Américo Martín 15 de octubre de 2019
Acometer
la infinita tarea de sobrevivir al descomunal fracaso del Socialismo siglo XXI
ha resultado, como era de esperarse, muy superior a las fuerzas de la ávida
cúpula del poder. La marca del desastre se aprecia en las cicatrices dejadas
por el conjunto de su gestión. Si pudiera resumirse en una palabra la
poli-tragedia causada por la pomposa revolución, ninguna más expresiva que
“Diáspora”. ¿Cómo será el infierno que calcina a Venezuela para que 5 millones
de sus habitantes –muy pronto 8- hayan huido desesperadamente al extranjero?
Las
medidas que de tanto en tanto anuncia Maduro han profundizado la crisis en
opinión de la clara mayoría de expertos e instituciones financieras del mundo.
Son insalvables las contradicciones entre el signo y el sentido, dicho sea con
frase del poeta senegalés Leopold Sedar Sengor. “El signo” es lo que promete.
“El sentido”, la negación de lo que promete.
La
índole del desafortunado proceso revolucionario ha sido desentrañada con
argumentos implacables que el régimen ya ni se atreve a rebatir. Escasamente
habrá beneficiado a la élite de la Nomenklatura, pero tanto ha costado mantener
unido el universo chavista, que remover un solo hilo de la tela revolucionaria
amenaza con desmadejar toda la urdimbre.
Por
eso ponen buena cara, exhiben sonrisas optimistas, defienden sin convicción lo
indefendible y dejan el sueño de la perpetuación a la suerte de los dados.
Sin
embargo, mantienen por inercia otro juego: el de envenenar la relación interna
de la plural y variada oposición a fin de impedir que reconstituya una muy
amplia unidad hacia la que sin duda fluirá la creciente disidencia del
chavismo, nacida de la comprensible descomposición
cívico-militar-ideológico-moral que aleja a quienes de buena fe creyeron en
semejante proyecto.
Pero
abordemos el tema de los temas: ¿Cuál es la vía para establecer la democracia
venezolana? Lo mejor es dotarse de mucha flexibilidad política. No olvidemos
que esa cualidad resulta esencial a la hora de las decisiones. Por ejemplo, en
1952 AD llamó desde la clandestinidad a la abstención. Poco después, asumiendo
con inteligencia la iniciativa de Jóvito Villalba, ordenó votar amarillo.
Cierto, sobrevino el pronosticado fraude, pero, como también se esperaba, la
gran movilización unitaria pavimentó la victoria democrática del 23 de enero
58.
Permítanme
ahora comentar el caso del dictador paraguayo Alfredo Stroessner, quien gobernó
ininterrumpidamente durante 35 años. En 1954 había expulsado por la fuerza al
presidente Federico Chaves Careaga. Mediante sucesivas elecciones mandó sin
pausa por más de tres décadas. Su dictadura alcanzó la cima del salvajismo
hasta ser echado por otro golpe, esta vez propinado por el general Andrés
Rodríguez, quien convocó a elecciones el 1 de mayo de 1989. La democracia
paraguaya recomenzó.
Conclusión:
en el reino de la inestabilidad paraguaya ocurrió de todo. Un dictador militar
se apodera del mando mediante acto de fuerza, pero se perpetúa ¡por vía
electoral! hasta ser derrocado mediante otro acto de fuerza por el general
Andrés Rodríguez quien paradójicamente restableció el sufragio libre
¡transitando sobre el seguro cauce constitucional!
La
lección para Venezuela es sencilla como el pan: un país, como el nuestro,
dotado de sólidas instituciones que perdió; y se enorgullecía de su
alternabilidad electoral, también perdida, no debe tomar sus retos a la ligera.
Mientras
no rescate su extraviada estabilidad debe proceder ante cada uno de ellos
conforme a su singularidad. Con flexibilidad y sin dogmas.
En
cambio, cada vez que la oposición unió sus banderas con espíritu de fraternidad
y colaboración fue muy pero muy difícil que no alcanzara victorias verdaderamente
históricas.
Américo
Martín
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