Francisco Fernández-Carvajal 11 de noviembre de 2018
— Los
niños y quienes por su sencillez y formación son como ellos. El escándalo.
—
Hemos de influir siempre para bien en los demás. Dar buen ejemplo.
—
Obligación de reparar y deber de desagraviar ante las ofensas a Dios.
I. Pocas
expresiones tan fuertes del Señor se encuentran como las que leemos en el
Evangelio de la Misa de hoy. Dice Jesús: Es imposible que no vengan
escándalos; pero ay de aquel por quien vienen. Más le valdría ajustarle una
piedra de molino y arrojarle al mar, que escandalizar a uno de esas pequeños.
Y termina con esta advertencia: andaos con cuidado1. San Mateo2 sitúa la ocasión en que se pronunciaron estas palabras.
Los Apóstoles habían estado hablando entre ellos sobre a quién le
correspondería ser el primero en el Reino de los Cielos. Y Jesús, para que les
quedara bien grabada la lección, tomó a un niño (quizá le rodeaban varios de
ellos) y lo puso en medio de todos, y les hizo ver que si no imitaban a los
niños en su sencillez y en su inocencia no podrían entrar en el Reino. Es
entonces cuando, teniendo a un niño delante, debió quedar pensativo y serio;
contemplaría en aquella figura frágil, pero de inmenso valor, a otros muchos
que perderían su inocencia por los escándalos. Parece como si, de pronto, Jesús
diera rienda suelta a algo que llevaba en su interior y que deseaba comunicar a
sus discípulos. Así se explica mejor esa advertencia dirigida en primer lugar a
los que le siguen más de cerca: andaos con cuidado.
Escandalizar
es hacer caer, ser causa de tropiezo, de ruina espiritual para otro, con la
palabra, con los hechos, con las omisiones3. Y los pequeños son para Jesús los niños, en cuya inocencia se
refleja de una manera particular la imagen de Dios. Pero también son esa
inmensa muchedumbre, sencilla, menos ilustrada y, por lo mismo, con más
facilidad de tropezar en la piedra interpuesta en su camino. Pocos pecados tan
grandes como este, pues «tiende a destruir la mayor obra de Dios, que es la
Redención, con la pérdida de las almas: da muerte al alma del prójimo
quitándole la vida de la gracia, que es más preciosa que la vida del cuerpo, y
es causa de una multitud de pecados»4. «¡Qué valor debe tener el hombre a los ojos del Creador, si
ha merecido tener tan grande Redentor (Himno Exsultet de
la Vigilia Pascual), si Dios ha dado a su Hijo, a fin de que el
hombre no muera sino que tenga la vida eterna (cfr. Jn 3,
16)!»5. No podemos perder jamás de vista el valor inmenso que tiene
cada criatura: un valor que se deduce del precio –la muerte de Cristo– pagado
por ella. «Cada alma es un tesoro maravilloso; cada hombre es único,
insustituible. Cada uno vale toda la Sangre de Cristo»6.
II. San
Pablo, a ejemplo de su Maestro, pide a los cristianos que se guarden de todo
posible escándalo para las conciencias débiles y poco formadas: Guardaos
de que la libertad sea causa de tropiezo para los débiles7. Es mucho lo que influimos en los demás, y esta influencia ha
de ser siempre para bien de quien nos ve o nos escucha, en cualquier situación
en la que nos encontremos.
El
Señor predicó su doctrina, incluso cuando algunos fariseos se escandalizaban8. Se trataba entonces, como también ocurre hoy con frecuencia,
de un falso escándalo, consistente en buscar contradicciones o criterios
puramente humanos para no aceptar la verdad: a veces encontramos quien se
«escandaliza» porque un matrimonio ha sido generoso en el número de hijos,
aceptando con alegría los que Dios les ha dado, y por vivir con finura las
exigencias de la vocación cristiana... En no pocas ocasiones la conducta del
cristiano que quiere vivir en su integridad la doctrina del Señor chocará con
un ambiente pagano o frívolo y «escandalizará» a muchos. San Pedro, recordando
unas palabras de Isaías, afirma de Él que es para muchos piedra de
tropiezo y roca de escándalo9, como ya el anciano Simeón había profetizado a la Santísima
Virgen10. No nos debe extrañar si con nuestra vida en alguna ocasión
sucede algo parecido. Sin embargo, aquellas ocasiones de suyo indiferentes,
pero que pueden producir extrañeza y aun verdadero escándalo en otras personas,
por su falta de formación o su manera de pensar, debemos evitarlas por caridad.
El Señor nos dio ejemplo cuando mandó a Pedro pagar el tributo del Templo, al
que Él no estaba obligado, para no desconcertar a los recaudadores11, pues sabían que Jesús era un israelita ejemplar en todo. No
nos faltarán ocasiones de imitar al Maestro. «No dudo de tu rectitud. —Sé que
obras en la presencia de Dios. Pero, ¡hay un pero!: tus acciones las presencian
o las pueden presenciar hombres que juzguen humanamente... Y es preciso darles
buen ejemplo»12.
Especialmente
grave es el escándalo que proviene de aquellas personas que gozan de algún
género de autoridad o renombre: padres, educadores, gobernantes, escritores,
artistas... y quienes tienen a su cargo la formación de otros. «Si la gente
simple vive en la tibieza –comenta San Juan de Ávila–, mal hecho es; mas su mal
tiene remedio, y no dañan sino a sí mesmos; mas si los enseñadores son tibios,
entonces se cumple el ¡ay! del Señor para el mundo,
por el grande mal que de esta tibieza les viene; y el ¡ay! que
amenaza a los tibios enseñadores, que pegan su tibieza a otros y aun les apagan
su fervor»13.
Las
palabras del Señor nos recuerdan que hemos de estar atentos a las consecuencias
de nuestras palabras. «¿Sabes el daño que puedes ocasionar al tirar lejos una
piedra si tienes los ojos vendados?
»—Tampoco
sabes el perjuicio que puedes producir, a veces grave, al lanzar frases de
murmuración, que te parecen levísimas, porque tienes los ojos vendados por la
desaprensión o por el acaloramiento»14. Y siempre hemos de tener cuidado de nuestras acciones para
que, por inconsciencia o frivolidad, no hagamos nunca mal a nadie.
El que
es ocasión de escándalo tiene obligación, por caridad, y a veces por justicia,
de reparar el daño espiritual y aun material ocasionado. El escándalo público
pide reparación pública. Y ante la imposibilidad de una reparación adecuada
persiste la obligación, siempre posible, de compensar con oración y penitencia.
La caridad, movida por la contrición, encuentra siempre el modo adecuado de
reparar el daño.
Este
pasaje del Evangelio nos puede servir para decir al Señor: ¡Perdón, Señor, si
de alguna manera, aun sin darme cuenta, he sido ocasión de tropiezo para
alguno! Son los pecados ocultos, de los que también podemos pedir perdón en la
Confesión; y para que las palabras del Señor, andaos con cuidado,
nos ayuden a estar vigilantes y a ser prudentes.
III. De
nosotros deberían decir quienes nos han tratado lo que sus contemporáneos
afirmaron del Señor: pasó haciendo el bien15... Nuestra vida ha de estar llena de obras de caridad y de
misericordia, a veces tan pequeñas que no causarán mucho ruido: sonreír,
alentar, prestar con alegría esos pequeños servicios que lleva consigo la
convivencia, disculpar los errores del prójimo para los que casi siempre
encontraremos una buena excusa... Es esta una señal ante el mundo, pues por la
caridad nos conocerá como discípulos de Cristo16. Es también una referencia para nosotros mismos, pues si
examinamos nuestra postura ante los demás, podremos averiguar con prontitud
nuestro grado de unión con Dios.
Si lo
propio del escándalo es romper y destruir, la caridad compone, une y cura, y
ella misma facilita el camino que conduce hasta el Señor. El buen ejemplo será
siempre una forma eficaz de contrarrestar el mal que, quizá sin darse cuenta,
muchos van sembrando por la vida. Prepara a la vez el terreno para un
apostolado fecundo. «No perdamos nunca de vista que el Señor ha prometido su
eficacia a los rostros amables, a los modales afables y cordiales, a la palabra
clara y persuasiva que dirige y forma sin herir: beati mites quoniam
ipsi possidebunt terram, bienaventurados los mansos, porque ellos poseerán
la tierra. No debemos olvidar nunca que somos hombres que tratamos con otros
hombres, aun cuando queramos hacer bien a las almas. No somos ángeles. Y, por
tanto, nuestro aspecto, nuestra sonrisa, nuestros modales, son elementos que
condicionan la eficacia de nuestro apostolado»17.
Si el
escándalo tiende a separar las almas de Dios, la caridad más fina nos empujará
a llevarlas a Él, a procurar que muchos encuentren la puerta del Cielo. Santa
Teresa decía que «más aprecia (Dios) un alma que por nuestra industria y
oración la ganásemos mediante su misericordia, que todos los servicios que le
podamos hacer»18. No quedemos nunca indiferentes ante el mal. Ante esa
enfermedad moral han de aumentar nuestros deseos de reparación y desagravio al
Señor, y reafirmar nuestro afán de apostolado. Cuanto mayor sea el mal, mayores
han de ser nuestras ansias de sembrar el bien. No dejemos tampoco de pedir al
Señor por quienes son causa de que otros se alejen del bien, y por las almas
que pueden resultar dañadas por esas palabras, por ese artículo, por aquel
programa de la televisión... El Señor oirá nuestra oración y Santa María nos
alcanzará especiales gracias, Cuando al final de la vida nos presentemos ante
Él, esos actos de reparación y de desagravio constituirán una buena parte del
tesoro que ganamos aquí en la tierra.
1 Lc 17,
1-3. —
2 Cfr. Mt 18,
1-6. —
3 Santo
Tomás, Suma Teológica, 2-2, q. 43, a, 1. —
4 Catecismo
de San Pío X, n. 418. —
5 Juan
Pablo II, Enc. Redemptor hominis, 4-III-1979, 10. —
6 San
Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 80. —
7 1
Cor 8, 9. —
8 Cfr. Mt 15,
12-14. —
9 Cfr. 1
Pdr 2, 8. —
10 Cfr. Lc 2,
34. —
11 Cfr. Mt 17,
21. —
12 San
Josemaría Escrivá, Camino, n. 275. —
13 San
Juan de Ávila, sermón 55, para la Infraoctava del Corpus.
—
14 San
Josemaría Escrivá, Camino, n. 455. —
15 Hech 10,
38. —
16 Cfr. Jn 13,
35. —
17 S.
Canals, Ascética meditada, p. 76. —
18 Santa
Teresa, Fundaciones, 1, 7.
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