Para LA NACION 05/12/2013
“Sueño
con una África en paz consigo misma", dijo alguna vez Nelson Mandela. A lo largo de su vida buscó
materializar ese sueño en un continente tumultuoso y un país que intentaba una
transición de complicaciones casi sin precedentes en el mundo moderno. Pocas
veces fue tan merecido un Premio Nobel de la Paz como el que recibió él en 1993.
Escribo estas líneas con el
mismo sueño de Mandela: el de una paz que permita construir un país
ejemplar , no
sólo en lo político y lo económico, sino también en lo humano: que el país sea
mejor, que todos seamos mejores y que haya entre nosotros una amistad cívica
robusta basada en el respeto recíproco e igualitario.
Ahora que acaba de morir,
quisiera reflexionar sobre las lecciones que Mandela deja no sólo para el
mundo, sino también para la
Argentina.
La
primera enseñanza es la necesidad de una justicia reparadora
para todos, que cure heridas, deje atrás el pasado y dirija el país hacia el
futuro. Mandela fue líder del Congreso Nacional Africano, que se enfrentó al
atroz régimen del apartheid . Dentro de este régimen, una minoría
blanca de 20% de la población de Sudáfrica oprimía a la mayoría negra a través
de un sistema legal que incluía la segregación barrial, del transporte, del
sistema de salud y de la educación, sostenida por la violencia abierta del
Estado. En ese contexto, Mandela fue encarcelado durante 27 años. Tras su
liberación, se convirtió en el primer presidente negro electo democráticamente
en Sudáfrica.
En su discurso inaugural,
Mandela afirmó: "Llegó el momento
de cerrar las heridas. El momento para cerrar la brecha de los abismos que nos
dividen. El tiempo para construir está sobre nosotros". Para ello,
estableció la Comisión
para la Reconciliación
y la Verdad. Liderada
por el arzobispo Desmond Tutu, su meta fue reconstruir el tejido social
devastado por el apartheid . En su libro Sin perdón no hay futuro, Tutu
explica que decidieron rechazar el modelo de la justicia punitiva de los
juicios de Nuremberg y el modelo de la amnistía fácil que lleva a la amnesia
nacional. En cambio, optaron por un modelo de justicia reparadora que consistía
de dos partes: las víctimas, por un lado, relataban las atrocidades que habían
sufrido -las transcripciones son desgarradoras- sin ser sujetos a preguntas u
hostigamiento por parte de abogados; por otro lado, los victimarios, a cambio
del arrepentimiento, el perdón y una amnistía, confesaban sus crímenes y
brindaban toda la información que tuvieran en relación con el funcionamiento
del sistema del apartheid.
La justicia reparadora no
busca el castigo o la retribución, sino sanar relaciones que se habían roto,
rehabilitar a la víctima y al victimario. Al contrario de lo que uno podría
suponer, el foco de la
Comisión no eran los detalles que pudieran brindar los
victimarios, sino las declaraciones personales de las víctimas. La voz de las
víctimas lideraba el proceso. De ese modo, se les devolvía la iniciativa,
podían tomar las riendas de sus vidas y sus historias y restaurar así la
dignidad humana atropellada y violentada por el apartheid. En el caso del
victimario, la Comisión
requería arrepentimiento y una confesión completa: la verdad absoluta. Sin
embargo, jamás buscó hostigar o perseguir a ninguna figura.
Cuando el ex presidente P.W.
Botha, un ferviente adherente al sistema de segregación, se negó a declarar
ante la Comisión, el propio Mandela lo llamó para decirle que si su temor era
ser maltratado, él mismo se sentaría a su lado durante la declaración.
Para la justicia reparadora
no alcanza con recuperar a la víctima: también había que recuperar la humanidad
eclipsada del victimario. Era necesario un proceso de restauración social que,
en vez de expulsarlo, lo incluyera. En un libro reciente, New Beginnings: South Africa and Argentina , Claudia Hilb profundiza sobre
las diferencias entre los juicios argentinos y la comisión sudafricana.
Recomiendo también Walk
with Us and Listen: Political Reconciliation in Africa, de Charles Villavicencio, quien
fue director ejecutivo del Instituto para la Justicia y la Reconciliación y
principal investigador de la
Comisión que lideró Tutu.
La
segunda enseñanza que nos deja Mandela es que en una democracia
las instituciones están siempre por encima de las personas. Antes de su
presidencia, los analistas preveían un país sumido en el caos y la guerra
civil. Había un esfuerzo titánico por delante. La revista Foreign Policy lo
explicaba: "La Comisión Electoral
Independiente de Sudáfrica se enfrentó con una tarea de enormes dimensiones en
enero de 1994. El órgano de reciente creación tenía menos de cuatro meses para
organizar y poner en práctica las primeras elecciones democráticas
completamente inclusivas del país. Había mucho en juego. Una votación exitosa
señalaría un nuevo comienzo para la nación después de la era del apartheid . El fracaso significaría la
guerra civil".
En contra de todos los
pronósticos, Mandela logró reconciliar a los sudafricanos. Pero el proceso de
paz no se hubiera consolidado sin su liderazgo ejemplar. Mandela, víctima en
primera persona de las crueldades del régimen, decidió incluir en el gabinete a
su antecesor, De Klerk, y a otros miembros del gobierno que sostuvo el apartheid. Esos gestos de
reconciliación fueron clave para que el resto de la población se convenciera de
que la paz y el trabajo conjunto entre la mayoría negra y la minoría blanca
eran posibles.
Los testimonios de las
víctimas hablan por sí solos: "La
razón por la cual mi vida cambió es que aprendí a partir del ejemplo de nuestro
presidente. Él, después de haber pasado por todas esas atrocidades al igual que
nosotros, pudo perdonar y por eso yo me he vuelto más tolerante y comprensivo,
cosa que antes no era", dijo una de las víctimas.
Para el mundo, Mandela es el
símbolo de la nueva Sudáfrica. Para su pueblo, fue una figura amada y un
ejemplo por seguir. Durante los cinco años de su presidencia, Mandela encarnó
para muchos la esperanza de una Sudáfrica reconciliada. Por eso sorprendió que
al finalizar su primer mandato no decidiera buscar su reelección. La Constitución
sudafricana lo permitía, pero Mandela no quiso aferrarse al poder, ni siquiera
permanecer cerca de él. Jamás buscó otro cargo político. En cambio, creó la Fundación Nelson
Mandela y utilizó su popularidad a nivel mundial para fijar una agenda en
diferentes cuestiones sociales, como la lucha contra el VIH y el desarrollo
rural.
Mandela no pensó que su
liderazgo fuera insustituible para el pueblo sudafricano. No fue un líder
mesiánico, no se creyó la encarnación del pueblo. Su gesto revela que el
proyecto de país trascendía a las personas. Las instituciones republicanas de
la alternancia democrática debían ser suficientes para asegurar una continuidad
más allá de su figura personal. En las instituciones, y no en líderes
coyunturales, debía recaer la confianza del pueblo. Sobre ellas, y no sobre la
figura de un líder amado y carismático, se construiría la nación.
En su autobiografía, El largo camino hacia la libertad , Mandela escribió: "Hay que reconocer que cuando hay algo
mal en la forma de gobernarnos la culpa no está escrita en los astros, sino en
nosotros mismos. Hay que saber que depende de nosotros, como africanos, cambiar
esta situación. Hay que afirmar la voluntad de hacerlo, hay que convencerse de
que ningún obstáculo es lo suficientemente grande como para impedir el
surgimiento africano".
Los invito a leer otra vez
sus palabras, reemplazando ahora "africano"
por "argentino".
Quizá nos aliente a pensar,
trabajar y vivir todos los días con ese espíritu.
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