Francisco Fernández-Carvajal 10 de septiembre de 2018
— El
Señor, desde el Cielo, sigue intercediendo por nosotros. Su oración es siempre
eficaz.
—
Frutos de la oración.
— Las
oraciones vocales.
I. Se
lee en el Santo Evangelio1 que
Cristo salió al monte a orar, y pasó toda la noche en oración. Al
día siguiente, eligió a los Doce Apóstoles. Es la oración de Cristo por la
Iglesia incipiente.
En
muchos lugares evangélicos se nos muestra Cristo unido a su Padre Celestial en
una íntima y confiada plegaria. Convenía también que Jesús, perfecto Dios y
Hombre perfecto, orase para darnos ejemplo de oración humilde, confiada,
perseverante, ya que Él nos mandó orar siempre, sin desfallecer2,
sin dejarse vencer por el cansancio, de la misma manera que se respira
incesantemente.
Jesús
hizo peticiones al Padre, y su oración siempre fue escuchada3.
Sus discípulos conocían bien este poder de la oración del Señor. Después de la
muerte de Lázaro, la hermana de este, Marta, le dijo a Jesús: Señor, si
hubieras estado aquí, no hubiera muerto mi hermano; pero sé que cuanto pidas a
Dios, te lo otorgará4.
En el momento de la resurrección de Lázaro, Jesús levantó los ojos al
cielo y dijo: Padre, te doy gracias porque me has escuchado; yo sé que siempre
me escuchas5.
Por Pedro rogará antes de la Pasión: Simón, Simón, le
advierte, Satanás os busca para zarandearos como el trigo; pero yo he
rogado por ti para que no desfallezca tu fe, y tú, una vez convertido, confirma
a tus hermanos6.
Y Pedro se convirtió después de su caída. Igualmente, había rogado por los
Apóstoles y por todos los fieles cristianos en la Última Cena: No pido
que los saques del mundo, sino que los guardes del mal... Santifícalos en la
verdad...7. Jesús conoce el abatimiento en el que van a caer sus
discípulos pocas horas más tarde, pero su oración los sostendrá; les obtendrá
fuerzas para ser fieles hasta dar la vida por el Maestro.
En
esta oración sacerdotal de la Última Cena suplica el Señor a su Padre por todos
los que han de creer en Él a través de los siglos. Pidió el Señor por nosotros,
y su gracia no nos falta. «Cristo vivo nos sigue amando todavía ahora, hoy, y
nos presenta su corazón como la fuente de nuestra redención: Semper
vivens ad interpellandum pro nobis (Heb 7, 25), En todo
momento nos envuelve, a nosotros y al mundo entero, el amor de este corazón que
tanto ha amado a los hombres y que es tan poco correspondido por ellos»8.
Procuremos nosotros corresponder mejor.
Desde
el Cielo, Jesucristo, «sentado a la derecha del Padre»9,
intercede por quienes somos miembros de su Iglesia, y «permanece siempre siendo
nuestro abogado y nuestro mediador»10.
San Ambrosio nos recuerda que Jesús defiende siempre nuestra causa delante del
Padre y su ruego no puede ser desechado11;
pide al Padre que los méritos que adquirió durante su vida terrena nos sean
aplicados continuamente.
¡Qué
alegría pensar que Cristo, siempre vivo, no cesa de interceder por
nosotros!12. Que podemos unir nuestras oraciones y nuestro trabajo a su
oración, y que junto a ella alcanzan un valor infinito. En ocasiones, a nuestra
oración le faltan la humildad, la confianza, la perseverancia que le serían
necesarias; apoyémosla en la de Cristo; pidámosle que nos inspire orar como
conviene, según las intenciones divinas, que haga brotar la oración de nuestros
corazones y la presente a su Padre, para que seamos uno con Él por toda la
eternidad13. Más aún: hagamos de nuestra vida entera una ofrenda
íntimamente unida a la de Jesús, a través de Santa María: ¡Padre Santo!
Por el Corazón Inmaculado de María, os ofrezco a Jesús, vuestro muy amado Hijo,
y me ofrezco a mí mismo en Él, con Él y por Él, a todas sus intenciones y en
nombre de todas las criaturas14.
Así nuestra oración y todos nuestros actos, unidos íntimamente a los de Jesús,
adquieren un valor infinito.
II. El
Maestro nos enseñó con su ejemplo la necesidad de hacer oración. Repitió una y
otra vez que es necesario orar y no desfallecer. Cuando también nosotros nos
recogemos para orar nos acercamos sedientos a la fuente de las aguas vivas15.
Allí encontramos la paz y las fuerzas necesarias para seguir con alegría y
optimismo en este caminar de la vida.
¡Cuánto
bien hacemos a la Iglesia y al mundo con nuestra oración! ¡Con estos ratos,
como el de ahora, en los que permanecemos junto al Señor! Se ha dicho que
quienes hacen oración verdadera son como «las columnas del mundo», sin los
cuales todo se vendría abajo. San Juan de la Cruz enseñaba bellamente que «es
más precioso delante de Dios y del alma un poquito de este amor puro, y más
provecho hace a la Iglesia, aunque parece que no hace nada, que todas esas
otras obras juntas»16,
que poco o nada valdrían fuera de Cristo. Precisamente porque la oración nos
hace fuertes ante las dificultades, nos ayuda a santificar el trabajo, a ser
ejemplares en nuestros quehaceres, a tratar con cordialidad y aprecio a quienes
conviven o trabajan con nosotros. En la oración descubrimos la urgencia de
llevar a Cristo a los ambientes en que nos desenvolvemos, urgencia tanto más
apremiante cuanto más lejos de Dios se encuentren quienes nos rodean.
Santa
Teresa se hace eco de las palabras de un «gran letrado», para quien «las almas
que no tienen oración son como un cuerpo con “perlesía” o tullido, que aunque
tiene pies y manos, no los puede mandar»17.
La oración es necesaria para querer más y más al Señor, para no separarnos
jamás de Él; sin ella el alma cae en la tibieza, pierde la alegría y las
fuerzas para hacer el bien.
El
diálogo íntimo de Jesús con Dios Padre fue continuo: para pedir, para alabar,
para dar gracias; en toda circunstancia, el Señor se dirige al Padre. A eso
debemos aspirar nosotros, a tratar a Dios siempre, y especialmente en los
momentos que dedicamos de lleno a hablar con Él, como en la Santa Misa y ahora,
en este rato en el que nos encontramos con Él. También a lo largo del día, en
las situaciones que tejen nuestra jornada: al comenzar o al terminar el trabajo
o el estudio, mientras esperamos el ascensor, al encontrar por la calle a una
persona conocida. Aquella invocación llena de ternura –¡Abbá, Padre!–
estaba constantemente en los labios del Señor; con ella empezaba muchas veces
sus acciones de gracias, su petición o su alabanza. ¡Cuánto bien traerá a
nuestra alma el acostumbrarnos a llamar a Dios así: ¡Padre!, con
ternura y confianza, con amor!
Todos
los momentos solemnes de la vida del Señor están precedidos por la oración. «El
Evangelista señala que fue precisamente durante la oración de Jesús cuando
manifestó el misterio del amor del Padre y se reveló la comunión de las Tres
Divinas Personas. Es en la oración donde aprendemos el misterio de Cristo y la
sabiduría de la Cruz. En la oración percibimos, en todas sus dimensiones, las
necesidades reales de nuestros hermanos y de nuestras hermanas de todo el
mundo; en la oración nos fortalecemos de cara a las posibilidades que tenemos
delante; en la oración tomamos fuerzas para la misión que Cristo comparte con
nosotros»18.
Solía
decir el Santo Cura de Ars que todos los males que muchas veces nos agobian en
la tierra vienen precisamente de que no oramos o lo hacemos mal19.
Formulemos nosotros el propósito de dirigirnos con amor y confianza a Dios a
través de la oración mental, de las oraciones vocales y de esas breves
fórmulas, las jaculatorias, y tendremos la alegría de vivir la vida
junto a nuestro Padre Dios, que es el único lugar en el que merece la pena ser
vivida.
III. El
Espíritu Santo nos enseña a tratar a Jesús en la oración mental y mediante la
oración vocal, quizá también ton esas oraciones que de pequeños aprendimos de
nuestras madres. Aun siendo omnisciente como Dios, el Señor, en cuanto hombre,
debió de aprender de labios de su Madre la fórmula de muchas plegarias que se
habían transmitido de generación en generación en el pueblo hebreo, y nos dio
ejemplo de aprecio por la oración vocal. En su última plegaria al Padre
utilizará las palabras de un Salmo. Y nos enseñó la oración por excelencia,
el Padrenuestro, donde se contiene todo lo que debemos pedir.
La oración vocal es una manifestación de la piedad del corazón
y nos ayuda para mantener viva la presencia de Dios durante el día, y en esos
momentos de la oración mental en los que estamos secos y nada se nos ocurre.
El
texto de las oraciones vocales, muchas de raigambre bíblica, tanto de la
liturgia como otras que fueron compuestas por santos, han servido a
innumerables cristianos para alabar, dar gracias y pedir ayuda, desagraviar.
Cuando acudimos a estas oraciones estamos viviendo de modo íntimo la Comunión
de los Santos, y apoyamos nuestra fe en la fe de la Iglesia20.
Para
rezar mejor y evitar la rutina, nos puede ayudar este consejo: «procura
recitarlas con el mismo amor con que habla por primera vez el enamorado..., y
como si fuera la última ocasión en que pudieras dirigirte al Señor»21.
1 Lc 6,
12-19. —
2 Cfr. Lc 16,
1. —
3 Cfr. Santo
Tomás, Suma Teológica, 3, q. 21, a. 4. —
4 Jn 11,
21 —
5 Jn 11,
42 —
6 Lc 22,
32 —
7 Cfr. Jn 17,
15 ss. —
8 Juan
Pablo II, Homilía en la Basílica del Sagrado Corazón de
Montmartre, París 1-VI-1980. —
9 Misal
Romano, Símbolo niceno-constantinopolitano. —
10 San
Gregorio Magno, Comentario al Salmo 5. —
11 Cfr. San
Ambrosio, Comentario a la Epístola a los Romanos, 8, 34.
—
12 Heb 7,
25. —
13 Cfr. R.
Garrigou-Lagrange, El Salvador, p. 351. —
14 P.
M. Sulamitis, Ofrenda al Amor misericordioso. —
15 Cfr. Sal 41,
2. —
16 San
Juan de la Cruz, Cántico espiritual, Canción 29, 2 b.
—
17 Santa
Teresa de Jesús, Castillo interior, Moradas primeras, 1, 6.
—
18 Juan
Pablo II, Homilía 13-I-1981. —
19 Santo
Cura de Ars, Sermón sobre la oración. —
20 Cfr. G.
Chevrot, En lo secreto, Rialp, Madrid 1960, pp. 100-101.
—
21 Cfr. San
Josemaría Escrivá, Forja, n. 432.
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