Francisco Fernández-Carvajal 30 de septiembre
de 2019
@hablarcondios
— No desanimarnos por nuestros defectos: el Señor
cuenta con ellos y con nuestro empeño por arrancarlos.
— La ayuda incesante del Espíritu Santo.
— El defecto dominante.
I. Cuando ya estaba
cerca el tiempo de su partida, Jesús decidió firmemente marchar hacia
Jerusalén. Y al entrar en una ciudad de samaritanos no le acogieron porque
daba la impresión de ir a Jerusalén1.
El Señor, lejos de tomar ninguna represalia contra aquellos samaritanos que no
tuvieron con Él las mínimas muestras de hospitalidad, tan arraigadas en
Oriente, ni siquiera habla mal de ellos; no les critica, sino que se fueron
a otra aldea. La reacción de los Apóstoles fue muy distinta. Santiago y
Juan le propusieron a Jesús: ¿Quieres que mandemos que caiga fuego del
cielo y los consuma? Y el Señor aprovecha la ocasión para enseñarles
que es preciso querer a todos, comprender incluso a quienes no nos comprenden.
Muchos pasajes del Evangelio nos señalan los defectos
de los Apóstoles aún sin limar, y cómo van calando en su corazón las palabras y
el ejemplo del Maestro. Dios cuenta con el tiempo y con las flaquezas y
defectos de sus discípulos de todas las épocas. Pocos años más tarde, el
Apóstol San Juan escribirá: El que no ama no conoce a Dios, porque Dios
es caridad2.
¡Se convierte en el Apóstol de la caridad y del amor! Sin dejar de ser él
mismo, el Espíritu Santo fue transformando poco a poco su corazón. El tema
central de sus Cartas es precisamente la caridad. San Agustín,
al comentar la primera de ellas, dirá que el Apóstol en este escrito «dijo
muchas cosas, prácticamente todas, acerca de la caridad»3.
Él es quien nos ha transmitido la enseñanza de Jesús acerca del mandamiento
nuevo, por el que nos distinguirán como discípulos de Jesús4.
Junto al Maestro aprendió bien que si nos amamos unos a otros, Dios
permanece en nosotros, y su amor alcanza en nosotros su perfección5.
También conocemos por la tradición algunos detalles de
sus últimos años, que nos confirman su desvelo para que se mantuviera la
fidelidad al mandamiento del amor fraterno. Cuenta San Jerónimo que cuando los
discípulos le llevaban a las reuniones de los cristianos –pues por su
ancianidad él no podía ir solo– repetía constantemente: «Hijitos, amaos los
unos a los otros». Ante su insistencia le preguntaron por qué decía siempre lo
mismo, y San Juan respondió: «Es el mandamiento del Señor, y si se cumple, él
solo basta»6.
Para nosotros, que nos vemos con tantos defectos, es un
estímulo lleno de esperanza meditar que los santos también los tuvieron, pero
lucharon, fueron humildes y llegaron a la santidad, incluso a sobresalir, como
vemos en San Juan, en aquello en que parecían estar más lejos del espíritu de
Cristo.
II. Después de
Pentecostés, el Espíritu Santo completó la formación de aquellos que había
elegido para que fueran las columnas de su Iglesia, a pesar de tantas
deficiencias. Desde entonces no ha cesado de actuar en las almas de los
discípulos de Cristo de todas las épocas. Sus inspiraciones son a veces rápidas
como el relámpago: nos sugiere en lo más íntimo del alma que seamos generosos
en una pequeña mortificación, que tengamos paciencia ante una adversidad, que
guardemos los sentidos... En unas ocasiones actúa directamente moviendo al
bien, sugiriendo, inspirando. Otras lo hace a través de los consejos recibidos
en la dirección espiritual, de un acontecimiento, de la actitud ejemplar de
otra persona, de la lectura de un libro bueno... Él quiere situar «en el edificio
de mi vida la piedra que conviene colocar en aquel momento preciso y que es
reclamada, digámoslo así, por el plano del edificio, según el estado actual de
la construcción»7,
del gran proyecto que Dios tiene sobre nuestra vida, el cual no quiere llevar a
cabo sin nuestra colaboración. Y todo está ordenado, unas veces permitido y
otras enviado por nuestro Padre Dios, para que alcancemos la santidad, el fin
para el que hemos sido creados y en que consiste nuestra plena felicidad aquí
en la tierra y después, por toda la eternidad, en el Cielo. También el dolor,
el sufrimiento o el fracaso que Dios permite están orientados a ese fin más
alto, que nunca debemos perder de vista: Esta es la voluntad de Dios,
vuestra santificación8.
Dios nos ama siempre: cuando nos da consuelos y cuando
permite la molestia, la aflicción, el sufrimiento, la pobreza, el fracaso... Es
más, «Dios no me ama nunca tanto como cuando me envía un sufrimiento»9.
Es una «caricia divina» por la que debemos dar siempre gracias. San Lucas nos
habla, en el Evangelio que meditamos, de la firmeza con que Jesús marcha hacia
Jerusalén, donde le espera la Cruz.
San Juan no cambió en un instante. Ni siquiera después
de las palabras de Jesús. Pero no se desanimó ante sus errores, puso empeño,
permaneció junto al Maestro, y la gracia hizo el resto. Es lo que nos pide Dios
a nosotros. Cuando, al pasar los años, el Apóstol recordara este y otros muchos
acontecimientos en los que se encontraba lejos del espíritu de su Maestro,
vendría a su memoria también la paciencia que Jesús usó con él, las veces que
tuvo que recomenzar, y esto le ayudaría a amar más al que una tarde inolvidable
le llamó para que le siguiera.
III. Dios
concedió a San Juan una particular profundidad y finura en la caridad, tanto en
su vida –¡el Señor lo destinó para que se hiciera cargo de su Madre!– como en
sus enseñanzas. Él escribió, movido por el Espíritu Santo, estas palabras
llenas de sabiduría: En esto se conocen los hijos de Dios y los hijos
del diablo. El que no practica la justicia no es de Dios, y tampoco el que no
ama a su hermano10.
Nosotros no debemos desanimarnos por nuestros errores y flaquezas: el Señor
cuenta con ellos, con el tiempo, con la gracia, y con nuestros deseos de
luchar.
Para combatir con eficacia en la vida interior debemos
conocer bien lo que los autores espirituales han llamado el defecto
dominante, el que en cada uno tiende a prevalecer sobre los demás y, como
consecuencia, se hace presente en la manera de opinar, de juzgar, de querer y
de obrar11. Es aquel que de alguna manera se manifiesta en lo que
hacemos, queremos, pensamos: la vanidad, la pereza, la impaciencia, la falta de
optimismo, la tendencia a juzgar mal... No subimos todos por el mismo camino
hacia la santidad: unos han de fomentar sobre todo la fortaleza; otros, la
esperanza o la alegría. «En la ciudadela de la propia vida interior, el defecto
dominante es el punto débil, el lugar desguarnecido. El enemigo de las almas
busca precisamente, en cada uno, ese punto débil, fácilmente vulnerable, y con
facilidad lo encuentra. Por consiguiente, nosotros también debemos conocerlo»12.
Para esto es preciso preguntarnos dónde tenemos puestos habitualmente nuestros
deseos, qué es lo que más nos preocupa, lo que nos hace sufrir a menudo o lo
que con frecuencia nos lleva a perder la paz o a caer en la tristeza... También
está relacionado con el defecto dominante el mayor número de tentaciones que
padecemos, pues es por donde el enemigo nos ve más débiles y, por eso mismo,
por donde más ataca.
Para avanzar en la vida interior debemos conocer este
punto flaco, y pedir con sinceridad a Dios su gracia para vencerlo: «Aparta,
Señor, de mí, lo que me aparte de Ti», le repetiremos en incontables ocasiones;
junto con la petición frecuente al Señor, el propósito firme de no pactar nunca
con nuestros defectos, y aplicarles el examen particular, el examen
breve y frecuente sobre ese defecto dominante que se pretende arrancar y sobre
la virtud que se quiere adquirir: «Con el examen particular has de ir
derechamente a adquirir una virtud determinada o a arrancar el defecto que te
domina»13. En la dirección espiritual encontraremos una formidable
ayuda para mantener esta lucha esperanzada hasta el final de nuestros días.
En María, nuestra Madre, encontraremos siempre la paz
y el gozo para caminar hasta el Señor, pues «nuestra andadura ha de ser alegre,
como la de la Virgen; pero como la de Ella, conociendo la experiencia del
dolor, el cansancio del trabajo, el claroscuro de la fe.
»Marchemos de la mano de María, la llena de gracia.
Dios Padre, Dios Hijo, Dios Espíritu Santo le han colmado de dones, han hecho
una criatura perfecta; es de nuestra raza y tiene por misión repartir solo
cosas buenas. Más. Ella se nos ha convertido en vida, dulzura y esperanza
nuestra.
»María, la Madre de Jesús, “signo de consuelo y de
esperanza segura” (Conc. Vat. II, Const. Lumen gentium, 68), marcha
por la tierra Iluminando con su luz al Pueblo de Dios peregrinante.
»Ella, nuestra Madre, es el camino, la senda, el atajo
para llegar al Señor. María llenará de alegría nuestras labores, nuestras
tinajas, nuestros andares»14.
1 Lc 9,
52-56. —
2 1
Jn 4, 8. —
3 San
Agustín, Comentario a la Primera Carta de San Juan,
prólogo. —
4 Cfr. Jn 13,
34-35. —
5 1
Jn 4, 12. —
6 San
Jerónimo, Comentario a la Epístola a los Gálatas, III, 6.
—
7 J.
Tissot, La vida interior, Herder, 16ª ed., Barcelona 1964,
p. 287. —
8 1
Tes, 4, 3. —
9 J.
Tissot o. c., p. 293. —
10 1
Jn 3, 10. —
11 Cfr. R.
Garrigou-Lagrange, La tres edades de la vida interior, vol.
I, pp. 365 ss. —
12 Ibídem,
367. —
13 San
Josemaría Escrivá, Camino, n. 241. —
14 J.
Urteaga, Los defectos de los santos, Rialp, 3ª ed., Madrid
1982, pp. 380-381.
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