cuestiones de ética sexual, 29-XII-1975, 12. —
16 Cfr. 1
Cor, 10, 13.
Tomado
de: https://www.hablarcondios.org/meditaciondiaria.aspx
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