Francisco Fernández-Carvajal 06 de noviembre de 2024
@hablarcondios
— Son
los enfermos quienes tienen necesidad de médico. Jesús ha venido a curarnos.
— La
oveja perdida. La alegría de Dios ante nuestras diarias conversiones.
—
Jesucristo sale muchas veces a buscarnos.
I.
Leemos en el Evangelio de la Misa1 que
publicanos y pecadores se acercaban a Cristo para oírle. Pero los
fariseos y los escribas murmuraban diciendo: este recibe a los pecadores y come
con ellos.
Meditando la vida del Señor podemos ver con claridad cómo toda ella manifiesta su absoluta impecabilidad. Más aún, Él mismo preguntará a quienes le acusan: ¿Quién de vosotros me argüirá de pecado?2, y «durante toda su vida, lucha con el pecado y con todo lo que engendra pecado, comenzando por Satanás, que es padre de la mentira... (cfr. Jn 8, 44)»3.
Esta
batalla de Jesús contra el pecado y contra sus raíces más profundas no le aleja
del pecador. Muy al contrario, lo aproxima a los hombres, a cada hombre. En su
vida terrena Jesús solía mostrarse particularmente cercano de quienes, a los
ojos de los demás, pasaban por «pecadores» o lo eran de verdad. Así nos lo
muestra el Evangelio en muchos pasajes; hasta tal punto que sus enemigos le dieron
el título de amigo de publicanos y de pecadores4.
Su vida es un constante acercamiento a quien necesita la salud del alma. Sale a
buscar a los que precisan ayuda, como Zaqueo, en cuya casa Él mismo se
invitó: Zaqueo, baja pronto -le dice-, porque hoy me
hospedaré en tu casa5.
El Señor no se aleja, sino que va en busca de los más distanciados. Por eso
acepta las invitaciones y aprovecha las circunstancias de la vida social para
estar con quienes no parecían tener puestas sus esperanzas en el Reino de Dios.
San Marcos nos indica cómo después del llamamiento de Mateo, muchos
publicanos y pecadores estaban a la mesa con Jesús y con sus discípulos6.
Y Cuando los fariseos murmuran de esta actitud, Jesús responde: No
tienen necesidad de médico los sanos, sino los enfermos...7.
Aquí, sentado con estos hombres que parecen muy alejados de Dios, se nos
muestra Jesús entrañablemente humano. No se aparta de ellos; por el contrario,
busca su trato. La manifestación suprema de este amor por quienes se encuentran
en una situación más apurada tuvo lugar en el momento de dar su vida por todos
en el Calvario. Pero en este largo recorrido hasta la Cruz, su existencia es
una manifestación continua de interés por cada uno, que se expresa en estas
palabras conmovedoras: El Hijo del hombre no ha venido para ser
servido, sino a servir...8.
A servir a todos: a quienes tienen buena voluntad y están más preparados para
recibir la doctrina del Reino, y a quienes parecen endurecidos para la Palabra
divina.
La
meditación de hoy nos debe llevar a aumentar nuestra confianza en Jesús cuanto
mayores sean nuestras necesidades; especialmente si en alguna ocasión sentimos
con fuerza la propia flaqueza: Cristo también está cercano entonces. De igual
forma, pediremos con confianza por aquellos que están alejados del Señor, que
no responden a nuestro desvelo por acercarlos a Dios y que aun parece que se
distancian más. «¡Oh, qué recia cosa os pido, verdadero Dios mío –exclama Santa
Teresa–: que queráis a quien no os quiere, que abráis a quien no os llama, que
deis salud a quien gusta de estar enfermo y anda procurando la enfermedad!»9.
II.
Jesucristo andaba constantemente entre las turbas, dejándose asediar por ellas,
aun después de caída ya la noche10,
y muchas veces ni siquiera le permitían un descanso11.
Su vida estuvo totalmente entregada a sus hermanos los hombres12,
con un amor tan grande que llegará a dar la vida por todos13.
Resucitó para nuestra justificación14;
ascendió a los Cielos para prepararnos un lugar15;
nos envía su Espíritu para no dejarnos huérfanos16.
Cuanto más necesitados nos encontramos, más atenciones tiene con nosotros. Esta
misericordia supera cualquier cálculo y medida humana; es «lo propio de Dios, y
en ella se manifiesta de forma máxima su omnipotencia»17.
El
Evangelio de la Misa continúa con esta bellísima parábola, en la que se
expresan los cuidados de la misericordia divina sobre el pecador: Si
uno de vosotros tiene cien ovejas y se le pierde una, ¿no deja las noventa y
nueve en el campo y va tras la descarriada, hasta que la encuentra? Y cuando la
encuentra, la carga sobre los hombros muy contento; y al llegar a casa reúne a
los amigos y a los vecinos para decirles: ¡Felicitadme! he encontrado la oveja
que se me había perdido. «La suprema misericordia –comenta San Gregorio Magno–
no nos abandona ni aun cuando lo abandonamos»18.
Es el Buen Pastor que no da por definitivamente perdida a ninguna de sus
ovejas.
Quiere
expresar también aquí el Señor su inmensa alegría, la alegría de Dios, ante la
conversión del pecador. Un gozo divino que está por encima de toda lógica
humana: Os digo que así también habrá más alegría en el Cielo por un
solo pecador que se convierta, que por noventa y nueve justos que no necesitan
convertirse, como un capitán estima más al soldado que en la guerra,
habiendo vuelto después de huir, ataca con más valor al enemigo, que al que
nunca huyó pero tampoco mostró valor alguno, comenta San Gregorio Magno;
igualmente, el labrador prefiere mucho más la tierra que, después de haber
producido espinas, da abundante mies, que la que nunca tuvo espinas pero jamás
dio mies abundante19.
Es la alegría de Dios cuando recomenzamos en nuestro camino, quizá después de
pequeños fracasos en esas metas en las que estamos necesitados de conversión:
luchar por superar las asperezas del carácter; optimismo en toda circunstancia,
sin dejarnos desalentar, pues somos hijos de Dios; aprovechamiento del tiempo
en el estudio, en el trabajo, comenzando y terminando a la hora prevista,
dejando a un lado llamadas por teléfono inútiles o menos necesarias; empeño por
desarraigar un defecto; generosidad en la mortificación pequeña habitual... Es
el esfuerzo diario para evitar «extravíos» que, aunque no gravemente, nos
alejan del Señor.
Siempre
que recomenzamos, cada día, nuestro corazón se llena de gozo, y también el del
Maestro. Cada vez que dejamos que Él nos encuentre somos la alegría de Dios en
el mundo. El Corazón de Jesús «desborda de alegría cuando ha recobrado el alma
que se le había escapado. Todos tienen que participar en su dicha: los ángeles
y los escogidos del Cielo, y también deben alegrarse los justos de la tierra
por el feliz retorno de un solo pecador»20. Alegraos
conmigo..., nos dice. Existe también una alegría muy particular cuando
hemos acercado a un amigo o a un pariente al sacramento del perdón, donde
Jesucristo le esperaba con los brazos abiertos.
Señor -canta
un antiguo himno de la Iglesia-, has quedado extenuado, buscándome:
//¡Que no sea en vano tan grande fatiga!21.
III. Y
cuando la encuentra, la carga sobre los hombros muy contento...
Jesucristo
sale muchas veces a buscarnos. Él, que puede medir en toda su hondura la maldad
y la esencia de la ofensa a Dios, se nos acerca; Él conoce bien la fealdad del
pecado y su malicia, y sin embargo «no llega iracundo: el Justo nos
ofrece la imagen más conmovedora de la misericordia (...). A la Samaritana, a
la mujer con seis maridos, le dice sencillamente a ella y a todos los
pecadores: Dame de beber (Jn 3, 4-7). Cristo ve lo
que ese alma puede ser, cuánta belleza –la imagen de Dios allí mismo–, qué posibilidades,
incluso qué “resto de bondad” en la vida de pecado, como una huella inefable,
pero realísima, de lo que Dios quiere de ella»22.
Jesucristo
se acerca al pecador con respeto, con delicadeza. Sus palabras son siempre
expresión de su amor por cada alma. Vete y no peques más23,
advertirá solamente a la mujer adúltera que iba a ser apedreada. Hijo
mío, ten confianza, tus pecados te son perdonados24,
dirá al paralítico que, tras incontables esfuerzos, había sido llevado por sus
amigos hasta la presencia de Jesús. A punto de morir, hablará así al Buen
Ladrón: En verdad, en verdad te digo que hoy estarás conmigo en el
Paraíso25. Son palabras de perdón, de alegría y de recompensa. ¡Si
supiéramos con qué amor nos espera Cristo en cada Confesión! ¡Si pudiéramos
comprender su interés en que volvamos!
Es
tanta la impaciencia del Buen Pastor que no espera a ver si la oveja
descarriada vuelve al redil por su cuenta, sino que sale él mismo a buscarla.
Una vez hallada, ninguna otra recibirá tantas atenciones como esta que se había
perdido, pues tendrá el honor de ir a hombros del pastor. Vuelta al redil y
«pasada la sorpresa, es real ese más de calor que trae al rebaño,
ese bien ganado descanso del pastor, hasta la calma del perro guardián, que
solo alguna vez, en sueños, se sobresalta y certifica, despierto, que la oveja
duerme más acurrucada aún, si cabe, entre las otras»26.
Los cuidados y atenciones de la misericordia divina sobre el pecador
arrepentido son abrumadores.
Su
perdón no consiste solo en perdonar y olvidar para siempre nuestros pecados.
Esto sería mucho; con la remisión de las culpas renace además el alma a una
vida nueva, o crece y se fortalece la que ya existía. Lo que era muerte se
convierte en fuente de vida; lo que fue tierra dura es ahora un vergel de
frutos imperecederos.
Nos
muestra el Señor en este pasaje del Evangelio el valor que para Él tiene una
sola alma, pues está dispuesto a poner tantos medios para que no se pierda, y
su alegría cuando alguno vuelve de nuevo a su amistad y a su cobijo. Y este
interés es el que hemos de tener para que los demás no se extravíen y, si están
lejos de Dios, para que vuelvan.
1 Lc 15,
1-10. —
2 Jn 8,
46. —
3 Juan
Pablo II, Audiencia general 10-II-1988. —
4 Cfr. Mt 11,
18-19. —
5 Cfr. Lc 19,
1-10. —
6 Cfr. Mc 2,
13-15. —
7 Cfr. Mc 2,
17.—
8 Mc 10,
45. —
9 Santa
Teresa, Exclamaciones, n. 8. —
10 Cfr. Mc 3,
20. —
11 Cfr. Ibídem.
—
12 Cfr. Gal 2,
20. —
13 Cfr. Jn 13,
1. —
14 Cfr. Rom 4,
25. —
15 Cfr. Jn 14,
2. —
16 Cfr. Jn 14,
18 —
17 Santo
Tomás, Suma Teológica, 2-2, q. 30, a. 4. —
18 San
Gregorio Magno, Homilía 36 sobre los Evangelios. —
19 Cfr. ídem, Homilía
34 sobre los Evangelios, 4. —
20 G.
Chevrot, El Evangelio al aire libre, pp. 84-85. —
21 Himno Dies
irae. —
22 F.
Sopeña, La Confesión, pp. 28-29. —
23 Jn 8,
11. —
24 Mt 9,
2. —
25 Lc 24,
43. —
26 F.
Sopeña, o. c. p. 36.
Tomado
de: https://www.hablarcondios.org/meditaciondiaria.aspx
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