Francisco Fernández-Carvajal 10 de noviembre de 2018
— Dar
no solo de lo superfluo, sino incluso de aquello que nos parece necesario.
— La
limosna manifiesta nuestro amor y entrega al Señor.
— Dios
recompensa con creces nuestra generosidad.
I. La
liturgia de este domingo nos presenta la generosidad de dos mujeres que
merecieron ser alabadas por Dios. En la Primera lectura1 leemos
cómo Elías pidió de comer a una viuda que encontró a las puertas de Sarepta.
Eran días de sequía y de hambre, pero aquella mujer compartió con el Profeta lo
que le quedaba, hasta el último puñado de harina, y confió en las palabras de
aquel hombre de Dios: La orza de harina no se vaciará, la alcuza de
aceite no se agotará, hasta el día en que el Señor envíe la lluvia sobre la
tierra. Y así sucedió. Tuvo luego el honor de ser recordada por Jesús2.
El
Evangelio de la Misa nos presenta al Señor sentado ante el cepillo de las
ofrendas para el Templo3.
Observaba cómo las gentes depositaban allí su limosna y bastantes ricos
echaban mucho. Entonces se acercó una viuda pobre y echó dos
monedas, que hacen la cuarta parte de un as. Se trataba de dos monedas de
escaso valor. Su importancia desde un punto de vista contable era mínima, pero
para Jesús fue muy grande. Mientras ella se marchaba, congregó a sus discípulos
y, señalándola, dijo: En verdad os digo que esta viuda pobre ha echado
más que todos los otros, pues todos han echado algo que les sobraba; ella, en
cambio, en su necesidad, ha echado todo lo que tenía, todo su sustento. El
Señor alaba en esta mujer la generosidad de las limosnas destinadas al culto y
toda dádiva que nace de un corazón recto y generoso, que sabe dar incluso
aquello de que tiene necesidad. Más que en la cantidad misma, Jesús se fija en
las disposiciones interiores que mueven a obrar; no mira tanto «la cantidad que
se le ofrece, sino el afecto con que se le ofrece»4.
La
limosna, no solo de lo superfluo sino también de lo necesario, es una obra de
misericordia gratísima al Señor, que no deja nunca de recompensar. «Jamás será
pobre una casa caritativa»5,
solía repetir el santo Cura de Ars. Su práctica habitual resume y manifiesta
otras muchas virtudes, y atrae la benevolencia divina. En la Sagrada Escritura
es vivamente recomendada: Nunca temas dar limosna -se lee en
el libro de Tobías- porque de ese modo atesoras una buena reserva para
el día de la necesidad. Porque la limosna libra de la muerte e impide caer en
las tinieblas. Es un don valioso para cuantos la practican en presencia del
Altísimo6. Si alguno no entendiera esta obligación o se resistiera a
cumplirla se expondría a reproducir en su vida la triste figura de aquel mal
rico7 que, ocupado solo en sí mismo y apegado desordenadamente
a sus bienes, no acertó a ver que el Señor puso al pobre Lázaro cerca de él
para que le socorriera con sus bienes.
¡Con
qué alegría volvería aquella mujer a su casa, después de haber dado todo lo que
tenía! ¡Qué sorpresa la suya cuando, en su encuentro con Dios después de esta
vida, pudo ver la mirada complacida de Jesús aquella mañana en que hizo su
ofrenda! Cada día esta mirada de Dios se posa sobre nuestra vida.
II. La
limosna brota de un corazón misericordioso que quiere llevar un poco de
consuelo al que padece necesidad, o contribuir con esos medios económicos al
sostenimiento de la Iglesia y de aquellas obras buenas dirigidas al bien de la
sociedad. Esta práctica lleva al desprendimiento y prepara el corazón para
entender mejor los planes de Dios. Esta disposición del alma «lleva a ser muy
generosos con Dios y con nuestros hermanos; a moverse, a buscar recursos, a
gastarse para ayudar a quienes pasan necesidad. No puede un cristiano
conformarse con un trabajo que le permita ganar lo suficiente para vivir él y
los suyos: su grandeza de corazón le impulsará a arrimar el hombro para
sostener a los demás, por un motivo de caridad, y por un motivo de justicia»8.
Los
primeros cristianos manifestaron su amor a los demás viviendo con especial
esmero la preocupación por atender las necesidades materiales de sus hermanos.
De ahí las innumerables referencias que encontramos en los Hechos de
los Apóstoles y en las Epístolas de San Pablo sobre
el modo de vivir esta obra de misericordia. Hasta se sugiere la manera concreta
de llevarla a cabo: El día primero de la semana, separe cada uno de
vosotros lo que le parezca bien...9,
escribe San Pablo a los cristianos de Corinto, No solo daban de lo que les sobraba:
en muchos casos –como ocurría en Macedonia– pasaban entonces por duros momentos
económicos. El Apóstol no deja de alabarlos, pues en medio de una gran
tribulación con que han sido probados, su rebosante gozo y su extrema pobreza
se desbordaron en tesoros de generosidad; porque doy testimonio de que según
sus posibilidades, y aun por encima de ellas, nos pidieron con mucha
insistencia la gracia particular de participar en el servicio de los santos10.
Y no solo contribuyeron con generosidad en la colecta en favor de los
cristianos de Jerusalén, sino que se dieron a sí mismos, primeramente
al Señor y luego, por voluntad de Dios, a nosotros11.
Quizá se refiere San Pablo a la entrega generosa a la evangelización de sus
colaboradores más leales. Comentando este pasaje, Santo Tomás afirma que «así
debe ser el orden en el dar: que primero el hombre sea acepto a Dios, porque si
no es grato a Dios, tampoco serán recibidos sus dones»12.
La limosna, en cualquiera de sus formas, es expresión de nuestra entrega y de
nuestro amor al Señor, que han de ir por delante. Dar y darse no depende de lo
mucho o de lo poco que se posea, sino del amor a Dios que se lleva en el alma.
«Nuestra humilde entrega –insignificante en sí, como el aceite de la viuda de
Sarepta o el óbolo de la pobre viuda– se hace aceptable a los ojos de Dios por
su unión a la oblación de Jesús»13.
III. La
limosna atrae la bendición de Dios y produce abundantes frutos: cura las
heridas del alma, que son los pecados14;
es «defensa de la esperanza, tutela de la fe, medicina del pecado; está al
alcance de quien la quiere efectuar, grande y fácil a la vez, sin peligro de
que nos persigan por ella, corona de la paz, verdadero y máximo don de Dios,
necesaria para los débiles, gloriosa para los fuertes. Con ella el cristiano
alcanza la gracia espiritual, consigue el perdón de Cristo juez y cuenta a Dios
entre sus deudores»15.
La
limosna ha de ser hecha con rectitud de intención, mirando a Dios, como aquella
viuda de la que nos habla Jesús en el Evangelio; con generosidad, con bienes
que muchas veces nos serían precisos, pero que son más necesarios a otros;
evitando ser mezquinos o tacaños «con quien tan generosamente se ha excedido
con nosotros, hasta entregarse totalmente, sin tasa. Pensad ¿cuánto os cuesta
–también económicamente– ser cristianos?»16.
La limosna debe nacer de un corazón compasivo, lleno de amor a Dios y a los
demás. Por eso, por encima del valor material de los bienes que compartimos,
está el espíritu de caridad con que realizamos la limosna, que se manifestará
en la alegría y generosidad al practicarla. Así, aunque no dispongamos de
muchos bienes, haremos realidad las palabras de San Pablo que hoy recoge
la Liturgia de las Horas: Con la fuerza de Dios, somos los afligidos
siempre alegres, los pobres que enriquecen a muchos, los necesitados que todo
lo poseen17. No demos nunca con mala gana o con tristeza, porque
Dios ama al que da con alegría18.
Dios
premiará con creces nuestra generosidad. Lo que hayamos aportado a los demás en
tiempo, dedicación, bienes materiales..., el Señor nos lo devolverá
aumentado. Os digo esto: quien siembra escasamente, escasamente
cosechará; y quien siembra copiosamente, copiosamente cosechará19.
Así multiplicó Dios los pocos bienes que la viuda de Sarepta puso a disposición
de Elías, y los panes y los peces que un muchacho entregó a Jesús20 y
que quizá tenía previsoramente reservados para aquella necesidad... «Esto dice
tu Señor (...): Me diste poco, recibirás mucho; me diste bienes terrenos, te
los devolveré celestiales; me lo diste temporales, los recibirás eternos...»21.
Con gran verdad afirma Santa Teresa que «aun en esta vida los paga Su Majestad
por unas vías que solo quien goza de ello lo entiende»22.
Pidamos
a Nuestra Señora que nos conceda un corazón generoso que sepa dar y darse, que
no escatime tiempo, ni bienes económicos, ni esfuerzo... a la hora de ayudar a
otros y a esas empresas apostólicas en bien de los demás. El Señor nos mirará
desde el Cielo con amor compasivo, como miró a la mujer pobre que se acercó
aquella mañana al cepillo del Templo.
1 1
Rey 17, 10-16. —
2 Cfr. Lc 4,
25 ss. —
3 Mc 12,
41-44. —
4 San
Juan Crisóstomo, Homilías sobre la Epístola a los Hebreos.
1.—
5 Santo
Cura de Ars, Sermón sobre la limosna. —
6 Tob 4,
8-11. —
7 Cfr. Lc 16,
19 ss. —
8 San
Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, 126. —
91
Cor 16, 2. —
10 2
Cor 8, 2-4. —
11 2
Cor 2, 5. —
12 Santo
Tomás, Comentario a la Segunda Carta de San Pablo a los
Corintios, 2, 5. —
13 Juan
Pablo II, Homilía en Barcelona, 7-XI-1982. —
14 Cfr. Catecismo
Romano, IV, 14, n. 23. —
15 San
Cipriano, De las buenas obras y de la limosna, 27. —
16 San
Josemaría Escrivá, loc. cit. —
17 Liturgia
de las Horas, Antífona de Laudes. 2 Cor 6, 10. —
18 2
Cor 9, 7. —
19 2
Cor 9, 6. —
20 Cfr. Jn 6,
9. —
21 San
Agustín, Sermón 38, 8. —
22 Santa
Teresa, Vida, 4. 2.
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