Francisco Fernández-Carvajal 09 de noviembre de 2018
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Pertenecemos a Dios por entero.
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Unidad de vida.
—
Rectificar la intención.
I. En
la Antigüedad, el siervo se debía íntegramente a su señor. Su actividad llevaba
consigo una dedicación tan total y absorbente que no cabía compartirla con otro
trabajo u otro amo. Así se entienden mejor las palabras de Jesús, que leemos en
el Evangelio de la Misa1: Ningún
criado puede servir a dos señores, pues odiará a uno y amará al otro, o
preferirá a uno y despreciará al otro. Y concluye el Señor: No
podéis servir a Dios y al dinero.
Seguir
a Cristo significa encaminar a Él todos nuestros actos. No tenemos un tiempo
para Dios y otro para el estudio, para el trabajo, para los negocios: todo es
de Dios y a Él debe ser orientado. Pertenecemos por entero al Señor y a Él
dirigimos nuestra actividad, el descanso, los amores limpios... Tenemos una
sola vida, que se ordena a Dios con todos los actos que la componen. «La
espiritualidad no puede ser nunca entendida como un conjunto de prácticas
piadosas y ascéticas yuxtapuestas de cualquier modo al conjunto de derechos y
deberes determinados por la propia condición; por el contrario, las propias
circunstancias, en cuanto respondan al querer de Dios, han de ser asumidas y
vitalizadas sobrenaturalmente por un determinado modo de desarrollar la vida
espiritual, desarrollo que ha de alcanzarse precisamente en y a través de
aquellas circunstancias»2.
Como
el hilo sujeta las cuentas de un collar, así el deseo de amar a Dios, la
rectitud de intención, dan unidad a todo cuanto hacemos. Por el ofrecimiento de
obras pertenecen al Señor todas nuestras actividades de la jornada, las
alegrías y las penas. Nada queda fuera del amor. «En nuestra conducta
ordinaria, necesitamos una virtud muy superior a la del legendario rey Midas:
él convertía en oro cuanto tocaba.
»—Nosotros
hemos de convertir –por amor– el trabajo humano de nuestra jornada habitual, en
obra de Dios, con alcance eterno»3.
El
quehacer de todos los días, el cuidado de los instrumentos que empleamos en el
trabajo, el orden, la serenidad ante las contradicciones que se presentan, la
puntualidad, el esfuerzo que supone el cumplimiento del deber... es la materia
que debemos transformar en el oro del amor a Dios. Todo está dirigido al Señor,
que es quien da un valor eterno a nuestras obras más pequeñas.
II. El
empeño por vivir como hijos de Dios se realiza principalmente en el trabajo,
que hemos de dirigir a Dios; en el hogar, llenándolo de paz y de espíritu de
servicio; y en la amistad, camino para que los demás se acerquen más y más al
Señor. Con todo, en cualquier momento del día o de la noche debemos mantener
ese empeño por ser, con la ayuda de la gracia, hombres y mujeres de una pieza,
que no se comportan según el viento que corre o que dejan el trato con el Señor
para cuando están en la iglesia o recogidos en oración. En la calle, en el
trabajo, en el deporte, en una reunión social, somos siempre los mismos: hijos
de Dios, que reflejan con amabilidad su seguimiento a Cristo en situaciones
bien diversas: ya comáis, ya bebáis, o hagáis cualquier otra cosa,
hacedlo todo para la gloria de Dios4,
aconsejaba San Pablo a los primeros cristianos. «Cuando te sientes a la mesa
–comenta San Basilio a propósito de este versículo–, ora. Cuando comas pan,
hazlo dando gracias al que es generoso. Si bebes vino, acuérdate del que te lo
ha concedido para alegría y alivio de enfermedades. Cuando te pongas la ropa,
da gracias al que benignamente te la ha dado. Cuando contemples el cielo y la
belleza de las estrellas, échate a los pies de Dios y adora al que con su
Sabiduría dispuso todas estas cosas. Del mismo modo, cuando sale el sol y
cuando se pone, mientras duermas y despierto, da gracias a Dios que creó y
ordenó todas estas cosas para provecho tuyo, para que conozcas, ames y alabes al
Creador»5. Todas las realidades nobles nos deben llevar a Él.
De la
misma manera que cuando se ama a una criatura de la tierra se la quiere las
veinticuatro horas del día, el amor a Cristo constituye la esencia más íntima
de nuestro ser y lo que configura nuestro actuar. Él es nuestro único Señor, al
que procuramos servir en medio de los hombres, siendo ejemplares en el trabajo,
en los negocios, a la hora de vivir la doctrina social de la Iglesia en los
diversos ámbitos de nuestra actividad, en el cuidado de la naturaleza, que es
parte de la Creación divina... No tendría sentido que una persona que tratara
al Señor con intimidad no se esforzara a la vez, y como una consecuencia
lógica, por ser cordial y optimista, por ser puntual en su trabajo, por
aprovechar el tiempo, por no hacer chapuzas en su tarea...
El
amor a Dios, si es auténtico, se refleja en todos los aspectos de la vida. De
aquí que, aunque las cuestiones temporales tengan su propia autonomía y no
exista una «solución católica» a los problemas sociales, políticos, etc.,
tampoco existan ámbitos de «neutralidad», donde el cristiano deje de serlo y de
actuar como tal6.
Por eso, el apostolado fluye espontáneo allí donde se encuentra un discípulo de
Cristo, porque es consecuencia inmediata de su amor a Dios y a los hombres.
III. Los
fariseos que escuchaban al Señor eran amantes del dinero y
trataban de compaginar su amor a las riquezas y a Dios, al que pretendían
servir. Por eso, se burlaban de Jesús. También hoy los hombres
tratan, en ocasiones, de ridiculizar el servicio total a Dios y el
desprendimiento de los bienes materiales, porque –como los fariseos– no solo no
están dispuestos a ponerlo en práctica, sino que ni siquiera conciben que otros
puedan tener esa generosidad: piensan, quizá, que pueden existir ocultos
intereses en quienes de verdad han escogido, en medio del mundo o fuera de él,
a Cristo como único Señor7.
Jesús
pone al descubierto la falsedad de aquella aparente bondad de los
fariseos: Vosotros -les dice- os hacéis pasar por
justos delante de los hombres; pero Dios conoce vuestros corazones; porque lo
que parece excelso ante los hombres, es abominable delante de Dios. El
Señor señala con una palabra fortísima –abominable– la conducta de
aquellos hombres faltos de unidad de vida que, con la apariencia de ser fieles
servidores de Dios, estaban muy lejos de Él, como se reflejaba en sus
obras: gustan pasear vestidos con largas túnicas y anhelan los saludos
en las plazas, los primeros asientos en las sinagogas y los primeros puestos en
los banquetes, y devoran las casas de las viudas con el pretexto de largas
oraciones...8.
En realidad, poco o nada amaban a Dios; se amaban a sí mismos.
Dios
conoce vuestros corazones. Estas palabras del Señor nos
deben llenar de consuelo, a la vez que nos llevarán a rectificar muchas veces
la intención para rechazar los movimientos de vanidad y de vanagloria, de tal
modo que nuestra vida entera esté orientada a la gloria de Dios. Agradar al
Señor ha de ser el gran objetivo de todas nuestras acciones. El Papa Juan Pablo
I, cuando aún era Patriarca de Venecia, escribía este pequeño cuento, lleno de
enseñanzas. A la entrada de la cocina estaban echados los perros. Juan, el
cocinero, mató un ternero y echó las vísceras al patio. Los perros las
comieron, y dijeron: «Es un buen cocinero, guisa muy bien».
Poco
tiempo después, Juan pelaba los guisantes y las cebollas, y arrojó las
mondaduras al patio. Los perros se arrojaron sobre ellas, pero torciendo el
hocico hacia el otro lado dijeron: «El cocinero se ha echado a perder, ya no
vale nada».
Sin
embargo, Juan no se conmovió lo más mínimo por este juicio, y dijo: «Es el amo
quien tiene que comer y apreciar mis comidas, no los perros. Me basta con ser
apreciado por mi amo»9.
Si actuamos de cara a Dios, poco o nada nos debe importar que los hombres no lo
entiendan o que lo critiquen. Es a Dios a quien queremos servir en primer lugar
y sobre todas las cosas. Luego resulta que este amor con obras a Dios es, a la
vez, la mayor tarea que podemos llevar a cabo en favor de nuestros hermanos los
hombres.
Nuestra
Madre Santa María nos enseñará a enderezar nuestros días y nuestras horas para
que nuestra vida sea un verdadero servicio a Dios. «No me pierdas nunca de
vista el punto de mira sobrenatural. -Rectifica la intención, como se rectifica
el rumbo del barco en alta mar: mirando a la estrella, mirando a María. Y
tendrás la seguridad de llegar siempre a puerto»10.
1 Lc 16,
13-14. —
2 A.
del Portillo, Escritos sobre el sacerdocio, Palabra, 4ª
ed., Madrid 1976, p. 113. —
3 San
Josemaría Escrivá, Forja, n. 742. —
4 1
Cor 10, 31. —
5 San
Basilio, Homilía in Julittam martirem. —
6 Cfr. I.
Celaya, Unidad de vida y plenitud cristiana, Pamplona 1985,
p. 335. —
7 Cfr. Sagrada
Biblia, Santos Evangelios, EUNSA, Pamplona 1983, nota
a Lc 16, 13-14. —
8 Cfr. Lc 20,
45-47. —
9 Cfr. A.
Luciani, Ilustrísimos señores, pp. 12 ss. —
10 San
Josemaría Escrivá, Forja, n. 749.
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