Fernando Mires 13 de diciembre de 2014
Problema de las ciencias sociales es que
para no pocos de sus exponentes lo científico es todo aquello que carece de
representación personal. Así no es raro leer que “lo social” o “lo político”
sigue el curso de leyes objetivas. Los seres actuantes brillan por su ausencia.
El cientismo social, sobre todo en sus formas positivistas y marxistas, ha
terminado por arrasar con cualquiera escena en donde los actores emerjan como
gestores de su propia trama. Por lo general siguen un libreto acordado por
alguna “ciencia”.
La llamada sociedad ha sido transformada
por los científicos sociales en una “cosa” que se explica por su propia
naturaleza. Incluso muchos piensan que para modificar una realidad social basta
simplemente con cambiar de modelo (económico, social). Como si la sociedad
fuera una zapatería. Bastaría solo calzar el modelo más adecuado.
A guisa de ejemplo, si nos tomamos el
trabajo de analizar algunos de los cientos de libros y artículos escritos sobre
populismo (podría ser fascismo, comunismo o cualquier ismo) encontraremos
múltiples tipologías y, por supuesto, modelos. Rara vez el fenómeno es
analizado a partir de la persona populista. Pero si partimos de una premisa
elemental, la de que no ha habido nunca un movimiento populista sin caudillo
populista, dicha omisión no puede ser más absurda. Sin caudillo populista no
hay, efectivamente, populismo. El populismo es en primera y última instancia,
caudillismo.
Para precisar: Cuando escribo caudillo
no estoy hablando de un simple dirigente. El caudillo es un personaje épico, es
decir, un ser rodeado de una leyenda con profundas raíces hundidas en la
imaginación popular.
No se trata de alguien carismático en
sentido weberiano, esto es, de alguien dotado de poderes que provienen de una
remota tradición. Basta solo que su épica sea reconocida por la historia
oficial de una nación. ¿Ejemplos?: Lenin, 1917, regresando a Rusia desde
Alemania en un tren blindado; Mao, 1935, encabezando una “larga marcha” de
campesinos; Fidel Castro, 1956, desembarcando del Granma con sus apóstoles mal
armados; Lula, 1975, el sindicalista organizando al proletariado automotriz de
Sao Paulo; Walesa, 1980, el electricista saltando las alambradas de los
astilleros de Gdansk. Esos son personajes épicos. La épica ha sido en no pocas
ocasiones la base de la política caudillista.
La política, sobre todo la fundacional,
no puede prescindir de momentos populistas y el populismo no puede prescindir
del caudillismo épico. Así nos explicamos por qué el populismo matriz de la
historia latinoamericana, el peronismo, surgió de la épica de un matrimonio
feliz. A un lado Juan Domingo, el oficial encarcelado en la isla Martín García
por militares oligarcas (1945) y después liberado gracias al pueblo redentor
reunido en la Plaza de Mayo. Al otro, Evita, la linda copitenera que desde el
gobierno se transformó en la “virgen de los pobres”.
El ejemplo peronista ha sido emulado por
los populistas del siglo XXl. Evo, si se hubiera presentado como lo que era, un
simple dirigente cocalero, no habría ganado jamás una elección. Pero al hacerlo
en representación de la indianidad boliviana se transformó en un político
invencible. Daniel Ortega, uno de los gobernantes más corruptos del continente,
vive todavía de la renta de su pasado guerrillero. Hugo Chávez también construyó
con talento su épica. El sangriento intento de golpe de 1992 con el cual inició
su vertiginosa carrera es celebrado por sus huestes como el inicio de la gesta
que pondría punto final a la Cuarta República.
A la inversa, el mismo ejemplo
venezolano muestra con claridad el destino de la épica cuando esta es montada
sobre la base de un personaje carente de épica. Me refiero al caso del
gobernante Nicolás Maduro, a diferencias de Chávez, un anti-épico radical.
Maduro no ha logrado construir una
épica. En términos de Maquiavelo, su presidencia es hija de la fortuna y no de
la virtud. Nunca ha librado una batalla, jamás ha realizado un gesto heroico.
Incluso su intento de aparecer como el “primer presidente obrero” fracasó,
entre otras cosas porque jamás dirigió -quizás nunca participó- en una huelga.
Fue un subalterno, un hombre de partido, un segundón. Un caudillo no lo fue ni
lo será. Problema grave para el chavismo. Pues si el populismo solo puede
funcionar gracias a la existencia de un caudillo épico, el destino del chavismo
bajo Maduro será fatal.
En un leve lapso, el de Maduro, el
chavismo ha sufrido una profunda mutación. Ya no es un movimiento social y el
gobierno populista ha pasado a ser un gobierno militar pretoriano, uno más de
los tantos que han arruinado la democracia en América Latina.
La gesta épica, por el contrario, la
están construyendo líderes de la oposición. Leopoldo López y su mujer, Lilian
Tintori, son reconocidos en el exterior como combatientes por la libertad.
María Corina Machado, enfrentando a viles represores, ha llegado a ser una
notable y bella figura épica. Y Henrique Capriles, quien ha realizado campañas
electorales épicas, hoy solidariza con los pobres en una actividad febril hecha
desde la “Venezuela profunda”, una que desde la Plaza Altamira no se puede ver.
Por supuesto, la épica no basta para la
gestación de un gran movimiento social. Perón o Chávez tuvieron éxito porque
conectaron su épica personal con las demandas de los más pobres dándoles a
ellos un sentido simbólico de poder. Eso quiere decir: la épica de los líderes
de la oposición venezolana solo tendrá éxito si logran el apoyo de gran parte
de ese pueblo que ayer siguió a Chávez y luego enfilan todos unidos hacia la
próxima batalla: la conquista de la Asamblea Nacional. Si eso no ocurre, esos
líderes serán personas heroicas, pero no históricas.
La diferencia no es leve: la historia
oficial de todos los países está plagada de héroes derrotados. En la historia
política, en cambio, la heroicidad por si sola no cuenta. No todos los héroes
hacen historia.
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