Francisco Fernández-Carvajal 09 de marzo de
2020
@hablarcondios
— Sin humildad no es
posible servir a los demás, y podemos hacer desgraciados a quienes nos rodean.
— Imitar el servicio de
Jesús, ejemplo supremo de humildad y de entrega a los demás.
— De modo particular
hemos de servir a aquellos que el Señor ha puesto junto a nosotros. Aprender de
la Virgen.
I. En el Evangelio
de la Misa de hoy plantea el Señor, con toda su cruda realidad, cómo los
escribas y fariseos se habían sentado en la cátedra de Moisés y,
preocupados solo de sí mismos, habían abandonado a quienes se les había
encomendado, a las gentes sencillas que andaban maltratadas y abatidas
como ovejas sin pastor1. Ellos andan preocupados de los primeros puestos en los
banquetes, de sus filacterias y franjas, de ser saludados en las plazas, de ser
llamados maestros2. Habían sido constituidos sal y luz para el
pueblo de Israel, y dejaron al pueblo sin la sal y sin la luz. También ellos
mismos se han quedado a oscuras. Cambiaron la gloria de Dios por su propia
gloria: Hacen todas sus obras para ser vistos por los hombres. La
soberbia personal y la búsqueda de la vanagloria les habían hecho perder la
humildad y el espíritu de servicio que caracteriza a quienes desean seguir al
Señor.
Cristo advierte a sus discípulos: Vosotros, en
cambio, no queráis que os llamen maestros: ... el mayor entre
vosotros sea vuestro servidor3. Y Él mismo nos señaló repetidamente el camino: Porque
¿quién es el mayor, el que está a la mesa o el que sirve? ¿No es el que está a
la mesa? Sin embargo, yo estoy en medio de vosotros como quien sirve4.
Sin humildad y espíritu de servicio no hay eficacia,
no es posible vivir la caridad. Sin humildad no hay santidad, pues Jesús no
quiere a su servicio amigos engreídos: «los instrumentos de Dios son siempre
los humildes»5.
En el apostolado y en los pequeños servicios que
prestamos a los demás no hay motivo de complacencia ni de altanería, ya que es
el Señor quien hace verdaderamente las cosas. Cuando servimos, nuestra
capacidad no guarda relación con los frutos sobrenaturales que buscamos. Sin la
gracia, de nada servirían los mayores esfuerzos: nadie, si no es por el
Espíritu Santo, puede decir Señor Jesús6. La gracia es lo único que puede potenciar nuestros talentos
humanos para realizar obras que están por encima de nuestras posibilidades. Y
Dios resiste a los soberbios y da su gracia a los humildes7.
Cuando luchamos por alcanzar esta virtud somos
eficaces y fuertes. «La humildad nos empujará a que llevemos a cabo grandes
labores; pero a condición de que no perdamos de vista la conciencia de nuestra
poquedad, con un convencimiento de nuestra pobre indigencia que crezca cada
día»8.
Debemos estar vigilantes, porque la peor ambición es
la de buscar la propia excelencia, como hicieron los escribas y los fariseos;
la de buscarnos a nosotros mismos en las cosas que hacemos o proyectamos.
«Arremete (la soberbia) por todos los flancos y su vencedor la encuentra en
todo cuanto le circunda»9.
Si no somos humildes podemos hacer desgraciados a
quienes nos rodean, porque la soberbia lo inficiona todo. Donde hay un
soberbio, todo acaba maltratado: la familia, los amigos, el lugar donde
trabaja... Exigirá un trato especial porque se cree distinto, habrá que evitar
con cuidado herir su susceptibilidad... Su actitud dogmática en las conversaciones,
sus intervenciones irónicas –no le importa dejar en mal lugar a los demás por
quedar él bien–, la tendencia a poner punto final a las conversaciones que
surgieron con naturalidad, etcétera, son manifestaciones de algo más profundo:
un gran egoísmo que se apodera de la persona cuando ha puesto el horizonte de
la vida en sí misma.
Estos momentos de oración pueden servirnos para
examinar, en la presencia del Señor, cómo es nuestro trato con los demás y si
está lleno de espíritu de servicio.
II. Jesús es el
ejemplo supremo de humildad y de entrega a los demás. Nadie tuvo jamás dignidad
comparable a la de Él, nadie sirvió con tanta solicitud a los hombres: yo
estoy en medio de vosotros como quien sirve. Sigue siendo esa su actitud
hacia cada uno de nosotros. Dispuesto a servirnos, a ayudarnos, a levantarnos
de las caídas. ¿Servimos nosotros a los demás, en la familia, en el trabajo, en
esos favores anónimos que quizá jamás van a ser agradecidos? El Señor, por boca
del profeta Isaías, nos dice hoy en la primera lectura de la Misa10: Discite benefacere: Aprended a hacer el bien...
Y solo aprenderemos si nos fijamos en Jesús, nuestro Modelo, si meditamos
frecuentemente su ejemplo constante y sus enseñanzas.
Ejemplo os he dado –dice
el Señor después de lavarles los pies a sus discípulos– para que como
yo he hecho con vosotros, así hagáis vosotros11. Nos deja una suprema lección para que entendamos que si no
somos humildes, si no estamos dispuestos a servir, no podemos seguir al
Maestro.
El Señor nos invita a seguirle y a imitarle, y nos
deja una regla sencilla, pero exacta, para vivir la caridad con humildad y
espíritu de servicio: Todo lo que queráis que hagan los hombres con
vosotros, hacedlo también vosotros con ellos12. La experiencia de lo que me agrada o me molesta, de lo que
me ayuda o me hace daño, es una buena norma de aquello que debo hacer o evitar
en el trato con los demás.
Todos deseamos una palabra de aliento cuando las cosas
no han ido bien, y comprensión de los demás cuando, a pesar de la buena
voluntad, nos hemos vuelto a equivocar; y que se fijen en lo positivo más que
en los defectos; y que haya un tono de cordialidad en el lugar donde trabajamos
o al llegar a casa; y que se nos exija en nuestro trabajo, pero de buenas
maneras; y que nadie hable mal a nuestras espaldas; y que haya alguien que nos
defienda cuando se nos critica y no estamos presentes; y que se preocupen de
verdad por nosotros cuando estamos enfermos; y que se nos haga la corrección
fraterna de las cosas que hacemos mal, en vez de comentarlas con otros; y que
recen por nosotros y... Estas son las cosas que, con humildad y espíritu de
servicio, hemos de hacer por los demás. Discite benefacere.
Si nos comportamos así, sigue diciendo el profeta
Isaías, entonces: Aunque vuestros pecados fueran como la grana,
quedarán blancos como la nieve. Aunque fueren rojos como la púrpura quedarán
como la blanca lana13.
III. El
primero entre vosotros sea vuestro servidor14, nos dice el Señor. Para eso hemos de dejar nuestro egoísmo a
un lado y descubrir esas manifestaciones de la caridad que hacen felices a los
demás. Si no lucháramos por olvidarnos cada vez más de nosotros mismos,
pasaríamos una y otra vez al lado de quienes nos rodean y no nos daríamos
cuenta de que necesitan una palabra de aliento, valorar lo que hacen, animarles
a ser mejores y servirles.
El egoísmo ciega y nos cierra el horizonte de los
demás; la humildad abre constantemente camino a la caridad en detalles
prácticos y concretos de servicio. Este espíritu alegre, de
apertura a los demás, y de disponibilidad es capaz de
transformar cualquier ambiente. La caridad cala, como el agua en la grieta de
la piedra, y acaba por romper la resistencia más dura. «Amor saca amor», decía
Santa Teresa15, y San Juan de la Cruz aconsejaba: «Donde no hay amor, pon
amor y sacarás amor»16.
Os tratamos con delicadeza, como una madre cuida de
sus hijos. Os teníamos tanto cariño que deseábamos entregaros no solo el
Evangelio de Dios, sino hasta nuestras propias personas17, manifestaba San Pablo a los cristianos de Tesalónica. Si le
imitamos, tendremos frutos parecidos a los suyos.
De modo particular hemos de vivir este espíritu del
Señor con los más próximos, en la propia familia: «el marido no busque
únicamente sus intereses, sino también los de su mujer, y esta los de su marido;
los padres busquen los intereses de sus hijos y estos a su vez busquen los
intereses de sus padres. La familia es la única comunidad en la que todo hombre
“es amado por sí mismo”, por lo que es y no por lo que tiene (...).
»El respeto de esta norma fundamental explica, como
enseña el mismo Apóstol, que no se haga nada por espíritu de rivalidad o por
vanagloria, sino con humildad, por amor. Y este amor, que se abre a los demás,
hace que los miembros de la familia sean auténticos servidores de la “iglesia doméstica”,
donde todos desean el bien y la felicidad a cada uno; donde todos y cada uno
dan vida a ese amor con la premurosa búsqueda de tal bien y tal felicidad»18.
Si actuamos así no veremos, como en tantas ocasiones
sucede, la paja en el ojo ajeno sin ver la viga en el
propio19. Las faltas más pequeñas del otro se ven aumentadas, las
mayores faltas propias tienden a disminuirse y a justificarse.
Por el contrario, la humildad nos hace reconocer en
primer lugar los propios errores y las propias miserias. Estamos en condiciones
entonces de ver con comprensión los defectos de los demás y de poder prestarles
ayuda. También estamos en condiciones de quererles y aceptarlos con esas
deficiencias.
La Virgen, Nuestra Señora, Esclava del Señor,
nos enseñará a entender que servir a los demás es una de las formas de
encontrar la alegría en esta vida y uno de los caminos más cortos para
encontrar a Jesús. Para eso hemos de pedirle que nos haga verdaderamente
humildes.
1 Mt 9,
36. —
2 Cfr. Mt 23,
1-12. —
3 Cfr. Mt 23,
8-11. —
4 Lc 22,
27. —
5 San
Juan Crisóstomo, Homilías sobre San Mateo, 15. —
6 1
Cor 12, 3. —
7 Sant 4,
6. —
8 San
Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, 106. —
9 Casiano, Instituciones,
11, 3. —
10 Is 1,
17. —
11 Jn 13,
15. —
12 Mt 7,
12. —
13 Is 1,
18. —
14 Mt 23,
11. —
15 Santa
Teresa, Vida, 22, 14. —
16 San
Juan de la Cruz, Carta a la M. Mª de la Encarnación,
en Vida, BAC, Madrid 1950, p. 1322. —
17 1
Tes 2, 7-8. —
18 Juan
Pablo II, Homilía en la Misa para las familias, Madrid
2-XI-1982. —
19 Mt 7,
3-5.
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