Rafael Tomás Caldera 13 de noviembre de 2024
«En
Venezuela, cuando la sociedad está sumida en el neolenguaje y la mentira, el
recuerdo de Sócrates es aún más necesario»
1
Por
los pasillos de la Facultad de Derecho (nuestra querida Universidad Central),
el doctor Carlos Leáñez anunciaba, a unos y otros, que ese curso habría un
seminario —válido en el programa de estudios— con Ernesto Mayz Vallenilla.
Era una novedad sorprendente, testimonio además de la apertura de las autoridades de la Facultad. El filósofo cruzaba el pasillo —la frontera entre Derecho y Humanidades— para venir al encuentro de los estudiantes que quisieran acudir a su enseñanza. Por mi parte, no tuve que pensarlo mucho porque el doctor Leáñez me notificó que él ya me había inscrito en el seminario anunciado.
Aquello
representaba el intento constante en la vida de Ernesto Mayz de propiciar el
estudio de la filosofía o, quizá con mayor exactitud, hacer posible la
experiencia del filosofar. El seminario versó sobre el problema de la
universidad, el primer año a través de un renombrado informe sobre La universidad
latinoamericana, el segundo centrado en el ensayo de Karl Jaspers Sobre
la esencia de la universidad. Se examinaban, como puede suponerse, no
tan solo los problemas de estructura y organización institucionales (tan
propios de los estudios de Derecho) sino los fundamentos mismos de la
institución y, por ello, lo que atañe al saber y la ciencia. Surgió de allí un
pequeño grupo de amigos que, en medidas diferentes, quedaron abiertos a la
tarea de pensar.
Fue
constante en la vida de Mayz Vallenilla ese empeño, sin duda esforzado, por
hacer presente la filosofía en nuestro medio: en Venezuela.
Sus
estudios de carrera se apoyaron en Casanova, Imaz, García Bacca, Granell,
maestros venidos de fuera. Pero a él le correspondió, como venezolano, efectuar
—podríamos decir— ese tránsito del cero al uno, que representa el difícil
inicio de una actividad determinada en la sociedad del momento.
No es
el caso de reseñar ahora toda esa historia. Hay que recordar, sin embargo, cómo
al poco tiempo el doctor Mayz, designado rector de la Universidad Simón
Bolívar, tendría una nueva y fecunda ocasión de continuar su labor de sembrador
—él diría: de jardinero.
En la
nueva universidad que asume, dará un contenido mayor a los Estudios Generales,
ahora parte del plan de estudios y no tan solo actividad vestibular para las
carreras. Inicia —caso único en nuestro medio— la práctica de la lección
inaugural del curso, en la cual llevaba cada año a la comunidad el
fruto de su reflexión sobre los problemas actuales y, sobre todo, aquello que
estaba en la base de esa universidad predominantemente tecnológica.
Animado
por su preocupación constante al respecto, tendrá el gesto audaz de fundar un
postgrado en filosofía, para lo cual proveyó a la organización de un
departamento de filosofía en el marco de la División de Ciencias Sociales y
Humanidades. Lo acompañó en este propósito Alberto Rosales, que había sido su
estudiante (ambos jóvenes en la Facultad de Humanidades), dotado de genio y
disciplina, con doctorado en Alemania. Rosales, como se vería, era la persona
que podía hacer realidad, con el respaldo del rector, aquello que sin duda era
un sueño compartido y que tuvo como fruto, al pasar unos años, la promoción de
personas dedicadas a la filosofía y —diría Rosales— la formación de un público
preparado para participar en la actividad filosófica, al menos como lectores y
oyentes activos.
Entre
quienes se formaron en el postgrado de la Simón Bolívar, podemos recordar ahora
a Massimo Desiato, Javier Sasso y Sandra Pinardi, por mencionar solo a aquellos
que ya nos dejaron.
Junto
al programa de postgrado y a la organización del departamento, preocupación
constante de Rosales fue dotar a la biblioteca de la universidad de una
representativa colección de obras de pensamiento filosófico, tarea en la cual
pudo contar con el concurso de Ricardo Bello, miembro del departamento, que
ejercía la función de director de la biblioteca y tuvo a su cargo la
instalación de la nueva sede de la misma.
Mencionemos,
por último, el lanzamiento de la Revista venezolana de filosofía, destinada
a recoger la labor que se llevaba a cabo y, de manera especial, a fomentar los
vínculos con pensadores del mundo latinoamericano.
2
La
importancia de esta historia mínima —simples recuerdos al vuelo— es destacar lo
que ella puede significar para quien se pregunta por la filosofía en y para
nuestro país.
En la
organización de los estudios de filosofía, de grado o de postgrado, es
necesario tener en cuenta la tradición de la disciplina. Así, por ejemplo, en
el postgrado de la Universidad Simón Bolívar, los cursos y seminarios se
inscribían en las áreas del pensamiento antiguo, medieval, moderno y
contemporáneo, justamente para cumplir ese cometido.
Todo
ello es necesario, pero no debe ocultar lo que, al final, constituye su
verdadera sustancia: la actividad del filosofar. Esto es, la filosofía como
actividad que plantea las preguntas esenciales, va en busca de los fundamentos,
cultiva el asombro.
No hay
que investigar demasiado acerca de lo que ocurre en buena parte del mundo
actual para encontrar que, en muchos casos, se trata a la filosofía como una
ciencia particular, una más entre las muchas disciplinas universitarias. En
definitiva, se la ve como una historia de las ideas, con niveles altos —muy
altos a veces— de erudición, que preserva y fomenta la presencia de los
académicos en las grandes universidades.
Nada
habría que objetar a esa tendencia siempre y cuando no haga perder de vista que
el pensamiento es primero que el sistema y que, desde luego, sin negar la
especialización, lo propio del filosofar será estar abierto a lo más universal.
Acaso por una cierta carencia al respecto, cada vez es menor la influencia de
la filosofía en el mundo de la educación media y superior.
Planteadas
siempre de nuevo, en contextos que varían, las preguntas dan vida a la
comunidad académica y previenen el que pueda decaer en una mera administración
pragmática del saber. Ver el saber, la ciencia y la técnica, como un todo
constituido, del cual ha de servirse la persona en su vida profesional. Así
tratada, la universidad no se distinguiría mucho de una academia de oficios,
quizás online, salvo por el elevado costo de la matrícula.
La
presencia del filosofar en la comunidad académica puede impedir ese
deslizamiento negativo puesto que mantiene vigente la tensión hacia la verdad
que se busca, la comprensión de la tarea del conocer como algo incompleto y en
camino. Impide —hoy más necesario que nunca— que las ideologías se apoderen del
espacio académico, cerrando el campo a la libertad de una manera poco acorde
con la misma tarea de pensar, estudiar y dialogar con pleno respeto a las
personas.
Podría
decirse, entonces, que el filosofar sostiene con su vida propia el ethos que
debe prevalecer en el mundo universitario. La academia es así un lugar natural
para la actividad filosófica, sin la cual por otra parte no estaría completa y
se vería amenazada de decadencia, disimulada quizá por el brillo de los
estudios eruditos. ¿No es significativo que Albert Speer, por ejemplo,
confesara que solo vino a tomar conciencia de la filosofía, la teología y la
psicología en sus años en la cárcel por su participación en el régimen nazi?
3
La
academia resulta sin duda —como decimos —un lugar connatural para el filosofar.
No así la vida social, donde las circunstancias y dificultades son múltiples y
variadas, por lo que exigen una consideración diferente de la cuestión: como se
ha escrito, el filósofo en la ciudad.
Desde
luego, el problema nos llevaría demasiado lejos. Sin hablar del ideado rey
filósofo platónico, del consejero de gobernantes de Confucio, o de los
preceptores de príncipes, hay que señalar que la filosofía en la vida académica
no deja de tener una repercusión inmediata en la vida de la ciudad. En mejor o
en peor, la universidad forma estadistas (como era uno de los propósitos de la
Academia platónica).
De esa
manera, tiene influencia en la vida política sin participar directamente en
ella. Diríamos que prepara la acción desde la esfera de lo prepolítico, donde
debe darse la búsqueda y comprensión de lo mejor para el gobierno.
Además
de la consideración de la vida social, de sus elementos y de sus formas
cambiantes, ello exige el intento de comprender la situación cultural en la que
la sociedad se encuentra. Entre nosotros, algo de esa reflexión la hemos tenido
—menciono solo algunos— en el Mensaje sin destino o el Pequeño
tratado de la presunción de Briceño-Iragorry, en El problema
de América de Mayz Vallenilla y en los ensayos de José Manuel
Briceño-Guerrero, desde su América Latina en el mundo hasta
su Discurso Salvaje.
No
compete a la filosofía dirigir la política sino alimentar la reflexión de los
estadistas. No le toca dar lecciones; le es propio hacer presente una actitud
ante la vida más densa, más responsable. Con la enseñanza perenne de Sócrates
sabemos que una vida no examinada no merece ser vivida. El principio de la
decadencia de toda ciudad es el abandono de la consideración acerca del bien
humano y las maneras concretas de llevarlo a cabo.
En
Venezuela, cuando la sociedad está sumida en el neolenguaje y
la mentira, el recuerdo de Sócrates es aún más necesario. Haríamos un pobre
servicio a la filosofía si la tratáramos como un producto cultural más, inocuo,
sin capacidad de poner en cuestión la falsedad impuesta.
A ese
respecto, la sobriedad ejemplar del poeta Rafael Cadenas no deja de ser entre
nosotros un buen punto de referencia, aun para el filosofar, precisamente por
su gravedad existencial y el compromiso vivido con la palabra.
La
filosofía no es un saber de salvación, bien lo sabemos. No es lo suyo predicar,
sino preguntar. Traer de nuevo a la conciencia el sentido de la realidad,
atenuado si no perdido hoy en medio de las solicitaciones de esa realidad
segunda que hemos construido con la tecnología.
Volvamos
entonces al comienzo de estas líneas.
La
labor de Ernesto Mayz Vallenilla y la de los que lo acompañaron a lo largo de
esos años fecundos (sin precedente inmediato en el país) es un testimonio del
significado y el valor constante del filosofar en Venezuela. Es preciso
continuarlo.
Rafael
Tomás Caldera
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