Antonio José Monagas 03 de noviembre de 2018
No
siempre se atina a destacar la diferencia entre deber y derecho. Ni a nivel de lo
que sus implicaciones comprometen. Menos, lo que conceptualmente refiere cada
término. Esta confusión, aunque pareciera somera, en el fondo es bastante
seria. Sobre todo, en cuanto a lo que su desarrollo tiende a plantear.
No
obstante, tan específica mezcolanza, es la razón para que muchas declaraciones
gubernamentales, proyectos o propuestas populares o institucionales, queden más
para apuntes académicos, que para lo que en principio de ello pudiera
colegirse. Su ambigüedad incita acciones tan imprecisas, que no terminan de
encauzar procesos cuyos objetivos pudieran establecer consideraciones de
importante valía que apuntaran a asentir el ejercicio de la ciudadanía.
Entendido, como una actitud que va más allá de condicionar al habitante a
actuar según conveniencias que puedan acercarlo a un ámbito de necesaria
convivencia en todos los sentidos.
Cuando
se habla desde la perspectiva del deber, podrá entenderse que refiere todo
aquello que lleva a la persona a obrar en función de lo que establece la moral,
la justicia o su propia conciencia. Y que puede cumplir a instancia de alguna
obligación normativa, costumbre o alguna práctica cultural. Su incumplimiento,
conduce a una sanción. O acaso sea un problema de conciencia en el que medie el
remordimiento, el arrepentimiento o el abatimiento.
Por
otro lado, el término “derecho”, refiere la condición que disfruta toda persona
sujeta a ciertos códigos de civilidad y civismo para así actuar en virtud de
necesidades que le son inherentes a su vida política, económica, cultural y
social. De esta forma, el ejercicio de los derechos, permite resultados en el
comportamiento individual y colectivo asociado a las libertades ante las cuales
es posible formalizar y consolidar la democracia. Entendida ésta, como sistema
político bajo el cual puede regirse una nación cónsona con el desarrollo de las
capacidades y potencialidades de su gente e instituciones.
Precisamente,
en medio de lo que estos conceptos determinan, cabe aludir lo que significa
ciudadanía, su construcción y ejercitación. Sin embargo, he ahí el meollo del
problema que es objeto de la presente disertación.
Vale
comenzar por lo que dispone la actual Constitución Nacional. El artículo 39,
contemplado en la Sección Segunda del Capítulo II, del Título III “De los
Deberes, Derechos Humanos y Garantías”. Escasamente enuncia que quienes no
estén sujetos a inhabilitación política ni a interdicción civil, ejercen la
ciudadanía. “En consecuencia, son titulares de derechos y deberes políticos de
acuerdo a esta Constitución”.
Justamente,
bajo esta consideración, emerge una primera insipiencia que luce tanto como
insuficiencia del constituyentista de 1999, que como traspié cometido a
conciencia. No sólo, la misma tiene que ver con lo precariedad del concepto así
manejado por el legislador quien con desvergonzado infundio pone de manifiesto
su parquedad a tan importante respecto. Del mismo modo, incita un concepto de
ciudadanía sólo relacionado con los deberes políticos. Como si el ámbito de
movilización de la ciudadanía, alcanzara solamente el terreno de lo político en
desconocimiento de otros deberes tan importante como los deberes sociales,
culturales, educativos, económicos y ambientales, entre otros igualmente
trascendentes.
Pero
no conforme con tan obtusa visión, la Constitución de 1999 limita el ejercicio
de la ciudadanía al contexto jurídico-legal y al terreno
político-administrativo. Así deja una serie de vacíos conceptuales y operativos
cuyo relleno se convierte en causa de complicadas tergiversaciones que animan vaguedades
que comienzan a fungir como caldo de cultivo de graves problemas relacionados
con materia de institucionalidad política, económica y social.
Quizás,
tales vacíos, abiertos a ex profeso, se convirtieron en fuente de la crisis
política y social que hizo sucumbir a Venezuela. Un alto gobierno que no ha
tenido pudor para evitar que la estructura social del país sea hoy la
resultante de carencias avivadas por un remedo de ciudadanía. Por consiguiente,
debilitándose así las posibilidades de desarrollo nacional.
Encima
de esto, el país cayó fulminado por una crisis tan cruda como la política y la
económica. Es la crisis de identidad que devino en la confusión que se apoderó
de las expresiones que encumbran una nación. Con ello, se mediatizó la
conciencia histórica que articulaba la nacionalidad con los sueños de todo
aquel venezolano que aspiraba a ver realizado su proyecto de vida. Entonces,
¿cómo explicar tanto caos y desaliento? Será por la vía de la ciudadanía:
¿deber o derecho?
Antonio
José Monagas
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