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viernes, 23 de marzo de 2012

Desde Rusia sin amor


Por Fernando Mires en Prodavinci  15 de Marzo, 2012

En política, a diferencias de la lotería, se puede perder ganando. Esto último fue lo que ocurrió con Vladimir Putin en las elecciones presidenciales que tuvieron lugar el 4 de marzo del 2012.

En cierto sentido, pese a que Putin ganó holgadamente, podemos hablar de cuatro derrotas.

La primera fue el resultado mismo. Sobre un 60% puede ser para cualquier candidato un éxito resonante, pero para alguien que siempre obtenía sobre el 70% fue una caída. La segunda, la pérdida de legitimidad. Que el mismo Putin hubiera reconocido irregularidades en los recuentos, hace pensar en un fraude de enormes proporciones. La oposición habla de por lo menos un 20% de votos falsos. Hubo lugares en donde la cantidad de votos emitidos superó a la de los electores inscritos. La tercera derrota, fue la de Moscú. En un país tan centralizado como Rusia, no obtener la mayoría de votos en la capital, es un desastre; y así sucedió. La cuarta derrota fue quizás la más importante, y ella ocurrió antes de las elecciones. Putin y su partido Rusia Unida han perdido las calles frente a una oposición que, en gran medida, no se encuentra alineada en ninguno de los partidos oficiales.

Hay efectivamente en Rusia dos oposiciones: la partidista y la callejera. Frente a la primera, aún sin cometer fraude, es difícil que Putin pierda; y quizás hay que alegrarse de que así ocurra: Los partidos contrincantes de Putin están lejos de ser un primor democrático. Todo lo contrario. El mal llamado Partido liberal Demócrata (6,22%) es ultranacionalista y su líder Vladimir Zhirinovsky es lo más parecido al reaccionario Viktor Orbán de Hungría (conocido en Europa como “el Chávez húngaro”) El Partido Comunista y su candidato Gionadi Ziuganov (17,18%) reivindican sin tapujos a la Rusia de Stalin. El candidato independiente, Michail Prójorov, es un empresario ultraliberal. Y Rusia Justa, con su candidato Sergei Mironov (3,8%) es también ultranacionalista. Mironov, para colmos, viene del “Ejército Rojo”.

En esa ensalada rusa que contiene estalinistas, fascistas y ultranacionalistas, Putin, pese a su estilo mafioso, a la corrupción de su gobierno, y a sus aventuras internacionales, representa para muchos el mal menor. Por lo menos Rusia Unida porta consigo restos del espíritu de la Perestroika y de los primeros tiempos de Boris Jelzin de quien Putin fue su delfín. De la oposición partidista Putin no tiene mucho que temer. Sus temores vienen del otro lado: de la oposición en las calles.

Quienes se movilizan en las calles en contra de la corrupción y de las múltiples irregularidades son en primera línea estudiantes, académicos e intelectuales no identificados con la oposición partidista. Constituyen, si así se quiere, una protesta social muy similar a la de los “indignados españoles”, o a las masas de jóvenes citadinos que hicieron detonar las insurrecciones de Túnez, Egipto y Libia. No pocos de ellos –esa es una espina en el ojo de Putin- provienen del mismo partido de gobierno. Puede que en términos cuantitativos dicha oposición no sea un peligro inmediato para Putin, pero en términos cualitativos, sí lo es. Putin, para decirlo en breve, ha perdido el apoyo de la “intelligentsia” rusa. Y si Putin conoce la historia de su país, debe saber que esa pérdida fue la principal razón que llevó al comienzo de la caída del zarismo en la antigua Rusia y de la Nomenklatura en la URSS.

El retroceso político de Putin no tendría nada de dramático en ningún otro país del mundo. El problema es que Putin representa un proyecto hegemónico internacional. Su objetivo es (era) convertir a Rusia en una potencia militar en condiciones de disputar la hegemonía a China y a los EE UU. Siguiendo ese propósito, Putin ha intentado, cultivando entre otros el negocio de las armas, un proyecto de alianza con los gobiernos más anti-norteamericanos del planeta (casi todos dictatoriales). Ahora, para que ese proyecto fuera posible, Putin necesitaba antes que nada presentarse como un gobernante que tiene muy ordenado “el frente interno”. Pero después de las elecciones y de las protestas que seguramente no cesarán, ese frente interno se ve muy debilitado. Fue quizás esa una de las razones por las cuales Obama se apresuró a reconocer el triunfo de Putin pues como consumado político debe saber que un enemigo internamente debilitado no es un verdadero enemigo.

Por si fuera poco, los acontecimientos del Oriente Medio han significado una gran derrota para Moscú, hecho que los comentaristas internacionales no han resaltado en toda su dimensión. En efecto, las dictaduras árabes derribadas eran íntimas aliadas de Rusia. Con ese capital geopolítico contaba Putin en sus apuestas internacionales. Los nuevos gobiernos árabes, en cambio, parecen más bien dispuestos a intensificar contactos con la EU y con los EE UU. El eje formado por Moscú, Damasco y Teherán es, en ese sentido, la última línea de fuego que resta a las aspiraciones rusas. Si cae el tirano Bachar el Asad, Putin no tendrá otra alternativa que revivir el sueño de Tolstoi y hacer de Rusia la capital de las autocracias del Asia Central, es decir, un simple poder regional de mediana estatura como es, por ejemplo, Brasil en Sudamérica.

Pero hay quizás otra alternativa: y esa es convertir en realidad el sueño de Dostoyevski. Eso quiere decir, hacer de Rusia una nación plenamente occidental, una donde los derechos humanos se cumplan con rigor y en donde impere la democracia política sobre la barbarie imperial. Pero ese sueño está muy lejos del Kremlin. Por el momento sólo aparece en las calles, en un ambiente revuelto y confuso, y en un tiempo que recuerda al que precedió a la Perestroika.


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