Francisco Fernández-Carvajal 02 de octubre de
2019
@hablarcondios
— Urgencia de nuevos apóstoles para reevangelizar el
mundo.
— La caridad, fundamento del apostolado.
— La alegría que ha de acompañar al mensaje de Cristo.
I. Entre los que
seguían a Jesús había un numeroso grupo de discípulos1.
Entre ellos se contaban quienes acompañaron a Jesús desde el bautismo de Juan
hasta la Ascensión: de algunos nos dan noticias los Hechos de los
Apóstoles, como José, llamado Barsabas, y Matías2;
también estarían en este grupo Cleofás y su compañero, a quienes Cristo
resucitado se les apareció en el camino de Emaús3.
Sin pertenecer al círculo de los Doce, estos discípulos llegaron a formar una
categoría especial entre los oyentes y amigos de Jesús, siempre dispuestos para
lo que el Maestro los necesitase4.
Con toda seguridad formaron el núcleo de la primitiva Iglesia después de
Pentecostés. En el Evangelio de la Misa5 leemos
que, de estos que le seguían con plena disponibilidad, Jesús designó a setenta
y dos para que fueran delante de Él, preparando las almas para la llegada de
Cristo. Y les dijo: La mies es mucha y los obreros pocos.
Hoy, también, el campo apostólico es inmenso: países
de tradición cristiana que es necesario evangelizar de nuevo, naciones que han
sufrido durante tantos años la persecución a causa de la fe y que necesitan nuestra
ayuda, los nuevos pueblos sedientos de doctrina... Basta echar una mirada a
nuestro alrededor –al lugar de trabajo, a la Universidad, a los medios de
comunicación...– para darnos cuenta de todo lo que falta por hacer. La
mies es mucha... «Enteros países y naciones, en los que en un tiempo
la religión y la vida cristiana fueron florecientes y capaces de dar origen a
comunidades de fe viva y operativa, están ahora sometidos a dura prueba e
incluso alguna que otra vez son radicalmente transformados por el continuo
difundirse del indiferentismo, del secularismo y del ateísmo. Se trata, en
concreto, de países y naciones del llamado Primer Mundo, en el que el bienestar
económico y el consumismo –si bien entremezclado con espantosas situaciones de
pobreza y miseria– inspiran y sostienen una existencia vivida “como si no
hubiera Dios”. Ahora bien, el indiferentismo religioso y la total irrelevancia
práctica de Dios para resolver los problemas, incluso graves, de la vida, no
son menos preocupantes y desoladores que el ateísmo declarado. Y también la fe
cristiana –aunque sobrevive en algunas manifestaciones tradicionales y
ceremoniales– tiende a ser arrancada de cuajo de los momentos más
significativos de la existencia humana, como son los momentos del nacer, del
sufrir y del morir. De ahí proviene el afianzarse de interrogantes y de grandes
enigmas, que, al quedar sin respuesta, exponen al hombre contemporáneo a
inconsolables decepciones, o a la tentación de suprimir la misma vida humana
que plantea esos problemas»6.
Ahora es tiempo de esparcir la semilla divina y también de cosechar. Hay
lugares en los que no se puede sembrar por falta de operarios, y mieses que se
pierden porque no hay quien las recoja. De ahí la urgencia de nuevos
apóstoles. La mies es mucha; los obreros, pocos.
En los primeros tiempos del Cristianismo, en un mundo
con una situación parecida a la nuestra –con abundancia de recursos materiales
pero espiritualmente menesteroso–, la naciente Iglesia tuvo el necesario vigor,
no solo para protegerse de ser paganizada desde fuera, sino para transformar,
desde dentro, una civilización tan alejada de Dios. No parece que el mundo de
hace dos mil años estuviera mejor o peor preparado que el nuestro para ser
evangelizado. A primera vista podía presentarse cerrado al mensaje de Cristo,
como el de ahora; pero aquellos primeros cristianos, apóstoles todos, con las
mismas armas que nosotros, el espíritu de Jesús, supieron transformarlo. ¿No
vamos a poder nosotros cambiar el mundo que nos rodea: la familia, los amigos,
los compañeros de trabajo...?
El mundo actual quizá esté necesitado de muchas cosas,
pero ninguna otra le es precisa con más urgencia que la de apóstoles santos,
alegres, convencidos, fieles a la doctrina de la Iglesia, que con sencillez den
a conocer que Cristo vive. Es el mismo Señor quien nos indica el camino para
conseguir nuevos operarios que trabajen en su viña: Rogad, pues, al
Señor de las mies que envíe operarios a su mies. Rogad..., nos dice. «La
oración es el medio más eficaz de proselitismo»7.
Nuestro afán apostólico ha de traducirse, en primer lugar, en una petición
continuada, confiada y humilde de nuevos apóstoles. La oración ha de ir siempre
por delante.
«Desgarra el corazón aquel clamor –¡siempre actual!–
del Hijo de Dios, que se lamenta porque la mies es mucha y los obreros son
pocos.
»—Ese grito ha salido de la boca de Cristo, para que
también lo oigas tú: ¿cómo le has respondido hasta ahora?, ¿rezas, al menos a
diario, por esa intención?»8.
II. La mies
es mucha... «Para la mies abundante –comenta San Gregorio Magno– son
pocos los obreros – cosa que no podemos decir sin gran tristeza–; porque si
bien no faltan los que oyen las cosas buenas, faltan sin embargo quienes las
difundan»9. El Señor quiere servirse ahora de nosotros, como lo hizo en
aquella ocasión con quienes le acompañaban y después con todos aquellos que le
han querido seguir de cerca,
El Maestro, antes de enviar a los suyos al mundo
entero, les hizo vivir como amigos en su intimidad, les dio a conocer al Padre,
les reveló su amor y, sobre todo, se lo comunicó. Como el Padre me amó,
Yo también os he amado a vosotros10; os
he llamado amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a
conocer. Y añadió, a modo de conclusión: os he destinado para que
vayáis y deis fruto11.
Con esta caridad hemos de ir a todos los lugares, pues el apostolado consiste
sobre todo en «manifestar y comunicar la caridad de Dios a todos los hombres y
pueblos»12, esa caridad con la que nos ama el Señor y con la que quiere
que amemos a todos. El cristiano será apóstol en la medida en que sea amigo de
Dios y viva esa amistad con quien se encuentra cada día en su camino. En un
mundo en el que la desconfianza y la agresividad parecen ir ganando terreno,
nuestra primera preocupación ha de ser la de vivir con esmero la caridad en todas
sus manifestaciones. Cuando quienes nos tratan –por muy alejados que se
encuentren de Dios– vean que nos fiamos de ellos, que estamos dispuestos a
prestar una ayuda, a sacrificarnos por el bien de personas que incluso no
conocemos, que no guardamos rencor, que no somos negativos ni hablamos nunca
mal de nadie, que siempre nos encontrarán dispuestos a colaborar..., pensarán
que los cristianos somos muy diferentes, porque seguimos a Alguien,
a Cristo, muy particular. No quiere decir esto que nunca tengamos diferencias
con los demás, sino que las manifestamos sin aire de agravio, sin poner en duda
la buena fe de las personas, sin atacar, aunque estemos muy lejos de sus ideas.
Cuando nadie queda excluido de nuestro trato y de nuestra ayuda, entonces
estamos dando testimonio de Cristo.
III.
Junto a la caridad, hemos de manifestar al mundo nuestra alegría. Aquella que
el Señor nos prometió en la Última Cena13,
la que nace del olvido de nuestros problemas y de la intimidad con Dios. La
alegría es esencial en el apostolado, pues ¿quién puede sentirse atraído por
una persona triste, negativa, que se queja continuamente? Si la doctrina del
Señor se propagó como un incendio en los primeros siglos fue, en buena parte,
porque los cristianos se mostraban con la seguridad y la alegría de ser
portadores de la Buena Nueva: eran los mensajeros gozosos de Aquel que había
traído la salvación al mundo, Ciertamente constituían un pueblo feliz en medio
de un mundo triste, y su alegría transmitía su fe en Cristo, era portadora de
la verdad que llevaban en el corazón y de la que hablaban en el hogar, en la
intimidad de la amistad..., en todo momento, porque era la razón de su vida.
La alegría del cristiano tiene un fundamento bien
firme, el sentido de su filiación divina, el saberse hijos de Dios en cualquier
circunstancia. «Como sugiere Chesterton, es alegría no porque el mundo pueda
colmar todas nuestras aspiraciones, sino al revés. No estamos donde hemos de
permanecer: estamos en camino. Habíamos perdido la senda y Alguien ha venido a
buscarnos y nos lleva de vuelta al hogar paterno. Es alegría no porque todo lo
que nos sucede esté bien –no es así–, sino porque Alguien sabe aprovecharlo
para nuestro bien. La alegría cristiana es consecuencia de saber enfrentarse
con el único hecho auténticamente triste de la vida, que es el pecado: y de
saber contrarrestarlo con un hecho gozoso aun más real y más fuerte que el
pecado: el amor y la misericordia de Dios»14,
Hemos de preguntarnos si realmente reflejamos en
nuestra vida ordinaria tantos motivos como tenemos para estar alegres: el gozo
de la filiación divina, del arrepentimiento y el perdón, de sentirnos en camino
hacia una felicidad sin fin..., ¡la inmensa alegría de poder comulgar con tanta
frecuencia! «El primer paso para acercar a otros a los caminos de Cristo es que
te vean contento, feliz, seguro en tu andar hacia Dios»15.
Y, junto a la alegría y la caridad de Cristo, hemos de
saber expresar la posesión de la única verdad que puede salvar a los hombres y
hacerlos felices. «Solo los cristianos convencidos tienen la posibilidad de
convencer a los demás. Los cristianos convencidos a medias no convencerán a
nadie»16.
1 Cfr. Mc 2,
15. —
2 Cfr. Hech 1,
21-26. —
3 Cfr. Lc 24,
13-35. —
4 Cfr. P.
R. Bernard, El misterio de Jesús, J. Flors, Barcelona 1965,
vol. I, pp. 88 ss. —
5 Lc 10,
1-12. —
6 Juan
Pablo II, Exhort. Apost. Christifideles laici, 30-XII-1988,
34. —
7 San
Josemaría Escrivá, Camino, n. 800. —
8 ídem, Forja,
n. 906. —
9 San
Gregorio Magno, Homilías sobre los Evangelios, 17, 3.
—
10 Jn 15,
9. —
11 Jn 15,
16. —
12 Conc.
Vat. II, Decr. Ad gentes, 10. —
13 Cfr. Jn 16,
22. —
14 C.
Burke, Autoridad y libertad en la Iglesia, p. 223. —
15 San
Josemaría Escrivá, Forja, n. 858. —
16 C.
Burke, o. c., p. 219.
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