domingo, 21 de julio de 2019

La hija de la colombiana por @EfectoCocuyo



Por Magdalena López


“Nací y crecí en un país que recibió a hombres y mujeres de otra tierra. Sastres, panaderos, albañiles, plomeros, comerciantes. Españoles portugueses, italianos y algunos alemanes que fueron a buscar al fin del mundo un sitio donde volver a inventar el hielo” La hija de la española,
Karina Sainz Borgo

¿Por qué no La hija de la colombiana o La hija de la ecuatoriana?, me pregunté cuando supe que el boom literario del año, según se anuncia en el propio libro, es una novela venezolana publicada en Europa que se llamaba La hija de la española. En ella se narra la historia de Adelaida Falcón, quien tras la muerte de su madre, queda absolutamente sola en una Caracas de violencia y horror. Poco después, la protagonista es desalojada de su propio apartamento por un grupo de mujeres de las milicias civiles del gobierno. Tras algunos avatares, logra suplantar la identidad de una vecina asesinada y huye del país hacia Madrid usando el pasaporte español de aquélla.

Inmigrantes en Venezuela

Al intentar expresar las dimensiones de la crisis, los venezolanos solemos enfatizar que la reciente estampida de cuatro millones de personas en apenas unos pocos años está ocurriendo en un país tradicionalmente receptor y no emisor de migrantes. El drama se acrecienta cuando intentamos encarar esta experiencia sin una cultura de emigración al modo de países como México, Perú y la República Dominicana. Estamos aprendiendo a emigrar prácticamente de cero y, para ello, parece que sólo nos queda echar mano de la memoria de nuestros propios inmigrantes en Venezuela. Pero, ¿de cuáles?
No pretendo aquí hacer crítica literaria, ni ofrecer una reseña de La hija de la española de Karina Sainz Borgo. En este texto me mueve más bien la necesidad de reconfigurar un sentido de comunidad post-catástrofe a partir de una lectura de la novela y la premisa de que la literatura es el arte de imaginar lo posible.

Hubo dos grandes oleadas de inmigrantes a lo largo del siglo XX venezolano; ambas provocadas por el “milagro” petrolero. La de la dictadura de Marcos Pérez Jiménez (1952-1958), ligada a la políticas de atracción de migración europea que habían comenzado algunos años antes y, otra más espontánea, por así decir, durante la socialdemocracia (1958-1998). Sobre todo a partir de los años setenta, millones de latinoamericanos se instalaron en Venezuela, huyendo de crisis económicas, feroces dictaduras, y/o desplazados por conflictos armados. Buena parte de las generaciones que nacimos en esa década o después contábamos a los portugueses, italianos y españoles como piezas de nuestro paisaje urbano; para algunos, de hecho, fueron sus padres y abuelos.

Pero fueron los colombianos, haitianos, dominicanos, bolivianos, ecuatorianos y peruanos que apenas llegaban, los que nos revelaron, a los caraqueños, la ciudad precaria y subterránea de finales de siglo. Si a esto le sumamos los exiliados chilenos, uruguayos y argentinos y, otros inmigrantes menos numerosos como los chinos, trinitarios, sirios y libaneses nos topamos con una ciudad muy lejana a la de los megarelatos de modernidad. La nuestra fue una ciudad, por llamarla de alguna manera, tercermundista. Los jóvenes de a pie vivimos hasta los tuétanos esa otra Caracas. Y la vivimos con la consciencia de que asistíamos al derrumbe de algo que debía haber sido muy bueno, según lo rememoraban nuestros padres. En otras ciudades del país, como Mérida, Maracaibo, Maracay, Valencia, Cumaná y Carúpano por ejemplo, la situación no era distinta.

Desde la distancia temporal, es posible entrever hoy que Hugo Chávez  irrumpió en ese escenario del pasado para marcar una continuidad y una ruptura. Continuidad, al articular un megarelato nacional que nos montaría en la cresta de otra nueva ola. Ruptura, al colocar el foco en aquello que la nación perezjimenista y la del bipartidismo adeco-copeyano de los últimos veinte años eludían en la mayoría de sus imaginarios: los pobres venezolanos y los inmigrantes latinoamericanos. Esos que podían bajar de los cerros e invadir la ciudad; esos a los que, recordaban unos cuantos con nostalgia reinvindicativa, el general Pérez Jiménez nunca les dejó construir sus “ranchos” en El Ávila.

Sin embargo, entre tantas otras cosas que nos sucedieron a principios del siglo XXI, un día del 2004 el gobierno anunció que entre dos y cuatro millones de colombianos indocumentados podrían hacerse ciudadanos venezolanos con relativa rapidez. En barrios populares como el de Petare hubo celebración. En otros lugares no tanto. Con esta decisión Chávez se aseguraba más votos, sí, pero a diferencia de otros políticos, lo hacía otorgándole a los “caliches” o “colombiches” el mismo estatus legal de aquellos que a menudo los miraban por arriba del hombro.


En 2019, a la vuelta de dos décadas, es claro que la justicia social con la que el chavismo pretendió legitimarse es un cascarón vacío en el que lejos de sumar derechos fuimos perdiendo los que aún teníamos. Como lo señaló Paula Vásquez (2019), en la revolución bolivariana todos nos convertimos en sujetos sin ciudadanía. Frente a esa pérdida intentamos volver a imaginar la nación, pero lo que se nos ofrece con demasiada frecuencia es sólo el pasado.

Nostalgias

Vivimos tiempos de nostalgia. Enzo Traverso (2018) ha llamado la atención sobre la melancolía de nuestro tiempo. A diferencia de los proyectos de principios de siglo XX, los actuales no consiguen proyectarse hacia el futuro. Desde el Make America Great Again de Trump, pasando por la fantasía de restablecimiento de la Gran Rusia, la celebración de la dictadura brasileña de Bolsonaro y las identificaciones de López Obrador con Benito Juárez, cualquier alternativa de cambio se piensa como una recomposición del pasado. Paradójicamente, mientras más memorialísticos nos volvemos, añade Traverso, menos capaces somos de dotar al pasado de dinamismo en el presente.

Basta echar un vistazo al extraordinario libro El fin del homo sovieticus (2015) de Svletana Aleksiévich para constatar cómo la desintegración de la Unión Soviética produjo un imaginario de recuperación de la grandiosidad estalinista. Así, lo revolucionario resulta hoy conservador. La memoria viene a ser como una gran imagen sometida a photoshop en la que agregamos, alteramos y borramos todo aquello que contradiga la visión de un pasado pleno por oposición a un futuro vacío. Y en Venezuela, ese pasado al que se mira es el de un megarelato.

Lejos de una conciencia del fracaso que nos ofrezca cierta humildad para pensar el futuro, la nostalgia venezolana del “éramos felices y no lo sabíamos” entraña la elusión de la caída. Se memorializa un pasado puro y perfecto donde el chavismo y, por extensión, aquello que instrumentalizó para llegar al poder — la exclusión social y el deterioro de la socialdemocracia–, no existe.  Svetlana Boym (2001) propuso una diferenciación entre dos tipos de nostalgias: las restaurativas, que buscan proteger verdades absolutas, y las reflexivas, que las ponen en duda. Pero poner en duda el pasado prechavista implica un intento de comprensión histórica que resulta sospechoso para muchos.

Cada vez que se esgrime alguna continuidad respecto al rentismo petrolero, la violencia o la corrupción estatal se es culpable de justificar o legitimar el actual régimen. No se trata de un fenómeno anómalo. Guardando las distancias, una acusación similar sufrió Hannah Arendt (1963) cuando quiso comprender el nazismo y aproximarse a un personaje como Adolf Eichmann. La filósofa alemana no solo expuso un sistema, un contexto histórico, una modernidad burocrática, hizo algo peor: planteó que todos podemos llegar a ser Eichmann.
Desde la ficción, más de medio siglo antes, Joseph Conrad también había insinuado ese horror en El corazón de las tinieblas (1899): después de un viaje ominoso por río Congo, el capitán Marlowe descubría que el enloquecido y sanguinario líder Kurtz se asomaba en su propio rostro e incordiaba su memoria. Es precisamente este incordio, la sospecha de un Eichmann interior, lo que la nostalgia evita. Como la anestesia, la nostalgia nos coloca en un terreno de evasión, de clausura y aislamiento de aquello que nos produce dolor. Nos resguarda en la fantasía de un pasado incorruptible.

El relato chavista, ya se sabe, hizo lo propio. Eximiéndose de su pasado inmediato, incluida la propia participación militar en la represión del Caracazo de 1989, proveyó la versión de unpasado idealizado, presentándose como la actualización de las guerras de independencia y la lucha guerrillera. En una lógica antagónica, a la distorsión histórica oficial chavista se le contrapone a menudo la de una nación idílica en las últimas décadas del siglo XX, una nación totalmente desvinculada de la del siglo XXI.

He mencionado la nostalgia estalinista en la Rusia post-soviética como una muestra de la desvinculación de un pasado romantizado frente a un presente desesperanzador. En América Latina tenemos un ejemplo más cercano: el de la nostalgia batistiana impregnada de boleristas, Cadillacs y cabareteras que desencadenó el opresivo disciplinamiento de la Revolución Cubana.

No es infrecuente escuchar a los viejitos de la Calle Ocho de Miami (los que aún viven), rememorar La Habana de los años cincuenta, entre la puesta de una piedra y otra de dominó sobre la mesa. Pero, ¿qué cubano que tenga hoy cincuenta, cuarenta o treinta años podría sentir nostalgia por el universo batistiano? Un vistazo a la narrativa de las últimas generaciones cubanas revela que la experiencia de la diáspora e incluso del exilio poco tiene que ver con la idealización de un pasado que no vivieron. El desarraigo abordado por escritores como Anna Lidia Vega Serova, Enrique del Risco, Mylene Fernández Pintado y Carlos Manuel Álvarez es un asunto que, sin negar el referente histórico y político, asume una interioridad, le da voz al Eichmann, al Kurtz que no habita afuera sino adentro.

Universo perezjimenista

Vuelvo entonces a mi pregunta inicial que es también una pregunta generacional: ¿Por qué no La hija de la colombiana o La hija de la  ecuatoriana? ¿No fueron los inmigrantes de los años setenta, ochenta e incluso noventa los que marcaron los espacios más modestos y también los más descarnados de nuestra vida cotidiana de infancia y juventud en toda Venezuela? Aún tratándose de algún descendiente de inmigrantes europeos, ¿cómo es que un escritor venezolano de treinta, cuarenta y hasta cincuenta años se propone retratar una Caracas en ruinas abordando el tema de la inmigración en el país sin ni siquiera mencionar a los colombianos y a los ecuatorianos?

Ciertamente La hija de la española es el relato de una fuga. Pero lo es no sólo en el sentido literal de su argumento, sino también en su apuesta por el universo de la dictadura perezjimenista. Esto me resulta lo más curioso de la novela: la asunción desproblematizada de una memoria prestada. Toda memoria, como la ficción, está hecha, también, de préstamos, pero lo que rememoramos y ficcionalizamos los venezolanos dice mucho de los imaginarios con los que contamos para recomponer nuestra comunidad rota. Si la “salida” es aislar el presente del pasado, “cauterizarnos” contra el chavismo, ¿qué pasado elegimos? Para expresar nuestro desarraigo, ¿de qué inmigrantes echamos mano?

La hija de la española es la fuga hacia el programa político de Marcos Pérez Jiménez: el Nuevo Ideal Nacional. La “cauterización” contra el chavismo se expresa como el wannabe en el que dejamos atrás el subdesarrollo y nos blanqueamos, gracias a los inmigrantes españoles de los años cincuenta. En este escenario, los negros y los pobres sólo pueden existir de dos maneras: como huellas pintorescas, folklóricas, de un mundo rural extinguido, y como delincuentes, criminales chavistas.

De manera inusual, la melancolía aquí no es la del universo populista adeco; la modernidad anhelada no es para todos. La trasformación de la protagonista alegoriza la teleología selectiva desarrollista. Se convierte en española y se desplaza al “Primer Mundo”. Ejemplo de lo que Hommi Bhabha (1994) denominó “mímesis” para hablar de las apropiaciones identitarias de prestigio en contextos coloniales, la novela propone una asunción absoluta de la identidad europea.  La mímesis se revela no sólo en la trama y en el lenguaje, marcado por españolismos, sino también en un afán de imitar el habla popular con ecos de la novela regionalista que, a ratos, más que recordarme a Rómulo Gallegos, me hicieron pensar en un narrador como el Camilo José Cela en su la novela La Catira, dada su distancia respecto al mundo representado.

Tanto la nostalgia por un pasado socialdemócrata como perezjimenista se traducen en la petrificación de un tiempo que no se hace cargo de las ruinas del presente. Lo ajeno se constituye precisamente por la separación, la “cauterización”, el no “embarrarse” con el presente de horror. Eichmann y Kurtz permanecen en universos ajenos, tan ajenos como las mujeres chavistas que invaden el apartamento de la protagonista de la novela de Sainz Borgo. Pero la fuga hacia el imaginario del Nuevo Ideal Nacional tiene implicaciones aún más delicadas que la posible fuga hacia el mundo de la socialdemocracia. En el intento por mostrar al chavismo como una suerte de entidad ontológica del mal amputada de toda historicidad, no sólo se esquiva cualquier responsabilidad del pasado sobre el presente, sino que también se prescinde del legado democrático venezolano que antecedió a la llamada revolución bolivariana.

Pareciera que como el chavismo monopolizó la potestad de representar a los marginados de nuestra sociedad, también a ellos hay que sacarlos de la escena. En la novela de Sainz Borgo o bien los inmigrantes de las últimas décadas no existen o bien, los pobres son criminalizados –una manera otra de invisibilizarlos–. Es por ello que los peruanos, dominicanos o haitianos no pueden existir en la cosmovisión perezjimenista que nos propone la autora. No importa cuántos venezolanos estén cruzando diariamente la frontera con Colombia hoy en día: la experiencia colombiana en Venezuela no constituye materia alguna para mirarnos en el espejo.

Marta en el espejo

En mayo de 2017 tuve que viajar de emergencia a Caracas. Mi abuela había enfermado gravemente. Salí de la apacible Lisboa y aterricé en una ciudad en llamas. Los hospitales ya sufrían cortes de agua y no se conseguían las medicinas. Caracas estaba llena de barricadas y de cierres de vía por soldados que hacían muy difícil desplazarse al hospital o buscar los remedios.  En vista de todo aquello, mi abuela decidió irse a casa y dejarlo de ese tamaño. Dado su estado, mi familia contactó a la Cruz Roja para saber dónde conseguir algunas cosas (suero, antibióticos, morfina) y averiguar sobre alguien que pudiera ayudar a cuidar a mi abuela en su casa.

El día que llegué a verla la encontré dormida en su cama. Había pasado muy mala noche y a su lado se encontraba una mujer morena un poco más joven que yo. Se llamaba Marta. Marta vivía por los lados de  Las Minas de Baruta y había estudiado para auxiliar de enfermería. Tenía dos hijos y un marido de Pereira. Iba tres veces a la semana durante las mañanas y se ocupaba de bañar, y suministrarle el suero y los remedios a mi abuela. Hicimos buenas migas. Supongo que como era de Cartagena las afinidades caribeñas emergieron enseguida.

Una mañana Marta me dijo que se volvería a Colombia con su familia a finales de junio. Su madre los mandaba a llamar porque aunque siempre habían sido muy pobres, allá a los niños nunca les había faltado la leche. Hacía días que Marta no sólo no conseguía leche, sino tampoco pollo, caraotas ni arroz. Con un poco de desasosiego, casi en tono de reclamo, le pregunté “¿Pero cómo te vas ir?”, “si la gente que le echa bolas a este país se va, ¿quién lo va levantar?” Recuerdo que ella me miró de arriba a abajo en silencio. Yo me regresaba a Lisboa en unos días y me preocupaba que mi abuela se quedara sin cuidado.

Pero, la verdad, entre mi abuela y el país parecía no haber distancia. Dos segundos después me cayó la teja: yo, la venezolana, la doctora en literatura, regresaba a Europa y le reclamaba a la colombiana, la auxiliar de enfermera, que se hiciera cargo del desmadre de mi país. Ese día, Marta estuvo de acuerdo en que yo le cambiara el pañal a mi abuela. Tuve que embarrarme, sí.
Mi tragedia familiar-nacional me devolvió la imagen de Marta en el espejo. O, quizás, con la mirada que ella me echó, entendí que inconscientemente levantamos distancias sociales que revelan su futilidad frente a la agonía de un cuerpo y que, finalmente, era yo quién debía ocuparme de la mierda propia.  Pienso que la literatura debería ser como esa mirada especular de Marta: Negarnos la huida y obligarnos a encarar lo vergonzante. Pero, ¿qué pasado incorruptible permitiría tal tarea?

Mercado y violencia

Una parte de nuestra literatura reciente huye hacia el imaginario idealizado adeco. Me refiero a aquellas obras que van desde las solemnes y seriecísimas rememoraciones de juventud narradas con una conciencia adolescente; es decir, aquellas donde la petrificación del tiempo no tiene que ver con lo que se cuenta sino en cómo se cuenta, hasta las añoranzas de la larga fiesta en París –no confundir con Bogotá– de la que tantos disfrutaron gracias a los petrodólares de un estado generoso.  El giro perezjimenista de la novela de Sainz Borgo, sin embargo, asoma una melancolía distinta que probablemente será tendencia en las venideras ficciones por las implicaciones internacionales del mercado editorial.

Vicente Lecuna y Alberto Barrera (2019) han argumentado que, a pesar del daño que el chavismo infligió en el sector cultural, hubo una consecuencia positiva. Provocó un quiebre liberador de la dependencia histórica que sostenían los escritores con el Estado. Dicho quiebre condujo a una mayor diversidad en la escritura y a una preocupación por los lectores. Efectivamente, salir al ruedo del mercado editorial fuera del amparo garantizado por un conjunto de editoriales y redes de distribución estatales, y la escasez de materiales básicos como el papel y la tinta en Venezuela; condujo a una diversidad y a una amplitud que hace de este momento, uno de los más interesantes de nuestra literatura. Sin embargo, nuevos riesgos asoman en la medida en que el mercado en castellano sigue teniendo su centro en España.

Como tantos otros latinoamericanos, los venezolanos tendremos que ganarnos lectores en Europa. ¿Pero cuántos lectores en Barcelona, en Madrid, en Bilbao, en Valencia o incluso en Vigo estarían dispuestos a comprar una novela venezolana que se llame  La hija de la colombiana?

Los escritores cubanos, que en esto de resistir los embates del Estado llevan muchos más años que los venezolanos, confrontaron este problema durante el Período Especial. Cuando la única manera de publicar –y de obtener unos pocos dólares que permitieran llenar el estómago– era que algún “agente” español los “descubriera”, de pronto la narrativa cubana se llenó de jineteras, balseros y delincuentes negros y mulatos.

Lo que comenzó como una necesidad de expresar la realidad cubana censurada por los medios, se convirtió en pornomiseria para lectores ávidos del exotismo que no encontraban en sus países. Fue el momento de la “moda cubana”, en que se publicaron decenas de novelas y se otorgaron numerosos premios a jóvenes escritores de la isla. Hoy en día, buena parte de estos libros pasaron al olvido y las editoriales prefirieron refrescarse con otros países en crisis. Sin embargo, como es posible aprender de la experiencia ajena, lo sucedido con la literatura cubana de los noventa debería llamarnos la atención a los venezolanos:  ¿para quiénes estamos narrando? ¿Nuestra escritura es capaz de reconfigurar la tragedia, de manera que permita imaginar lo posible?
La situación es urgente y se ha ignorado demasiado tiempo. Pareciera que ningún esfuerzo es suficiente para llamar la atención sobre la magnitud de lo que ocurre en Venezuela. Es entendible, por tanto, que se desee ganar lectores empatizando con ellos, aproximando culturas, mimetizando identidades. Pero, por mucha desesperación que tengamos, debería haber cierta opacidad en la ficción que pueda resistirse a las explicaciones exactas y autosuficientes.

Si lo que se anhela es representar y darle difusión a una realidad desconocida todavía por muchos, ni los venezolanos somos europeos sin lazos afectivos, ni la realidad del país es simplemente un compendio comprimido de atrocidades en un solo día o dos. O, al menos, no somos/no es sólo eso. Creo que tampoco la escritura puede cifrar su hondura en el aislamiento aséptico de un presente y de una alteridad que no “contamine” nuestra melancólica integridad. La violencia no constituye sólo un asunto de consumo editorial, es también lo que nos embarra, lo que nos compromete. Es lo que viene a incordiarnos alimentando nuestro Kurtz, nuestro Eichmann.

Como Marta y como los millones de “caminantes” venezolanos que cruzan la frontera con Colombia, el otro somos (nos)otros. Y con ellos nos hemos ido fragmentando, desangrando, pero también con ellos vamos reconfigurando la nueva comunidad que aún intentamos armar y descifrar en medio de la debacle.

El régimen chavista nos condujo de regreso al siglo XIX, ¿Cuánto más atrás estamos dispuestos a ir para eludir esa catástrofe? ¿A cuántos más vamos a excluir?

Referencias
Aleksiévich, Svletana. El fin del Homo Sovieticus. Barcelona: Acantilado, 2015.
Bhabha, Homi K. The Location of Culture. London; New York: Routledge, 1994.
Boym, Svletana. The Future of Nostalgia. New York: Basic Books, 2001.
Lecuna, Vicente y Alberto Barrera. “Narrativa venezolana de entresiglos”. Revista Iberoamericana 266 (2019): 135-148.
Sainz Borgo, Karina. La hija de la española. Barcelona: Lumen, 2019.
Traverso, Enzo. Melancolía de izquierda. Marxismo, historia y memoria. Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica, 2018.
Vásquez, Paula. “Cuando se consume el cuerpo del pueblo. La incertidumbre como política de supervivencia en Venezuela”. Revista Iberoamericana 266 (2019): 99-116.

21-07-19




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